9788498978032.jpg

Gaspar Núñez de Arce

Recuerdos
de la campaña
de África

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-29-7.

ISBN ebook: 978-84-9897-803-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

España y Europa 7

El nuevo modelo de colonización 8

La idea del progreso 9

A mi amigo don Manuel Rodríguez,
en prueba de afectuoso cariño 11

I 13

II 20

III 28

IV 34

V 42

VI 48

VII 58

VIII 66

IX 75

X 84

XI 92

XII 101

Libros a la carta 111

Brevísima presentación

La vida

Gaspar Núñez de Arce (Valladolid, 1834-Madrid, 1903). España.

Nació el 4 de agosto de 1834 y poco después su familia se fue a vivir a Toledo. En 1851 se fue a Madrid, trabajó como redactor en El Observador, uno de los periódicos más importantes de la época y fue corresponsal de La Iberia durante la guerra de África.

Más tarde se afilió a la Unión Liberal y fue gobernador de Logroño y diputado por Valladolid. Tras pasar un tiempo confinado en Cáceres por orden de Narváez, se trasladó a Barcelona, y fue gobernador civil durante la Revolución de 1868. A partir de 1871 se desempeñó como senador, consejero de Estado, secretario de la presidencia de gobierno y ministro de exteriores.

Nuñez de Arce murió en Madrid el 19 de julio de 1903.

España y Europa

Uno de los principales argumentos de Núñez de Arce para justificar la guerra entre Marruecos y España, en el 1859, es el «respeto» que ganará España ante Europa:

Para entrar dignamente en Europa, en el sentido diplomático de esta frase, éranos de todo punto indispensable pasar por África; levantar el pensamiento por encima de nuestras agitaciones intestinas, para lanzarle con el supremo esfuerzo de nuestros soldados, valerosos, sí, pero desconocidos del mundo, sobre esas salvajes costas que se divisan desde nuestras playas, en las tardes serenas del estío ¡nadie sabe si como una amenaza o como una aspiración!

Se trata de una guerra cuyos efectos mediáticos deberían favorecer a España y a la visión que de ella tendrían el resto de los países europeos. Numerosos observadores militares de las grandes potencias occidentales acudieron para seguir de cerca los movimientos de los contendientes:

Confieso ingenuamente que la cuestión de África no se ha discutido, se ha sentido; al primer anuncio de guerra se removieron en sus tumbas las cenizas de nuestros antepasados, y el espíritu de raza que pasa de generación en generación como un río por su cauce, sin agotar nunca sus ondas, encendió la sangre en nuestras venas, y aceleró los latidos de todos los corazones. Yo seguí con júbilo el impulso general, no solo porque resonaba en mi alma como en la del pueblo la arrebatadora voz de nuestras cristianas tradiciones, sino porque conocía, según antes he dicho, que era preciso reconquistar con un golpe atrevido la consideración de Europa, acostumbrada a mirar en nosotros la España de las guerras civiles, de los pronunciamientos, de las crisis ministeriales, del desgobierno; una España, en fin, pobre, extenuada, falta de aliento, envilecida, incapaz de blandir la antigua espada de sus héroes, y de turbar con un rasgo de audacia el largo sueño de su gloria.

El nuevo modelo de colonización

Parecía necesario a la conciencia de la época borrar el estigma de la «leyenda negra» del colonialismo y adoptar una actitud de respeto ante la religión del enemigo:

En mis excursiones por la plaza, procuré en vano penetrar en una Mezquita. Respetando como era debido el sentimiento religioso de los moros, el general en jefe había prohibido la entrada en los templos mahometanos a todos cuantos no profesasen la ley del Profeta y practicaran su culto. Hizo bien, porque nada más digno de consideración que la fe de los pueblos y el santuario de la conciencia; y aun cuando la determinación suya me privó del gusto de conocer los ritos de los creyentes, no cesaré de aplaudirla, porque debió revelar a los ojos de Europa que no veníamos aún como en pasados tiempos a arrancar la creencia de ningún corazón con la punta de la espada.

Y esta nueva actitud ante los colonizados, no exenta en ocasiones de racismo, será un referente en la afirmación política de una conciencia ecuménica marcada por la idea de que Europa es el motor de la «civilización».

La idea del progreso

Asimismo España se sentía impulsada por la «idea del progreso» y los cronistas de esta guerra insisten en las tecnologías implantadas por los españoles en Marruecos: periódicos, telégrafos, artillería moderna y todo tipo de gadgets que dan a las tropas peninsulares una agradable y gratuita sensación de superioridad:

Por la tarde acompañoles a ver el telégrafo eléctrico que se había establecido desde la aduana hasta el alojamiento del general, en la casa de un moro riquísimo que había sido cónsul marroquí en Gibraltar, llamado Er-Sini. No excitó gran cosa la atención de los enviados de Muley-el-Abbas el aparato del telégrafo, lo cual se comprende muy bien, porque su inteligencia no estaba lo suficientemente preparada para entender y admirar estos maravillosos adelantos de la civilización. Además, como hijos de un pueblo casi primitivo, no podían sentir la imperiosa necesidad de vivir años en minutos, ni ardía su sangre con la fiebre que agita a las razas europeas, ávidas de emociones, de cambios, de peripecias, y deseosas, no solo de devorar el espacio, sino de escalar el cielo. ¿Qué importaba a los habitantes de las montañas o de los desiertos de África, acercarse antes o después al término de su camino? ¿Qué ganaban con saber más o menos pronto noticias que nada decían ni a su ambición, ni a su interés ni a su alma?

A mi amigo don Manuel Rodríguez,
en prueba de afectuoso cariño

El autor

I

Algo más de medio siglo hace que España se levantó del sepulcro en que yacía, y durante este espacio de tiempo han aparecido, han bullido, han pasado, han vuelto a aparecer con distintos trajes y en ocasiones diferentes, multitud de hombres, de sistemas, de partidos y de instituciones, como los delirios de la fiebre, como los actores y decoraciones de un teatro como un mundo de fantásticos sueños. Agarrados a las crines de la política, de ese caballo desbocado que lleva al país precipitada y vertiginosamente a través de abismos insondables, desde la revolución a la reacción, hombres, instituciones, sistemas y partidos han adelantado y vivido sin descansar años en horas, como Pecopin en el corcel del diablo. ¡Qué carreras y que transformaciones! En un mismo día hemos visto cruzar ante nuestros ojos a un mismo hombre ostentando alternativamente el gorro frigio, el chacó de miliciano y el sombrero apuntado de palaciego; hemos visto víctimas convertidas en verdugos, y verdugos convertidos en víctimas; hemos asistido a la monstruosa y rápida representación de un drama shakesperiano y de un entremés burlesco, ambos revueltos y entremezclados. ¿Qué imaginación no está cansada de tantos enredos, peripecias, chistes, lágrimas, héroes, mártires y tránsfugas como han llenado de confusión y ruido la escena? ¿Quién no se siente aturdido con tantos personajes y sucesos, con tantas elevaciones y caídas como ofrece el abigarrado al par que turbulento cuadro de nuestra historia contemporánea? Ha habido acontecimientos a medida de todos los gustos y de todos los deseos; guerras nacionales, invasiones, guerras civiles, regencias, combates en mar y tierra, constituciones, absolutismo, calabozos, destierros, patíbulos, tormentos, tumultos populares, insurrecciones militares, intrigas de cuartel, intrigas de palacio, asambleas avanzadas y retrógradas, pronunciamientos, asesinatos jurídicos, escarapelas, músicas, canciones, palizas, procesiones y arcos de triunfo: nada, nada ha faltado a este medio siglo, que ha sido al mismo tiempo una sátira y una epopeya.

Digo mal: faltábale para ser completamente grande, un sacudimiento nacional que no dejase en nuestra historia remordimiento alguno; una página elocuente que no estuviese escrita con la hiel de nuestras discordias y la sangre de la patria, herida siempre por sus propios hijos. Necesitábase que la energía de nuestra raza, gastada en estériles contiendas, rompiese las mezquinas ligaduras con que pretendían sujetarla los partidos, y se desplegara fuera; allí donde la llaman sus tradiciones, sus deseos, sus esperanzas, tal vez sus errores mismos. Para entrar dignamente en Europa, en el sentido diplomático de esta frase, éranos de todo punto indispensable pasar por África; levantar el pensamiento por encima de nuestras agitaciones intestinas, para lanzarle con el supremo esfuerzo de nuestros soldados, valerosos, sí, pero desconocidos del mundo, sobre esas salvajes costas que se divisan desde nuestras playas, en las tardes serenas del estío ¡nadie sabe si como una amenaza o como una aspiración!

Y este vigoroso sacudimiento estremeció las fibras de España cuando acaso se esperaba menos. No entraré en aclaraciones sobre si la guerra se anticipó, o sobre su conveniencia en el orden material, porque no es este el objeto que pone la pluma en mis manos. Confieso ingenuamente que la cuestión de África no se ha discutido, se ha sentido; al primer anuncio de guerra se removieron en sus tumbas las cenizas de nuestros antepasados, y el espíritu de raza que pasa de generación en generación como un río por su cauce, sin agotar nunca sus ondas, encendió la sangre en nuestras venas, y aceleró los latidos de todos los corazones. Yo seguí con júbilo el impulso general, no solo porque resonaba en mi alma como en la del pueblo la arrebatadora voz de nuestras cristianas tradiciones, sino porque conocía, según antes he dicho, que era preciso reconquistar con un golpe atrevido la consideración de Europa, acostumbrada a mirar en nosotros la España de las guerras civiles, de los pronunciamientos, de las crisis ministeriales, del desgobierno; una España, en fin, pobre, extenuada, falta de aliento, envilecida, incapaz de blandir la antigua espada de sus héroes, y de turbar con un rasgo de audacia el largo sueño de su gloria.

¡Con cuánto gozo comprendí que no me había equivocado en mis cálculos y esperanzas, cuando pude ver todo el alcance del sentimiento público en la famosa sesión del 20 de octubre, magnífico y majestuoso prólogo de una campaña señalada por una serie de no interrumpidas victorias! ¡Qué momentos aquellos! Una multitud tan impaciente como entusiasta, poblaba las tribunas del Congreso y se agitaba movida por una misma idea en las avenidas del templo de la representación nacional, donde debían resolverse nuestras dudas y nuestros destinos. Cuando el ministerio ocupó su escaño, un silencio profundo, un recogimiento solemne reinaron en el salón; hubieran podido contarse los latidos de todos los corazones que asistían a aquella memorable escena, y que se confundían en un mismo deseo: ¡La guerra! Así es que apenas pronunció esta palabra el presidente del Consejo de ministros, después de haber expuesto la inutilidad de las tentativas que para afirmar la paz se habían hecho, una salva de aplausos y vivas, prolongada, casi borrascosa inundó el espacio; como que aplaudían con nuestras manos y victoreaban con nuestro acento los ilustres varones de Covadonga, de las Navas, de Granada y de Lepanto, las preocupaciones de raza, el sentimiento de la dignidad ultrajada y las inflexibles exigencias de la historia. No podía menos de encontrar eco la mágica palabra que nos convocaba a la guerra contra el poder mahometano, allí donde las sagradas imágenes de Pelayo, de Guzmán el Bueno, del Cid y de Isabel la Católica, fielmente representadas por el encanto del arte, parecían animarnos a la próxima contienda con el prestigio de sus nombres y el recuerdo de sus triunfos. No referiré lo que entonces pasó en las Cortes: mis lectores se acordarán mejor que yo de los elocuentes discursos que se pronunciaron entre los frenéticos gritos de la concurrencia, así como del sacrificio que casi todos los partidos hicieron de sus odios en las aras de la patria, y no digo, todos, porque un, suceso reciente, o más bien, un crimen inesperado ha venido a demostrar que en aquellos momentos de unión nacional, no faltaba alguno bastante ingrato para aguzar, entre las sombras del misterio, el puñal de la traición y de la venganza. La guerra que había sido una aspiración generosa, se convirtió en un hecho real y positivo con la declaración de las Cortes; el soldado, aprestó sus armas para el combate cercano; el rico, ofreció su hacienda; la mujer, hilas para los heridos y lágrimas para los muertos; el pobre su vida; el patriotismo, sus recursos y el entusiasmo, su sangre.

Perdónenme mis lectores si antes de narrar a grandes rasgos los celebrados hechos de esta campaña, tan admirablemente inaugurada, he molestado su atención con la anterior reseña; pero he creído oportuno consagrar algunas líneas a la actitud del pueblo, desinteresada y noble, para poder apreciar debidamente los inmensos sacrificios del ejército, digno depositario de las glorias y esperanzas de la nación.

Daré, pues, principio a mi tarea.

Animado por el belicoso espíritu que dominaba en toda España partí para África a principios de noviembre. Atravesé lleno de febril impaciencia las áridas y secas llanuras de la Mancha, ocupadas todavía con la inmortal memoria de don Quijote, que tal vez reprende con delicada ironía el carácter de nuestra raza, tan locamente aventurero y caballeroso, y a la mañana del siguiente día di vista al mar en las bulliciosas playas de Alicante.

¡Cómo expresar el sentimiento que se apoderó de mí en aquella ocasión, en presencia del Mediterráneo, vivificado con el recuerdo de tantos héroes y de tantos genios! Sus azuladas aguas besan las arenas de la Grecia y de la Siria; de la patria de los dioses paganos y de la cuna del Divino Salvador del mundo; la región de la poesía y la región de la verdad; la fuente del placer santificado y el lugar donde por vez primera el dolor y el martirio se elevaron al cielo. Italia y España también reciben los halagos de sus ondas en cada una de las cuales parece, como que resuena un himno de la antigüedad. ¿Quién no cree aún ver surgir del seno de ese mar las sombras de sus dioses marinos coronados de algas? ¿Quién no ve entre la bruma las imágenes vaporosas de sus ninfas? ¿Quién no escucha entre el rumor de las aguas el incitante canto de las sirenas? El genio ya extinguido de la Grecia, dio en otro tiempo vida y animó con la poderosa inspiración de sus poetas todos los escollos, todos los peñascos, todas las costas, todas las olas del Mediterráneo. Más grande la creación que el criador, ha resistido, así las tempestades de la guerra como el empuje de los años, y todavía cruza Neptuno en su carro de conchas las misteriosas soledades del mar.

Pero si la Grecia pobló de dioses esas ondas, España las ha poblado de héroes. La cristiandad amenazada de muerte por el poderío turco, debió la libertad al valeroso brazo de don Juan de Austria en las aguas de Lepanto. No hay ola que no arrastre sangre nuestra vertida en defensa de Dios y de la Europa ingrata, ni costa que no conserve algún recuerdo de nuestra gloria y nuestra desventura.

¿Y quién es capaz de adivinar los destinos que la Providencia nos reserva en ese mar que se extiende como un lago entre las más fértiles y hermosas comarcas del mando? ¿Quién sabe si esas olas que van y vienen de África, como enseñándonos el camino, llevarán algún día por completo, cuando seamos más fuertes y vigorosos, la luz y la civilización en nombre de España a aquella pavorosa región de las tinieblas y la barbarie?

El mismo día de mi llegada a Alicante me embarqué para Cádiz, donde me llamaban la impaciencia y el deseo. Todo el tiempo que duró mi navegación, lo pasé agradablemente entretenido contemplando con el cariño de hijo y el sentimiento de artista, las pintorescas y montañosas costas de España, doradas a veces por los brillantes rayos del Sol, y a veces también medio veladas en los contornos de la sombra. Desde el mar vi a lo lejos las caprichosas cumbres de Sierra-Nevada, coronadas de niebla; los blancos pueblecillos de la costa andaluza, tendidos en la playa como conchas arrojadas por la marea; Málaga, la ciudad del comercio, y Cádiz la ciudad de la inspiración.

Al verla, brotando de las aguas, transparente como la espuma, gallarda como una de esas aves marinas que se mecen sobre las ondas, comprendí y admiré el sentimiento que ha inspirado a todos los poetas y la avara codicia con que la miran todos los pueblos, desde la antigüedad más remota. ¡Es tan bella y tan rica!

Cádiz entonces como Algeciras, Málaga y el Puerto de Santa María, estaba convertida en un campamento. Por todas partes circulaban soldados animados del mayor entusiasmo, deseando verter su sangre, en defensa de la honra nacional, y por todas partes, eran acogidos con júbilo, con amor, con frenética alegría. Apresurábanse los vecinos a alojar en sus casas a los futuros vencedores de África, a obsequiarlos, a inspirarlos confianza en la empresa que iban a acometer para crédito de España y fama suya. Las mujeres, los ancianos, los niños, todos, en fin, les alentaban con cariñosa solicitud, y por donde quiera que pasaban, no oían más que un solo grito: ¡Guerra al moro! ¡Venganza contra los desleales sectarios de Mahoma! El patrón que les acogía en el hogar doméstico, la mujer que los amaba, el niño que jugaba en sus rodillas, el anciano que les bendecía llorando, sus padres, sus madres, sus hermanos, sus amigos, todos cifraban en ellos su confianza, todos les empujaban hacia el heroísmo. ¡Oh! hubieran sido indignos del nombre de españoles, si no hubiesen sabido corresponder, como han correspondido, al unánime sentimiento de la patria.

El 19 de noviembre, poco después de mi llegada a Cádiz, donde residían el cuartel general y el segundo cuerpo de ejército, mandado entonces por el general Zabala, los batallones que componían la vanguardia expedicionaria, acantonados en Algeciras, pasaron a África para mantener por espacio de algunos días una lucha desigual y titánica con los hombres, con el clima, con las tempestades, con la epidemia, con la naturaleza entera.