Tom se levantó hambriento, y hambriento vagó, pero con el
pensamiento ocupado en las sombras esplendorosas de sus sueños
nocturnos. Anduvo aquí y allá por la ciudad, casi sin saber a dónde
iba o lo que sucedía a su alrededor. La gente lo atropellaba y
algunos lo injuriaban, pero todo ello era indiferente para el
meditabundo muchacho. De pronto se encontró en Temple Bar, lo más
lejos de su casa que había llegado nunca en aquella dirección.
Detúvose a reflexionar un momento y en seguida volvió a sus
imaginaciones y atravesó las murallas de Londres. El Strand había
cesado de ser camino real en aquel entonces y se consideraba como
calle, aunque de construcción desigual, pues si bien había una
hilera bastante compacta de casas a un lado, al otra sólo se veían
unos cuantos edificios grandes desperdigados: palacios de ricos
nobles con amplios y hermosos parques que se extendían hasta el
río; parques que ahora están encajonados por horrendas fincas de
ladrillo y piedra.
Tom descubrió Charing Village y descansó ante la hermosa cruz
construida allí por un afligido rey de antaño; luego descendió por
un camino hermoso y tranquilo, más allá del magnífico palacio del
gran cardenal, hacia otro palacio mucho más grande y majestuoso: el
de Westminster. Tom miraba azorado la gran mole de mampostería, las
extensas alas, los amenazadores bastiones y torrecillas, la gran
entrada de piedra con sus verjas doradas y su magnífico arreo de
colosales leones de granito, y los otros signos y emblemas de la
realeza inglesa. ¿Iba a satisfacer, al, fin, el anhelo de su alma?
Aquí estaba, en efecto, el palacio de un rey. ¿No podría ser que
viera a un príncipe –a un príncipe de carne y hueso– si lo quería
el cielo?
A cada lado de la dorada verja se levantaba una estatua
viviente, es decir, un centinela erguido, imponente e inmóvil,
cubierto de pies a cabeza con bruñida armadura de acero. A
respetuosa distancia estaban muchos hombres del campo y de la
ciudad, esperando cualquier destello de realeza que pudiera
ofrecerse. Magníficos carruajes, con principalísimas personas
dentro, y no menos espléndidos lacayos fuera, llegaban y partían
por otras soberbias puertas que daban paso al real recinto. El
pobre pequeño Tom, cubierto de andrajos, se acercó con el corazón
palpitante y mayores esperanzas empezaba a escurrirse lenta y
cautamente por delante de los centinelas, cuando de pronto divisó,
– a través de las doradas verjas, un espectáculo que casi lo hizo
gritar de alegría. Dentro se hallaba un apuesto muchacho, curtido y
moreno por los ejercicios y juegos al aire libre, cuya ropa era
toda de seda y raso, resplandeciente de joyas. Al cinto traía
espada y daga ornadas de piedras preciosas, en los pies finos
zapatos de tacones rojos y en la cabeza una airosa gorra carmesí
con plumas sujetas por un cintillo grande y reluciente. Cerca
estaban varios caballeros de elegantes trajes, seguramente sus
criados. ¡Oh!, era un príncipe –un príncipe, ¡un príncipe de
verdad, un príncipe viviente–, sin sombra de duda! ¡Al fin había
respondido el cielo a las preces del corazón del niño mendigo!
El aliento se le aceleraba y entrecortaba de entusiasmo, y se le
agrandaban los ojos de pasmo y deleite.
Todo en su mente abrió paso al instante a un deseo, el de
acercarse al príncipe y echarle una mirada larga y devoradora.
Antes de darse cuenta ya estaba con la cara pegada a las barras de
la verja. Al momento, uno de los soldados lo arrancó violentamente
de allí y lo mandó dando vueltas contra la muchedumbre de
campesinos boquiabiertos y de londinenses ociosas. El soldado
dijo:
–¡Cuidado con los modales, tú, pordioserillo!
La multitud, se burló y rompió en carcajadas; mas el joven
príncipe saltó hacia la verja, con el rostro encendido, sus ojos
fulgurando de indignación, y exclamó:
–¡Cómo osas tratar así a un pobre chico! ¡Cómo osas tratar así
aun al más humilde vasallo del rey mi padre! ¡Abre las verjas y
déjale entrar!
Deberíais de haber visto entonces a aquella veleidosa
muchedumbre arrancarse el sombrero de la cabeza. La deberíais de
haber oído aplaudir y gritar: "¡Viva el Príncipe de Gales!"
Los soldados presentaron armas con sus alabardas, abrieron las
verjas y volvieron a presentar armas cuando el pequeño Príncipe de
la Pobreza entró con sus andrajos ondulando, a estrechar la mano
del Príncipe de la Abundancia Ilimitada.
Eduardo Tudor dijo:
–Parécesete cansado y hambriento. Te han tratado injustamente.
Ven conmigo.
Media docena de circunstantes se abalanzaron a –no sé qué—… ,
–sin duda a interferir. Mas fueron apartados mediante regio ademán,
y se quedaron clavados inmóviles donde estaban, como otras tantas
estatuas. Eduardo se llevó a Tom a una rica estancia en el palacio,
que llamaba su gabinete. A su mandato trajeron una colación como
Tom no había encontrado jamás, salvo en los libros. El príncipe,
con delicadeza y maneras principescas, despidió a los criados para
que su humilde huésped no se sintiera cohibido con su presencia
criticona; luego se sentó cerca de Tom a hacer preguntas mientras
aquél comía:
–¿Cuál es tu nombre, muchacho? Tom Canty, para serviros,
señor.
–Raro es. ¿Dónde vives?
–En la ciudad, señor, para serviros. En Offal Court, más allá de
Pudding Lane.
–¡En Offal Court! Raro es también este otro. ¿Tienes padres?
–Padres tengo, señor, y una abuela, además, a la que quiero
poco, Dios me perdone si es ofensa decirlo, también hermanas
gemelas, Nan y Bet.
–De manera que tu abuela no es muy bondadosa contigo.
–Ni con nadie, para que sea servida Vuestra Merced. Tiene un
corazón perverso y maquina siempre la maldad.
–¿Te maltrata?
–Hay veces que detiene la mano, estando dormida o vencida por la
bebida; pero en cuanto tiene claro el juicio me lo compensa, con
buenas palizas.
Una fiera mirada asomó a los ojos del principito, y exclamó:
–¡Cómo! ¿Palizas?
–Por cierto que sí, si os place, señor.
–¡Palizas! Y tú tan frágil y pequeño. Escucha: al caer la noche
tu abuela entrará a la Torre. El rey, mi padre…
–En verdad, señor, olvidáis su baja condición. La Torre es sólo
para los grandes.
–Cierto. No había pensado en eso. Consideraré su castigo. ¿Es
bueno tu padre para contigo?
–No más que la abuela Canty, señor.
–Tal vez los padres sean parecidos. El mío no tiene dulce
temperamento. Golpea con mano pesada pero conmigo se refrena. A
decir verdad, no siempre me perdona su lengua. ¿Cómo te trata tu
madre?
–Ella es buena, señor, y no me causa amarguras ni sufrimientos
de ninguna clase. En eso Nan y Bet son como ella.
¿Qué edad tienen?
–Quince años, que os plazca, señor.
–Lady Isabel, mi hermana, tiene catorce, y lady Juana Grey, mi
prima, es de mi misma edad, y gentil y graciosa, además, pero mi
hermana lady María, con su semblante triste y… Oye: ¿Prohíben tus
hermanas a sus criadas que sonrían para que no destruya sus almas
el pecado?
–¿Ellas? ¡Oh! ¿Creéis que ellas tienen criadas?
El pequeño príncipe contempló al pequeño mendigo con gravedad un
momento; luego dijo:
–¿Por qué no? ¿Quién las ayuda a desvestirse por la noche?
¿Quién las viste cuando se levantan?
–Nadie, señor. ¿Querrías que se quitaran su vestido y durmieran
sin él, como los animales?
–¿Su vestido? ¿Sólo tienen uno?
–¡Oh!, buen señor, ¿qué harían con más? En verdad no tienen dos
cuerpos cada una.
–Esa es una idea curiosa y maravillosa. Perdóname, no he tenido
intención de reírme. Pero tus buenas Nan y Bet tendrán sin tardar
ropas y sirvientes, y ahora mismo. Mi mayordomo cuidará de ello.
No, no me lo agradezcas; no es nada. Hablas bien; con gracia
natural. ¿Eres instruido?
–No sé si lo soy o no, señor. El buen sacerdote que se llama
padre Andrés, me enseñó, bondadosamente, en sus libros.
–¿Sabes el latín?
–Escasamente, señor.
–Apréndelo, muchacho: sólo es difícil al principio. El griego es
más difícil, pero ni éstas ni otras lenguas son difíciles, creo,
para lady Isabel y para mi prima. ¡Tendrías que oírlo a estas
damiselas! Pero cuéntame de tu Offal Court. ¿Es agradable tu vida
allí?
–En verdad, sí, señor, salvo cuando uno tiene hambre. Hay
títeres y monos –¡oh, qué criaturas tan travieras y qué gallardas
van vestidas!–, y hay comedias en que los comediantes gritan y
pelean hasta caer muertos todos; es tan agradable de ver, y cuesta
sólo una blanca aunque es muy difícil conseguir la blanca.
–Cuéntame más.
–Nosotros, los muchachos de Offal Court, luchamos unos con otros
con un garrote, al modo de aprendices, señor.
Los ojos del príncipe centellearon. Dijo:
–A fe mía, esto no me desagradaría. Cuéntame más.
–Jugamos carreras, señor, para ver quién de nosotros será el más
veloz.
–También esto me gustaría. Sigue.
–En verano, señor, vadeamos y nadamos en los canales y en el
río, y cada uno chapuza a su vecino, y lo salpica de agua, y se
sumerge, y grita, y se revuelca, y…
–Valdría el reino de mi padre disfrutarlo aunque fuera una vez.
Te ruego que prosigas.
–Danzamos y cantamos en torno al mayo en Cheapside; jugamos en
la arena, cada uno cubriendo a su vecino; a veces hacemos pasteles
de barro –ah, el hermoso barro, no tiene par en el mundo para
divertirse–; nos revolcamos primorosamente en el señor, con perdón
de Vuestra Merced.
–¡Oh!, te ruego que no digas más. ¡Es maravilloso! Si pudiera
vestir ropa como la tuya, desnudar mis pies y gozar en el barro una
vez tan solo, sin nadie que me censure y me lo prohíba, me parece
que renunciaría a la corona.
–Y si yo pudiera vestirme una vez, dulce señor, como vos vais
vestido; tan sólo una vez…
–¡Ah! ¿Te gustaría? Pues así será. Quítate tus andrajos y ponte
estas galas, muchacho. Es una dicha breve, pero no por ello menos
viva. Lo haremos mientras podamos y nos volveremos a cambiar antes
de que alguien venga a molestamos.
Pocos minutos más tarde, el pequeño Príncipe de Gales estaba
ataviado con los confusos andrajos de Tom, y el pequeño Príncipe de
la Indigencia estaba ataviado con el vistoso plumaje de la realeza.
Los dos fueron hacia un espejo y se pararon uno junto al otro, y,
¡hete aquí, un milagro: no parecía que se hubiera hecho cambio
alguno! Se miraron mutuamente –con asombro, luego al espejo, luego
otra vez uno al otro. Por fin, el perplejo principillo dijo:
–¿Qué dices a esto?
–¡Ah, Vuestra Merced, no me pidáis que os conteste! No es
conveniente que uno de mi condición lo diga.
–Entonces lo diré yo. Tienes el mismo pelo, los mismos ojos, la
misma voz y porte, la misma figura y estatura, el mismo rostro y
continente que yo. Si saliéramos desnudos públicamente, no habría
nadie que pudiera decir quién eras tú y quién el Príncipe de Gales.
Y ahora que estoy vestido como tú estabas vestido, me parece que
podría sentir casi lo que sentiste cuando ese brutal soldado…
Espera ¿no es un golpe lo que tienes en la mano?
–Sí, pero es cosa ligera, y Vuestra Merced sabe muy bien que el
pobre soldado…
–¡Silencio! Ha sido algo vergonzoso .y cruel –exclamó el pequeño
príncipe golpeando con su pie desnudo–. Si el rey… ¡No des un paso
hasta que yo vuelva! ¡Es una orden!
En un instante agarró y guardó un objeto de importancia nacional
que estaba sobre la mesa, y atravesó la puerta, volando por los
jardines del palacio, con sus andrajos tremolando, con el rostro
encendido y los ojos fulgurantes: Tan pronto llegó a la verja, asió
los barrotes e intentó sacudirlos gritando:
–¡Abrid! ¡Desatrancad las verjas!
El soldado que había maltratado a Tom obedeció prontamente;
cuando el príncipe se precipitó a través de la puerta, medio
sofocado de regia ira, el soldado le asestó una sonora bofetada en
la oreja, que lo mandó rodando al camino.
–Toma eso –le dijo–, tú, pordiosero, por lo que me ganaste de Su
Alteza.
La turba rugió de risa. El príncipe se levanto del lodo y se
abalanzó al centinela, gritando:
–Soy el Príncipe de Gales, mi persona es sagrada. Serás colgado
por poner tu mano sobre mí.
El soldado presentó armas con la alabarda y dijo
burlonamente:
–Saludo a Vuestra graciosa Alteza. Y colérico: ¡Lárgate, basura
demente!
Entonces la regocijada turba rodeó al pobre principito y lo
empujó camino abajo, acosándolo– y gritando: "¡Paso a Su Alteza
Real!, ¡paso al Príncipe de Gales!"