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Emilia Pardo Bazán

Cuentos de la patria

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9953-814-3.

ISBN ebook: 978-84-9007-744-3.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Vengadora 9

El Catecismo 13

El caballo blanco 17

«La exangüe» 20

La armadura 24

El torreón de la esperanza 28

El palacio frío 32

El templo 36

El milagro de la diosa Durga 40

Entre razas 44

Libros a la carta 49

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

Vengadora

En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:

—¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora? Porque a mí pueden dirigirse.

Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:

—Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.

Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...

Solo entonces acudió la reflexión: pero no me arrepentí de mis arrestos, y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento a la viajera causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás para hablar con ella a mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue examinarla despacio, mientras ella se acomodaba y colocaba su raído saquillo en la red. Anglosajona, saltaba a la vista: la marca étnica no podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, le quitaban toda gracia perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí, muy timbrada y dulce, la extranjera pronunció:

—Gracias, señor; mil gracias.

Confuso, disculpé mi rasgo:

—Yo no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?

—¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.

Y al notar que me estremecía, añadió, alzando el brazo y cogiendo su saquillo:

—Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.

Hojeé el álbum. Estaba atestado de apuntes arquitectónicos y croquis de tipos pintorescos: una ventana florida, una reja salomónica, un borriquillo, un paleto...

—¿Es usted artista?

—Muy poco...; mera afición... Por mi oficio: soy «tipógrafo». Trabajo..., es decir, trabajaba, en una imprenta de Boston. Ahora no sé qué haré.

Mi curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo. La voz de mi protegida tenía tan blandas inflexiones, sus pupilas estaban tan húmedas de gratitud al encontrarse con las mías, que pensé: «Por un momento eres dueño de esta mujer. Aprovecha este instante y sorprende su alma, desdeñando el barro que la envuelve; es más gloriosa siempre una conquista del espíritu.» Con diplomacia suma, murmuré, inclinándome:

—No. Temo que crea usted que quiero cobrarme de tan insignificante servicio como el que tuve la suerte de prestarle...

La extranjera calló; pero un tinte rosado, vivo, fluido, se esparció por su marchito rostro, embelleciéndolo... Era un arrebol de alegría, de ilusión, de agradecimiento pasional ante frases de galante respeto, que acaso por vez primera resonaban en sus oídos. La vi llevarse la mano al corazón, y, fingiéndome distraído, noté que me miraba de un modo expresivo, afanoso. La voz de plata se elevó conmovida:

—Pues prefiero contarle lo que me pasa, si no le molesta... Tal vez, después de oírme, ya no me tendrá nunca por una espía.

Solícito, y demostrando rendimiento, me acerqué, no sin arrojar antes el cigarro que acababa de encender en aquel instante.

—No soy espía —declaró ella lentamente—, y no puedo serlo porque detesto el sentimiento patriótico, opuesto a la fraternidad universal. La guerra entre naciones... la repruebo. ¡Los pobres, luchando y muriendo...; los poderosos, recogiendo el honor y el fruto!... Sin embargo, señor..., a esa gente que me insultaba la perdono; comprendo su ceguedad; casi admiro su furia... ¿Qué pensarían si supiesen...?

Aquí se detuvo, y apoyando uno de sus dedos huesudos sobre los labios, me recomendó discreción acerca de lo que iba a revelar.

, núm. 370, 1898.