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Emilia Pardo Bazán

Cuentos sacroprofanos

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9953-821-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-754-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

«La Borgoñona» 11

I 11

II 17

La sed de Cristo 24

Las tijeras 28

El palacio de Artasar 33

El niño de San Antonio 37

La máscara 41

Miguel y Jorge 47

Corpus 51

El cuarto... 53

El martirio de sor Bibiana 57

Los hilos 60

Posesión 64

La lógica 69

El aviso 73

Sequía 78

Desde afuera 83

El pecado de Yemsid 87

«Omnia Vincit» 91

La penitencia de Dora 96

Ceniza 100

Las cerezas 103

El Santo Grial 107

El talismán 111

Reconciliación 117

La moneda del mundo 121

Entrada de año 123

Tiempo de ánimas 127

El antepasado 131

La comedia piadosa 135

I. Casuística 137

II. Cuaresmal 143

III. La conciencia de «Malvita» 146

IV. Los huevos pasados 150

La operación 152

Crimen libre 156

Cuento inmoral 162

Travesura Pontificia 166

Vidrio de colores 172

El peregrino 176

Desde allí 182

Libros a la carta 187

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

«La Borgoñona»

El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quedéme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecía escandalosa a la edad presente. Porque hartas veces observo que hemos crecido, si no en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayasen sus frases e interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta propia metáfora, barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo pernicioso y de incurrir en grandísima herejía.

Pero acontece que si llega a agradarnos o a producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cula el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que —escrúpulos a un lado— voy a contar, no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores caprichosamente iluminadas, o a modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh, quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista para empezar diciendo: «¡En el nombre del Padre...!»

I

Eran muchos, muchos años o, por mejor decir, muchos siglos hace; el tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias tierras de Europa, exhortando a la pobreza y a la penitencia, enviaba sus discípulos por todas partes a continuar la predicación del Evangelio.

Los pueblecitos y lugarejos de Italia y Francia estaban acostumbrados ya a ver llegar misioneros peregrinos, de sayal corto y descalzos pies, que se iban derechos a la plaza pública y, encaramándose sobre una piedra o sobre un montón de escombros, pronunciaban pláticas fogosas, condenando los vicios, increpando a los oyentes por su tibieza en amar a Dios. Bajábanse después del improvisado púlpito y los aldeanos se disputaban el honor de ofrecerles hospitalidad, lumbre y cena.

No obstante, en las inmediaciones de Dijón existía una granja aislada, a cuya puerta no había llamado nunca el peregrino ni el misionero. Desviada de toda comunicación, solo acudían allí tratantes dijonenses a comprar el excelente vino de la cosecha; pues el dueño de la granja era un cosechero ricote y tenía atestadas de toneles sus bodegas, y de grano su troj. Colono de opulenta abadía, arrendara al abad por poco dinero y muchos años pingües tierras, y según de público se contaba, ya en sus arcas había algo más que viento. Él lo negaba; era avaro, mezquino, escatimaba la comida y el salario a sus jornaleros, jamás dio una blanca de limosna y su mayor despilfarro consistía en traer a veces de Dijón una cofia nueva de encaje o una medalla de oro a su hija única.

Omite la crónica el nombre de la doncella, que bien pudo llamarse Berta, Alicia, Margarita o cosa por el estilo, pero a nosotros ha llegado con el sobrenombre de la Borgoñona. De cierto sabemos que la hija del cosechero era moza y linda como unas flores, y a más tan sensible, tierna y generosa como duro de pelar y tacaño su padre. Los mozos de las cercanías bien quisieran dar un tiento a la niña y de paso a la hucha del viejo, donde guardaba, sin duda, pingüe dote en relucientes monedas de oro; mas nunca requiebros de gañanes tiñeron de rosa las mejillas de la doncella, ni apresuraron los latidos de su seno. Indiferente los escuchaba, acaso burlándose de sus extremos y finezas amorosas.

Un día de invierno, al caer la tarde, hallábase la Borgoñona sentada en un poyo ante la puerta de la granja, hilando su rueca. El huso giraba rápidamente entre sus dedos, el copo se abría y un tenue hilo, que semejaba de oro, partía de la rueca ligera al huso danzarín. Sin interrumpir su maquinal tarea, la Borgoñona pensaba involuntariamente en cosas tristes. ¡Qué solitaria era aquella granja, Madre de Dios! ¡Qué aire tenía de miseria y de vetustez! ¡Nunca se oían en ella risas ni canciones; siempre se trabajaba callandito, plantando, cavando, podando, vendimiando, pisando el vino, metiéndolo en los toneles, sin verlo jamás correr, espumante y rojo, de los tanques a los vasos, en la alegría de las veladas!

«¿A qué tanto afanarse? —reflexionaba la niña—. Mi padre taciturno, vendiendo su vino, contando sus dineros a las altas horas de la noche; yo, hilando, lavando, fregando las cacerolas, amasando el pan que he de comer al día siguiente... ¡Ah!, ¡naciese yo hija de un pobre artesano de Dijón, de un vasallo del obispo, y sería más dichosa!»

Distraída con tales pensamientos, la Borgoñona no vio a un hombre que por el estrecho sendero abierto entre las viñas caminaba despacio hacia la granja. Muy cerca estaba ya, cuando el ruido de su báculo sobre las piedrezuelas del camino movió a la doncella a alzar la cabeza con curiosidad que se trocó en sorpresa así que hubo contemplado al forastero, el cual frisaría a lo sumo en los veinticinco años, si bien la demacración del rostro y el aire humilde y contrito le disimulaban la mocedad. Un sayal gris, que era todo él un puro remiendo, le resguardaba mal del frío; una cuerda grosera ceñía su cintura; traía la cabeza descubierta, desnudos los pies y muy maltratados de los guijarros y apoyábase en un palo de espino. Al punto comprendió la Borgoñona que no era un mendigo, sino penitente, el hombre que así se presentaba, y con palabras dulces y ademanes llenos de reverencia, le tomó de la mano y le hizo entrar en la cocina y sentarse junto al fuego. Veloz como una saeta corrió al establo, y ordeñó la mejor vaca para traer al peregrino una taza de leche caliente. Partió del enorme mollete de pan un buen trozo, que migó en la taza, y arrodillándose casi, mostrando mucho amor y liberalidad, sirvió a su huésped.

Él agradeció en breves frases la caridad que le hacían, y mientras despachaba el frugal alimento comenzó a explicar, con suave pronunciación italiana, cosas que suspendieron y embelesaron a la Borgoñona. Habló de Italia, donde el cielo es tan azul, el aire tan tibio y, en especial, de la región de Umbria, amenísima en sus valles, y en sus montes severa. Después nombró a Asís, y refirió los prodigios que obraba el hermano Francisco, el serafín humano, el cual seguían, atraídos por sus predicaciones, pueblos enteros. Citó a una joven muy bella y de sangre noble, Clara, cuya santidad portentosa era respetada no solo por los hombres, sino hasta por los lobos de la sierra. Añadió que el hermano Francisco había compuesto, para alabar a Dios y desahogar sus afectos de amor celestial, tiernos cánticos; y como la Borgoñona solicitase oírlos, el forastero cantó algunos; y aunque no entendía la letra, el tono y el modo de cantar del desconocido hicieron arrasarse en lágrimas los ojos de la niña. El forastero tenía los suyos bajos, rehuyendo ver el rostro femenino, que adivinaba fresco, gracioso y juvenil. Ella, en cambio, devoraba con la mirada aquellas facciones nobles y expresivas, que la mortificación y el ayuno habían empalidecido.

Cerrada ya la noche, fueron entrando en la cocina los mozos y mozas de labranza, encendiéronse candiles y antorchas de resina, aumentóse el fuego con haces de secos sarmientos de vid y preparáronse a aprovechar la velada, ellas hilando, ellos cortando y afilando estacas destinadas a sostener las cepas de viña. Todos miraban curiosamente al forastero, que en la misma actitud humilde permanecía junto el fuego, silencioso y sin adelantar las palmas de sus amoratadas manos hacia el grato calorcillo de la llama. Un rumor contenido se dejó oír cuando entró el amo de casa: todos querían saber qué diría el avaro de la presencia del huésped.

Pero la Borgoñona, saliendo a recibir a su padre con afabilidad suma, le contó cómo ella había ofrecido hospitalidad a aquel santo, a fin de que no pasase la noche al frío en algún viñedo. No mostró el viejo gran disgusto, y contentóse con encogerse de hombros, yendo a sentarse a su sitio acostumbrado en el banco, cerca del hogar. La velada empezó pacífica.

De pronto, el forastero, saliendo de su letargo, levantó la cabeza, y como si notase por primera vez que estaba próximo a una hoguera alegre y chispeante, comenzó a decir a media voz algunas palabras sobre la hermosura del fuego y la gratitud que el hombre debe a Dios por tan gran beneficio. La Borgoñona tocó al codo a su vecina, ésta transmitió la seña y en un instante callaron las conversaciones de la cocina para oír al penitente. Éste, arrastrado por su propia elocuencia, iba elevando la voz hasta pronunciar con entusiasmo su discurso.

De la consideración del fuego pasó a los demás bienes que nos otorga la bondad divina, y que estamos obligados a repartir con el prójimo por medio de limosna. Si, obligados, pues de toda riqueza somos usufructuarios no más. ¿De qué sirve, por ejemplo, el tesoro encerrado en el arca del avaro? ¿De qué el trigo abundante en los graneros del hombre duro de corazón? ¿Creen ellos acaso que el Señor les dio tan cuantiosos bienes para que los guarden bajo llave y no alivien las necesidades del prójimo? ¡Ah! ¡El día del tremendo juicio, su oro será contrapeso horrible que los arrastre al infierno! ¡En vano tratarán entonces de soltar lo que en vida custodiaron tanto: allí, sobre sus lomos, estará el tesoro de perdición, y con ellos se hundirá en el abismo!

A medida que arengaba el penitente, los ojos del auditorio se fijaban en el cosechero, el cual, retorciéndose en el banco, no sabía qué postura tomar ni qué gesto poner. El penitente, incorporándose, hablaba ya casi a gritos, con voz vibrante y sonora. De repente, mudando de registro, encareció los placeres de la limosna, la dulzura inefable del espíritu que premia el sacrificio de bienes perecederos dados por el amor de Dios. Sus frases persuasivas fluían como miel, sus ojos estaban húmedos y revulsos. Las mujeres del auditorio, profunda y dulcemente conmovidas, soltaron la rienda al llanto, y mientras ellas acudían a los delantales para secar sus lágrimas, otras rodeaban al peregrino y se empujaban para besar el borde de su túnica. La Borgoñona, con las manos Cruzadas, parecía como en éxtasis.

El cosechero, que había dejado escapar visibles muestras de impaciencia, no pudo sufrir semejante escena, y murmurando entre dientes empujó a unos y otros fuera de la cocina, dando por concluida la velada. Cuando dejó de oírse el ruido de los gruesos zapatos de los labradores que partían, pidió lacónicamente la cena. Según costumbre del país, la Borgoñona sirvió a su padre y al forastero. Éste, callado y humilde como al principio, apenas honró el rústico banquete y rogó le permitiesen retirarse. La Borgoñona le condujo a una sala baja donde había extendida paja fresca, y enseguida, volviéndose a la cocina, intentó cenar.

Los bocados se le atravesaban en la garganta; su estómago rehusaba el alimento, y viendo a su padre sombrío y ceñudo, resolvióse a preguntar qué opinaba acerca de los discursos del peregrino y lo que había dicho respecto a la caridad.

—Paréceme, padre —añadió—, que si no nos engaña el gentil predicador, nuestro fin será irnos al infierno en derechura, pues en nuestra casa hay oro, pan y vino en abundancia y nunca damos limosna.

Al pronunciar estas palabras, sonreíase dulcemente para congraciar al viejo. Pero él, montando en cólera terrible, golpeó fuertemente la mesa con su vaso de estaño, maldijo a la hija que había traído a casa aquel mendigo desharrapado y loco, que acaso fuese un bandido disfrazado, y amenazó ir sin demora a cogerle de un brazo y echarle de la granja; con lo cual, la doncella se retiró a su cuarto trémula y confusa.

En toda la noche apenas logró pegar los ojos. Veía al viajero, oía de nuevo su persuasiva y cálida voz y notaba las variaciones de su rostro, trasfigurado por la unción y fervor de la plática. El lecho de la Borgoñona tenía ascuas y espinas; su conciencia estaba tan despierta como si hubiese cometido un crimen; durmióse un instante y vio en sueños a su padre arrastrado por negros demonios que le aporreaban con sacos llenos de monedas. Apenas un rayo de luz pálida anunció el amanecer, la Borgoñona saltó de la cama y, a medio vestir y en cabello, corrió a la estancia del peregrino.

Éste tenía la puerta abierta y rezaba de rodillas con los brazos en cruz. Hallábase tan arrebatado en la oración, que le pareció a la niña que más de un palmo se levantaba del suelo. Al ruido de los pasos de la Borgoñona, el forastero se puso en pie de un salto y mostró el rostro bañado en lágrimas, y al mismo tiempo resplandeciente de un júbilo celestial; pero cuando se fijó en la Borgoñona, al punto mudó de semblante. Fue como si le cerrasen con llave las facciones. Bajó los ojos y, cruzándose de brazos, preguntó a la niña qué deseaba. Ella, con movimiento rapidísimo, se echó a sus pies, y abrazando sus rodillas toda turbada, rompió a decirle que en aquella casa había riquezas estériles, tesoros malditos, que causarían la perdición de su dueño; que allí jamás se había dado al pobre ni un puñado de espigas, antes era su sudor el que rellenaba las arcas; que ella se encontraba arrepentida y resuelta, para asegurar su salvación y la de su padre, a irse por el mundo descalza, pidiendo limosna y haciendo penitencia, para lo cual pedía al forastero su bendición y que la llevase en su compañía y le enseñase a predicar y a seguir la regla del beato Francisco, la humanidad y pobreza absoluta.

Permanecía el misionero mudo, inmóvil. No obstante, las palabras de la Borgoñona debían de producirle extraño efecto, porque ésta sentía que las rodillas del penitente se entrechocaban temblorosas, y se veía su faz demudada y sus manos crispadas, cual si se clavase en el pecho las uñas. La doncella, creyendo persuadir mejor, tendía las palmas, escondía la cara en el sayal empapándolo en sus lágrimas ardientes. Poco a poco, el pendiente aflojó los brazos y por fin los abrió, inclinándose hacia la niña. Pero de pronto, con una sacudida violenta, se desprendió de ella y casi la echó a rodar por el suelo. La cabeza de la Borgoñona dio contra las losas del pavimento y el penitente haciendo la señal de la cruz y exclamando «¡Hermano Francisco, valme!», saltó por la ventana y se perdió de vista en un segundo. Cuando la Borgoñona se incorporó llevándose la mano a la frente lastimada, solo quedaba del misionero la señal de su cuerpo en la paja donde había dormido.

II

Todo el día se lo pasó la Borgoñona cosiendo una túnica de burel grosero, de la misma tela con que solían vestirse los villanos y jornaleros vendimiadores. Al anochecer salió a la granja y cortó un bastón de espino; bajó a la cocina y tomó de un rimero de cuerdas una muy gruesa de cáñamo, y subiendo otra vez a su habitación, empezó a desnudarse despacio, dejando sobre la cama, colocadas en orden, las diversas prendas de su traje.

En el siglo XIII, pocas personas usaban camisas de lino. Era un lujo reservado a los monarcas. La Borgoñona tenía pegado a las carnes un justillo de lienzo grueso y un faldellín de tela más burda aún. Quitóse el justillo y soltó sobre sus blancas y mórbidas espaldas la madeja de su pelo rubio que de día aprisionaba la cofia. Esgrimió la tijera, que solía llevar pendiente de la cintura, y desmochó sin piedad aquel bosque de rizos, que iban cayendo suavemente a su alrededor, como las flores en torno del arbusto sacudido por el aire. Se sentó la cabeza, y hallándola ya casi mocha igualó los mechones que aún sobresalían; luego se descalzó; aflojó la cintura del faldellín, se puso el sayal sosteniendo el faldellín con los dientes por no quedarse del todo desnuda; soltó al fin la última prenda femenina, se ciñó la cuerda con tres nudos como la traía el pendiente, y empuñó el bastón. Pero acudió una idea a su mente, y recogiendo las matas de pelo esparcidas aquí y allí, las ató con la mejor cinta que tenía y las colgó al pie de una tosca Nuestra señora, de plomo, que protegía la cabecera de su lecho. Aguardó a que la noche cerrase, y de puntillas, se lanzó a oscuras al corredor; bajó a tientas la escalera carcomida, se dirigió a la sala baja donde había hospedado al penitente, abrió la ventana y salió por ella al campo. Tal arte se dio a correr, que cuando amaneció estaba a tres leguas de la granja, camino de Dijón, cerca de unos hatos de pastores.

Rendida se metió en un establo, del cual vio salir el ganado antes, y acostándose en la cama de las ovejas, tibia aún, durmió hasta el mediodía. Al despertarse resolvió evitar a Dijón, donde algún parroquiano de su padre podría conocerla.

En efecto, desde aquel día procuró buscar las aldeas apartadas, los caseríos, solitarios, en los cuales pedía de limosna un haz de paja y un mendrugo de pan. Mientras caminaba, rezaba mentalmente, y si se detenía, arrodillábase y oraba con los brazos en cruz, como el peregrino. El recuerdo de éste no se apartaba un punto de su memoria y copiaba por instinto sus menores acciones, añadiendo otras que le sugería su natural despejo.

Guardaba siempre la mitad del pan que le ofrecían, y al día siguiente lo entregaba a otro pobre que encontrase en el camino. Si le daban dinero, iba corriendo a distribuirlo entre los necesitados, pues recordaba que, según el penitente, nunca el beato Francisco de Asís consintió tener en su poder moneda acuñada.

Al paso que seguía esta vida la Borgoñona, se desarrollaba en ella un don de elocuencia extraordinaria. Poníase a hablar de Dios, de los ángeles, del cielo, de la caridad, del amor divino, y decía cosas que ella misma se admiraba de saber y que las gentes reunidas en derredor suyo escuchaban embelesadas y enternecidas. Dondequiera que llegaba la rodeaban las mujeres, los niños se cogían a su túnica y los hombres la llevaban en triunfo.

Es de notar que todos la tenían por un jovencito muy lindo, y a nadie se le ocurrió que fuese una doncella quien tan valerosamente arrostraba la intemperie y demás peligros de andar por despoblado. Su pelo corto, su cutis oscurecido ya por el Sol, sus pies endurecidos por la descalcez le daban trazas de muchacho, y el sayal grueso ocultaba la morbidez de sus formas.

Gracias al disfraz, pudo pasar entre bandas de soldados mercenarios y aun de salteadores, sin más riesgo que el de sufrir algunos zurriagazos con las correas del tahalí, género de broma que no perdonaban los soldados. Muchos se compadecieron de aquel rapaz humilde y le dieron dinero y vino; otros se burlaron; pero nadie atentó a su libertad ni a su vida.

En la selva de Fontainebleau sucedióle a la Borgoñona la terrible aventura de abrigarse bajo un árbol de donde colgaban humanos frutos: los pies péndulos de un ahorcado la rozaron la frente. Entonces, con valor sobrehumano, abrió una fosa, sin más instrumentos que su bastón de pino y sus uñas. Descolgó el cadáver horrendo, que tenía la lengua fuera y los ojos saliéndose de las órbitas, y estaba ya picado de grajos y cuervos, y mal como supo, reuniendo sus fuerzas, lo enterró. Aquella noche vio en sueños al penitente, que la bendecía.

Pero tantas fatigas, tan larga abstinencia, tan duras mortificaciones, una vida tan áspera y desacostumbrada, abrieron brecha en la Borgoñona y su salud empezaba a flaquear, cuando llegó a una gran villa, que preguntando a los aldeanos verduleros, supo era París.

Entró, pues, en París pensando si quizá moriría allí el peregrino, si lo encontraría casualmente y podría rogarle que le proporcionase un asilo como el que Clara ofrecía a sus hijas, un convento donde acabar su penitencia y morir en paz. Con estos propósitos se internó en un laberinto de calles sucias, torcidas, estrechas, sombrías: el París de entonces.

Embargaba a la Borgoñona singular recelo. En aquella ciudad vasta y populosa, donde veía tanto mercader, tanto arquero, tantos judíos en sus tenduchos, tantos clérigos graves que pasaban a su lado sin volver la cabeza, no se atrevía a pedir hospitalidad, ni un pedazo de pan con que aplacar el hambre. Los edificios altos, las casas apiñadas, las plazuelas concurridas, todo le infundía temor.

Vagó como alma en pena las horas del día, entrando en las iglesias para rezar, apretándose la cuerda para no percibir el hambre, y a la puesta del Sol, cuando resonó el toque de cubrefuego, que acá decimos de la queda, cubriósele a ella verdaderamente el corazón, y con mucha angustia rompió a llorar bajito, echando de menos por primera vez su granja, donde el pan no faltaba nunca y donde, al oscurecer, tenía seguro su abrigado lecho. Al punto mismo en que estas ideas acudían a su atribulado espíritu, vio que se acercaba una vejezuela gibosa, de picuda nariz y ojuelos malignos, y le preguntaba afablemente: ¿Cómo tan lindo mozo a tales horas solito por la calle, y si era que por ventura no tenía posada?

—Madre —contestó la Borgoñona— si tú me la dieses, harías una gran caridad, pues cierto que no sé dónde he de dormir hoy, y a más no probé bocado hace veinticuatro horas.

Deshízose la vieja en lástimas y ofrecimientos, y echando a andar delante guió por callejuelas tristes, pobres y sospechosas, hasta llegar a una casuca, cuya puerta abrió con roñosa llave.

Estaba la casa a oscuras; pero la vieja encendió un candil y alumbró por las escaleras hasta un cuarto alto.

Ardía un buen fuego en la chimenea. La Borgoñona vio una cama suntuosa, sitiales ricos y una mesa preparada con sus relucientes platos de estaño, sus jarras de plata para el agua y el vino, su dorado pan, sus bollos de especias y un pastel de aves y caza que ya tenía medio alzada la cubierta tostadita.

Todo olía a lujo, a refinamiento, y aunque el caso era sorprendente, atendido el pergeño de la vieja y la pobreza del edificio, como la Borgoñona sentía tanta hambre y de tal modo se le hacía agua la boca ante el espectáculo de los manjares, no se entretuvo en manifestar extrañeza.

Iba buenamente a sentarse y a trinchar el pastel, pero la vieja lo impidió. Convenía aguardar al dueño de la habitación, un hidalgo estudiante muy galán, que ya no tardaría, y era de tan afable condición, que a buen seguro que no pondría el menor reparo en partir su cena con el forastero.

En efecto, bien pronto, se oyeron resueltos pasos, y entró en la estancia un caballero, mozo, envuelto en oscura capa y con pluma de garza en el airoso birrete.

Al verle, quedóse estupefacta la Borgoñona, y no era para menos, pues aquel gallardo caballero tenía la mismísima cara y talle del penitente. Conoció sus grandes ojos negros, sus nobles facciones. Solo la expresión era distinta. En ésta dominaba un júbilo tumultuoso, una especie de energía sensual. Quitóse el birrete, descubriendo rizados y largos cabellos; soltó la capa, y contestó con una carcajada a las disculpas de la vieja, que explicaba cómo aquel pobrecito penitente partiría con él, por una noche, la cena y el cuarto. Sentóse a la mesa muy risueño, y declaró que, aunque el camarada no parecía muchacho de buen humor, él haría por que la cena fuese divertida. Dijo esto con la propia voz sonora del penitente, tan conocida de la Borgoñona.

Retiróse la vieja y la Borgoñona tomó asiento confusa y atónita, mirando a su comensal y sin dar crédito al testimonio de los sentidos. Mientras mataba el hambre con el apetitoso pastel, sus ojos no se apartaban del mancebo, que comía y bebía por cuatro y, con mil chanzas, llenaba el vaso y el plato de la Borgoñona, que proseguía comparando al misionero con el estudiante.

Sí, eran los mismos ojos, solo que antes no brillaba en ellos un fuego vivido y generoso, ni cabía ver el negro de las pupilas, porque estaban siempre bajos. Sí, era la misma boca, pero marchita, contraída por la penitencia, sin estos labios rojos y frescos, sin estos dientes blancos que descubría la sonrisa, sin este bigote fino que acentuaba la expresión provocativa y caballeresca del rostro. Sí, era la misma frente blanca y serena, pero sin los oscuros mechones de pelo que en torno jugueteaban. Era el mismo aire, pero con otras posturas menos gallardas y libres.

Y así, poco a poco, tratando de cerciorarse de si el penitente y el hidalgo componían un solo individuo, la doncella iba deteniéndose con sobrada complacencia en detallar las gracias y buenas partes del mancebo, y ya le parecía que si era el penitente, había ganado mucho en gentileza y donosura.

El caballero, festivamente, escanciaba vino y más vino, y la Borgoñona, distraída, lo bebía. El vino era color de topacio, fragante, aromatizado con especias, suave al paladar, pero después se sentía correr por las venas como líquida llama.

A cada trago de licor, la Borgoñona juzgaba a su compañero de mesa más discreto y bizarro. Cuando la mano de éste, al ofrecerle el vaso, por casualidad, rozaba la suya, un delicioso temblor, un escalofrío dulcísimo, le subía desde las yemas de los dedos hasta la nuca, difundiéndose por el cerebro y el corazón. Su razón vacilaba, la habitación daba vueltas, la luz de cada uno de los cirios que alumbraban el festín se convertía en miles de luces. Y he aquí que el caballero, después de beber el último trago, se levantó, y juró que a fe de hidalgo estudiante, era hora de acostarse y digerir, con un sueño reparador, la cena.

Semejantes palabras despejaron un poco las embotadas potencias de la Borgoñona. Acordóse de que en la habitación no había más que un solo lecho, y alzándose de la mesa alegó humildemente, en voz baja, que sus votos obligaban a tener por cama el suelo, y que así dormiría, no siendo razón que se molestase el señor hidalgo. Pero éste con generoso empeño, protestó que no lo sufriría, y tendiendo en el suelo su capa, afirmó que dormiría sobre ella si el mozo penitente no le otorgaba un rincón del lecho, donde ambos cabían muy holgados.

La doncella se negó con espanto a admitir la proposición, y el estudiante con vigor juvenil, cogióla en brazos y la depositó sobre la cama. Ella, sintiendo otra vez desmayar su voluntad, cerró los ojos, y con singular contentamiento se dejó llevar así, apoyando la cabeza en el hombro del caballero y percibiendo el roce de sus negros y perfumados bucles.

Abrió el estudiante la cama, metió dentro a la Borgoñona, arregló la sobrecama bordada de seda y, con la misma dulzura con que se habla a los niños, preguntó si no le sería lícito al menos tenderse a los pies, que siempre estarían más blandos que el santo suelo. No encontró la Borgoñona objeción fundada que oponer, y el hidalgo se envolvió en su capa y se tumbó, poniendo por cabezal un almohadón, y al poco tiempo se le oyó respirar tranquilamente, como si durmiese.

La Borgoñona, en cambio, se revolvía inquieta. En vano quería recordar las oraciones acostumbradas a aquella hora. No podía levantar el espíritu; su corazón se derretía, se abrasaba; el penitente y el estudiante formaban para ella una sola persona, pero adorable, perfecto, por quien se dejaría hacer pedazos sin exhalar un ¡ay! La blandura del lecho incitando a su cuerpo a la molicie, reforzaba las sugestiones de su imaginación; en el silencio nocturno, le ocurrían las resoluciones más extremosas y delirantes: llamar al hidalgo, declararle que era una doncella perdida de amores por él, que la tomase por mujer o esclava, pues quería vivir y morir a su lado.

Pero ¿y aquellas matas de pelo colgadas al pie de la efigie de Nuestra señora, acaso no eran prenda de un voto solemne? Con estas zozobras, las frentes se le abrían, las venas saltaban, zumbaban los oídos y la respiración sosegada del estudiante se la figuraba a la joven honda como el ruido de gigantesca fragua. ¡Oh tentación, tentación!

Sentóse en el lecho, y a la luz del fuego, que aún ardía, miró al estudiante dormido, pareciéndole que en su vida había contemplado cosa mejor, más sabrosa. Y así, embebida en el gusto de mirar, fuese acercando hasta casi beberle el aliento.

De pronto el durmiente se incorporó bien despierto, abriendo los brazos y sonriendo con sonrisa extraña. La doncella dio un gran grito, y acordándose del penitente, exclamó:

—¡Hermano Francisco, valme!

Al mismo tiempo saltó del lecho y huyó de la habitación como loca.

Cuatro a cuatro bajó las escaleras; halló la puerta franca y encontróse en la calle; siguió corriendo, y no paró hasta una gran plaza, donde se elevaba un edificio de pobre y humilde arquitectura; allí se detuvo sin saber lo que le pasaba.

Trató de coordinar sus pensamientos; los sucesos de la noche le parecían soñados, y lo que la confirmaba en esta idea era que no podía, por más que se golpease la frente, recordar la linda figura del estudiante. La última impresión que de ella guardaba era la de un rostro descompuesto por la ira, unas facciones contraídas por furor infernal, unos ojos inyectados, una espumante boca.

Del edificio humilde salieron cuatro hombres vestidos de túnicas grises amarradas con cuerdas y llevando en hombros un ataúd. La Borgoñona se acercó a ellos, y ellos la miraron sorprendidos, porque vestía su mismo traje. Impulsada por indefinible curiosidad, la doncella se inclinó hacia el ataúd abierto y vio, acostado sobre la ceniza, sin que pudiese caber duda alguna respecto a su entidad, el cadáver del penitente.

—¿Cuándo murió ese santo? —preguntó, trémula y horrorizada.

—Ayer tarde, al sonar el cubrefuego.

—Y ese edificio donde vivía, ¿qué es?

—Allí habitamos los pobres de la regla de San Francisco de Asís, los Menores, tus hermanos —contestaron gravemente, y se alejaron con su fúnebre carga.

La Borgoñona llamó a la portería del convento.

Nadie adivinó jamás el sexo del novicio, hasta que su muerte, después de una larga y terrible penitencia, hubo de revelarlo a los encargados de vestirle la mortaja. Hicieron la señal de la cruz, cubrieron el cuerpo con un paño tupido y lo llevaron a enterrar al cementerio de las Minoritas o Clarisas, que ya existían en París.

La dama joven, 1895.

La sed de Cristo

Cuando desde la altura de su patíbulo, abriendo las desecadas fauces, exhaló Cristo la más angustiosa de las Siete Palabras, María Magdalena, que estaba como idiota de dolor, estrechamente abrazaba al tronco de la cruz, se estremeció y, recobrando energía y actividad, a impulsos de una compasión que la penetraba toda, se lanzó en busca de agua que aplacase la sed del moribundo Maestro.

No muy lejos del Calvario, sabía Magdalena que manaba, entre peñascos, purísimo y cristalino manantial. Pidió prestada una taza de arcilla a un hombre del pueblo de Jerusalén, de los que en tropel rodeaban la cruz, y se encaminó hacia la escondida fuente. Poco tardó en encontrarla, sintiendo profundo regocijo al pensar que aquella linfa fresquísima calmaría, siquiera momentáneamente, los sufrimientos del mártir. Surtía el chorro, más claro que cristal, de una grieta tapizada de musgo y finos helechos, y el rumor de su corriente lisonjeaba el oído y el corazón. Al recoger en el cuenco de barro el agua, Magdalena notó que estaba fría, helada, casi, y de nuevo se alegró, pensando lo refrigerante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza rebosante corrió al lugar del suplicio, y a fuerza de ruegos logró que le permitiesen los sayones amontonar unas piedras y encaramarse hasta acercar el agua a los labios cárdenos del crucificado. Y cuando esperaba verle paladear el agua consoladora, he aquí que Jesús la rechaza, moviendo la cabeza y repitiendo en un soplo imperceptible: «Sed tengo».

Con la penetración del amor —porque en verdad os digo que no hay nada que ilumine el entendimiento de la mujer como amar mucho y de veras—, Magdalena adivinó que Cristo deseaba otra bebida más exquisita y rara que el agua natural, y era necesario traérsela a cualquier precio. Mientras se precipitaba hacia Jerusalén, iba recordando que el despensero y mayordomo del tetrarca Herodes la había obsequiado antaño con un falerno añejísimo, ardiente como fuego y dulce como miel, del cual una sola gota es capaz de reanimar un yerto cadáver. Suplicante y presurosa rogó la arrepentida a su antiguo galán, y como accediese a sus ruegos, volvió al Calvario radiante, escondiendo bajo su manto el ánfora de inestimable valor, y apoyó el pico en la boca de Jesús. Un movimiento más acentuado de repugnancia y un débil gemido donde casi expiraba inarticulado el lastimoso «Sed tengo», revelaron a la Magdalena que tampoco esta vez poseía el medio de calmar las torturas de la santa víctima.

, 12 abril 1895.