Navidad en las montañas

Ignacio Manuel Altamirano


Publicado: 1871
Categoría(s): Ficción, Histórico

Capítulo 1 Anochecer en las montañas

El sol se ocultaba ya; las nieblas ascendían del profundo seno de los valles; deteníanse un momento entre los obscuros bosques y las negras gargantas de la cordillera, como un rebaño gigantesco; después avanzaban con rapidez hacia las cumbres; se desprendían majestuosas de las agudas copas de los abetos e iban por último a envolver la soberbia frente de las rocas, titánicos guardianes de la montaña que habían desafiado allí, durante millares de siglos, las tempestades del cielo y las agitaciones de la tierra.

Los últimos rayos del sol poniente franjaban de oro y de púrpura estos enormes turbantes formados por la niebla, parecían incendiar las nubes agrupadas en el horizonte, rielaban débiles en las aguas tranquilas del remoto lago, temblaban al retirarse de las llanuras invadidas ya por la sombra, y desaparecían después de iluminar con su última caricia la obscura cresta de aquella oleada de pórfido.

Los postreros rumores del día anunciaban por dondequiera la proximidad del silencio. A lo lejos, en los valles, en las faldas de las colinas, a las orillas de los arroyos, veíanse reposando quietas y silenciosas las vacadas; los ciervos cruzaban como sombras entre los árboles, en busca de sus ocultas guaridas; las aves habían entonado ya sus himnos de la tarde, y descansaban en sus lechos de ramas; en las rozas se encendía la alegre hoguera de pino, y el viento glacial del invierno comenzaba a agitarse entre las hojas.

Capítulo 2 Navidad

La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es decir, que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los pueblos cristianos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?

Yo ¡ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne, en medio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendo mis sentidos, embargados poco ha por la admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi dolorosa meditación, y encerrándome en un religioso recogimiento, evoqué todas las dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se despertaron alegres como un enjambre de bulliciosas abejas y me transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia humilde y piadosa, ora al centro de populosas ciudades, donde el amor, la amistad y el placer en delicioso concierto, habían hecho siempre grata para mi corazón esa noche bendita.

Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegres habitantes celebraban a porfía con bailes, cantos y modestos banquetes la Nochebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus Nacimientos y animadas por la alegría de la familia: recordaba la pequeña iglesia iluminada, dejando ver desde el pórtico el precioso Belén, curiosamente levantado en el altar mayor: parecíame oir los armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruido, convocando a los fieles a la misa de gallo, y aun escuchaba con el corazón palpitante la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre, excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aun sentía la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio. Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se precipitaba en la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme admirando la hermosura de las imágenes, el portal resplandeciente con la escarcha, el semblante risueño de los pastores, el lujo deslumbrador de los Reyes magos, y la iluminación espléndida del altar. Aspiraba con delicia el fresco y sabroso aroma de las ramas de pino, y del heno que se enredaba en ellas, que cubría el barandal del presbiterio y que ocultaba el pie de los blandones. Veía después aparecer al sacerdote revestido con su alba bordada, con su casulla de brocado, y seguido de los acólitos, vestidos de rojo con sobrepellices blanquísimas. Y luego, a la voz del celebrante, que se elevaba sonora entre los devotos murmullos del concurso, cuando comenzaban a ascender las primeras columnas de incienso, de aquel incienso recogido en los hermosos árboles de mis bosques nativos, y que me traía con su perfume algo como el perfume de la infancia, resonaban todavía en mis oídos los alegrísimos sones populares con que los tañedores de arpas, de bandolinas y de flautas, saludaban el nacimiento del Salvador. El Gloria in excelsis, ese cántico que la religión cristiana poéticamente supone entonado por ángeles y por niños, acompañado por alegres repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz de los muchachos de coro, parecía transportarme con una ilusión encantadora al lado de mi madre, que lloraba de emoción, de mis hermanitos que reían, y de mi padre, cuyo semblante severo y triste parecía iluminado por la piedad religiosa.

Capítulo 3 Las posadas

Y después de un momento en que consagraba mi alma al culto absoluto de mis recuerdos de niño, por una transición lenta y penosa, me trasladaba a México, al lugar depositario de mis impresiones de joven.

Aquél era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extraños; pero extraños que eran mis amigos, la bella joven por quien sentí la vez primera palpitar mi corazón enamorado, la familia dulce y buena que procuró con su cariño atenuar la ausencia de la mía.

Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía. Era una fiesta que aun me causaba vértigo.

Capítulo 4 Soy capitán

Pero volviendo de aquel encantado mundo de los recuerdos a la realidad que me rodeaba por todas partes, un sentimiento de tristeza se apoderó de mí.

¡Ay! había repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros de la infancia y de la juventud; pero ésta se alejaba de mí a pasos rápidos, y el tiempo que pasó al darme su poético adiós hacía más amarga mi situación actual.

¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y un suspiro de angustia respondía a cada una de estas preguntas que me hacía, soltando las riendas a mi caballo, que continuaba su camino lentamente.

Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de montañas solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una víctima de las pasiones políticas, e iba tal vez en pos de la muerte, que los partidarios en la guerra civil tan fácilmente decretan contra sus enemigos.

Ese día cruzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado por enormes abismos y por bosques colosales, cuya sombra interceptaba ya la débil luz crepuscular. Se me había dicho que terminaría mi jornada en un pueblecillo de montañeses hospitalarios y pobres, que vivían del producto de la agricultura, y que disfrutaban de un bienestar relativo, merced a su alejamiento de los grandes centros populosos, y a la bondad de sus costumbres patriarcales.

Ya se me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado, después de un día de marcha fatigosa: el sendero iba haciéndose más practicable, y parecía descender suavemente al fondo de una de las gargantas de la sierra, que presentaba el aspecto de un valle risueño, a juzgar por los sitios que comenzaba a distinguir, por los riachuelos que atravesaba, por las cabañas de pastores y de vaqueros que se levantaban a cada paso al costado del camino, y en fin, por ese aspecto singular que todo viajero sabe apreciar aun al través de las sombras de la noche.

Algo me anunciaba que pronto estaría dulcemente abrigado bajo el techo de una choza hospitalaria, calentando mis miembros ateridos por el aire de la montaña, al amor de una lumbre bienhechora, y agasajado por aquella gente ruda, pero sencilla y buena, a cuya virtud debía yo desde hacía tiempo inolvidables servicios.

Mi criado, soldado viejo, y por lo tanto acostumbrado a las largas marchas y al fastidio de las soledades, había procurado distraerse durante el día, ora cazando al paso, ora cantando, y no pocas veces hablando a solas, como si hubiese evocado los fantasmas de sus camaradas del regimiento.

Entonces se había adelantado a alguna distancia para explorar el terreno, y sobre todo, para abandonarme con toda libertad a mis tristes reflexiones.

Repentinamente lo ví volver a galope, como portador de una noticia extraordinaria.

—¿Qué hay, González? —le pregunté.