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Emilia Pardo Bazán

La cuestión palpitante

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9953-973-7.

ISBN ebook: 978-84-9007-809-9.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La vida 9

Prólogo de la cuarta edición 11

Prólogo de Clarín a la segunda edición 17

I. Hablemos del escándalo 25

II. Entramos en materia 31

III. Seguimos filosofando 37

IV. Historia de un motín 42

V. Estado de la atmósfera 48

VI. Genealogía 53

VII. Prosigue la genealogía 59

VIII. Los vencidos 65

IX. Los vencedores 71

X 77

XI. Los hermanos Goncourt 83

XII. Daudet 90

XIII. Zola. Su vida y carácter 96

XIV. Zola. Sus tendencias 102

XV. Zola. Su estilo 108

XVI. De la moral 114

XVII. En Inglaterra 119

XVIII. En España 125

XIX. En España 130

XX. ...y último 136

Apéndice 141

Respuesta a la epístola del señor marqués de premio-real 145

Carta literaria 150

Bandera negra 156

Cartas, son cartas 162

Reincidiendo 169

Carta-pacio 175

Carta magna 183

Cartilla 190

Carta literaria 195

Libros a la carta 201

Presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

Prólogo de la cuarta edición

Debe de ser muy parecida la impresión que produce el reeditar un libro hace tiempo agotado —sobre todo un libro como éste, de tan viva polémica— al sentimiento que se despierta en el alma cuando abrimos un cajón atestado de correspondencia antigua, donde yacen apagados y mudos los viejos afectos, los viejos intereses y las viejas tribulaciones. Con melancólica sorpresa escarbamos en las cenizas, releemos carillas y más carillas, y el pasado renace una hora. ¡Cuán bien discernimos entonces los yerros ajenos y propios! ¡Cuán disculpable engreimiento nos domina al advertir quizás que no en todo errábamos, que por ventura la experiencia de hoy corrobora las previsiones de ayer!

Al repasar las hojas de La cuestión palpitante, antes de resolverme a reimprimirla al frente de mis Obras completas, noto más deficiencias en la composición del libro que diferencia entre mis ideas estéticas de entonces y las de ahora. Si intentase corregir o refundir, tendría que añadir mucho, sin variar esencialmente nada. Como que en realidad, la discutida, combatida, asendereada y —perdóneseme la afirmación— leidísima Cuestión palpitante, no fue catecismo de una escuela, según erradamente creyeron los que la vieron con ojos maliciosos o descuidados, sino exposición de teorías que aquí se habían entendido al revés, con saña y reprobación tan antiliterarias como ciegas, y ensayo de crítica de esas mismas teorías, sin pasión ni dogmatismo. Hoy, que se ha serenado el cielo, cualquiera que se tome el trabajo de repasar las hojas de mi libro verá que no es tal Biblia del naturalismo (así le llamaba, en chanza probablemente, cierto sapientísimo historiador), sino una tentativa de sincretismo, tan batalladora en la forma como serena y tolerante en el fondo.

No diré que no se hayan modificado poco ni mucho mis ideas estéticas desde 1882, fecha en que insertaba La Época mis artículos titulados La cuestión palpitante. Se han modificado, o, mejor dicho, han devenido, de un modo tan orgánico y natural como el fruto sobre el árbol. La raíz y tronco no podían mudar ni mejorar: lo afirmo, precisamente porque estos principios inmutables e inmejorables en que se basa mi estética, ni me pertenecen ni pertenecen a nadie en propiedad exclusiva: son a la crítica lo que el método experimental a la ciencia: el fundamento, la base, el báculo para caminar y no caerse: desde ellos se puede lanzar el juicio a otras regiones; sin ellos no se va a ninguna parte. Y por su misma fecundísima amplitud es por lo que, sin renegar de ellos, puede el espíritu ir cambiando suavemente su primitiva orientación, en busca de horizontes cada vez más anchos, de mayor armonía y totalidad artística y humana. Completarse sin desmentirse, es tal vez el ideal del pensamiento.

Sobre todo lo que aquí indico en cifra, y sobre otros diversos puntos de vista que me sugiere La cuestión palpitante releída hoy, podría yo, claro está, intercalar disertaciones que cuadruplicasen el texto primitivo, y refundir y variar éste, hasta dejarlo como nuevo. Podría también llenar vacíos, que reconozco y lamento, y extenderme en completar el boceto ligerísimo que tracé de la novela europea. La omisión más evidente en La cuestión palpitante es la de la novela rusa: omisión doblemente perjudicial, porque no es solo laguna en la erudición, sino algo peor, supresión de un lado entero de la cuestión misma, que completa, repara, ensancha, rectifica, explica el otro, representado por la novela francesa, y único a que en el presente libro atendí. Verdad es que, si mío fue el agravio, el desagravio mío fue también. Era en España la moderna novela rusa, de tan profundo sentido y capital importancia, mucho más desconocida en 1887 que la francesa en 1882, cuando me arrojé a exponer en el Ateneo su desarrollo, carácter y significación, logrando por primera vez allí y en la prensa alguna resonancia los nombres exóticos de Gogol, Tolstoi, Dostoyeuski, Turguenef, Chedrine, y demás astros del realismo ruso. Hoy el público español está casi familiarizado con esos nombres ilustres, especialmente con el del gran Tolstoi; y como mis tres lecturas en el Ateneo sobre La Revolución y la Novela en Rusia forman un grueso tomo, me sería fácil... hasta la ignominia, rellenar La cuestión palpitante con noticias de un asunto que tan conocido tengo. Ni tampoco me parece arco de iglesia añadir a las páginas dedicadas a la novela rusa otras suplementarias, donde más o menos analíticamente se estudiase el realismo italiano, el belga, el inglés, el sueco, noruego y dinamarqués, el yankee, y unas miajillas el alemán —que apenas existe—. Revistas, periódicos, cartas y libros he recogido en los ocho años que transcurrieron desde la publicación en tomo de mis cartas a La Época, donde tengo almacén más que suficiente para extraer materiales y tapar esos huecos, que soy la primera en notar y reconocer. Y en cuanto a nuestra novela nacional, ¡qué de páginas podría suplir quien se propone historiarla en plazo no muy remoto, y quien ya tiene escritas sobre un solo novelista de los de primera línea, Pedro Antonio de Alarcón, más de doscientas páginas!.

A dos razones he mirado para no añadir párrafo ni línea ni quitar coma ni punto de La cuestión palpitante. La primera y principal, que este libro posee cierto carácter histórico; que señala y encarna, por decirlo así, un momento, una fase de las ideas estéticas en España, y que valga poco o nada, sea intrínsecamente bueno, mediano o malo de remate, es lo que es, y perdería todo su ser con la menor alteración, reforma o embellecimiento que en él introdujese su propia autora. La segunda razón, de orden menos elevado y más práctico, es que, desde hace un año que se agotó enteramente el libro, no han cesado de pedirlo en librería, y como supongo que mis amables y constantes lectores de América y de España lo que solicitan es aquella misma Cuestión palpitante de antaño, juvenil y belicosa, la que ocasionó el gasto de tantos frascos de tinta, no veo con qué derecho les he de dar, en vez de la que piden, otra obra, que, víctima de la transformación tan funesta a la beldad femenil, hubiese perdido la esbeltez y viveza de los pocos años, engruesando y presentándose repleta y madura.

Quédese, pues, para su lugar el estudio completo sobre la novela española; aguarden a que yo publique un tomo de Polémicas literarias los varios artículos, que escribí en apología o defensa de las ideas vertidas en La cuestión palpitante —con algo más que no quisiera se me pudriese dentro—, y salga el libro sin más aditamentos ni comentarios que las sucintas indicaciones siguientes, que son en cierto modo su hoja de servicios.

La edición que hoy ofrezco al público, es la cuarta. Apareció la primera en La Época, en el invierno de 1882 a 1883, la segunda, a mediados de 1883, en un tomo delgadillo, de apretada letra y ningún garbo bibliográfico; la tercera, en 1886, en lengua francesa, versión de Alberto Savine y edición de la casa Giraud. La cuarta es la que tienes en tus manos, lector benévolo.

Cuando, después de haberse publicado en La Época, se reimprimían para formar tomo mis artículos de La cuestión palpitante, el señor don Daniel López, paisano mío y por mí encargado de la edición —pues yo me hallaba en la Coruña—, me manifestó en carta particular que nuestro común amigo el señor don José Rodríguez Mourelo le participaba que el señor don Leopoldo Alas (Clarín), se brindaba espontáneamente a encabezar con un prólogo el libro. Aceptada la oferta, añadióse el prólogo con distinta numeración (por estar la tirada bastante adelantada ya). Este prólogo no figura en la traducción francesa, la cual lleva en cambio uno del traductor Alberto Savine, que también he incluido ahora.

No es factible que yo recuerde todos los artículos de controversia de que fueron causa ocasional (no me atrevo a decir ni a pensar que eficiente) los míos de La cuestión palpitante. En la conciencia de todos los que leen y siguen con atención el movimiento literario está el que pocos libros de crítica habrán movido aquí tal oleaje de discusión; y en la mía está el no envanecerme de un resultado que tuvo gran parte de circunstancial y con más ciencia y reflexión, y fruto de más laboriosas vigilias. En la imposibilidad de catalogar adhesiones, impugnaciones, elogios, ataques, injurias, todo cuanto en la prensa diaria puede servir como de termómetro para apreciar si una obra se lee con interés, nombraré tan solo los libros o trabajos un poco extensos que llegaron adventicio, puesto que no lo consiguen libros escritos a mi noticia, y cuya publicación fue consecuencia de la de mi Cuestión palpitante. Tres volúmenes tengo a la vista. Titúlase el primero en fecha lo mismo que el mío: La cuestión palpitante, y lleva de subtítulo: Cartas a la señora doña Emilia Pardo Bazán, por J. Barcia Caballero; 1884. El segundo: La novela moderna, cartas críticas, por Juan B. Pastor Aicart, 1886. El tercero: Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, por Juan Valera, 1887. Y sin formar tomo, pero con extensión bastante para dar de sí un más que mediano folleto, hago memoria de otros tres trabajos o series de artículos: El naturalismo en la novela, monografía por don Manuel Polo y Peyrolón; los Estudios del presbítero señor Díaz Carmona, publicados, si no me equivoco, en la Revista La Ciencia Cristiana; y los varios artículos de Luis Alfonso, que La Época dio a luz como triaca del veneno destilado en los míos... Ya sé yo que ni el muy discreto director de La Época, ni el muy entendido crítico, se formalizarán por esto de la triaca; máxime cuando les consta que yo tengo del diario conservador la idea que merece en cuanto a amplitud y finura de gusto literario, cuestión en que podría dar lecciones a diarios más avanzados en ideas políticas.

A los artículos del señor Alfonso, que se publicaron casi pisando la cola del traje a los míos, respondí en tiempo y sazón convenientes. El libro de don Juan Valera comienza en estos renglones, que forman parte de la dedicatoria a don Pedro Antonio de Alarcón: «Mi querido amigo y compañero: Años ha que me dedicó usted un tomo de sus obras. Desde entonces deseo darle muestras de mi gratitud y pagar el obsequio, hasta donde esté a mi alcance, dedicándole algún escrito mío. Por desgracia, la esterilidad de mi ingenio y mi pereza, que siempre fueron grandes, han ido en aumento con la vejez. Nada he escrito en mucho tiempo. Ha sido menester para que yo escriba, como quien despierta de prolongado sueño, que nuestra entusiasta amiga Doña Emilia Pardo Bazán se declare naturalista, y que yo lo sepa con sorpresa dolorosa». Las 286 páginas de graciosa, intencionada y erudita impugnación que siguen a este aserto, me hubiesen dado a mí, si se publican el año de 1884, tela para otro volumen. Mas del 86 al 87, corridos casi cinco años desde los artículos de La cuestión palpitante, el instinto me decía que era pasada la hora de la escaramuza de vanguardia, y que ya no podía yo, ni desde afuera ni desde adentro, situarme en la misma posición de los primeros días del combate. Responder a Valera era tentador y honroso, y lucido y hasta divertido para mí; entre otras razones, por ser el autor de Pepita Jiménez, además de persona tan sabia y exquisita, hombre de educación social selecta, con quien se puede cruzar el acero en honrosa lid, sin temer que suelte el florete y esgrima el garrote del villano o el cuchillo cachicuerno del rufián; y si no respondí, a pesar de la bondad con que el mismo Valera me incitaba a ello, fue solo por creer que no había pájaros en los nidos de antaño; que para rehacer La cuestión palpitante era tarde ya. No renuncio, sin embargo, a decir algo del libro de Valera en el tomo de Polémicas literarias; mas no en tono de quien responde a una impugnación, sino de quien examina un libro digno de examen, y mira dentro de sí para averiguar, a la vuelta de ocho años, en qué sigue disintiendo de su impugnador, y en qué puntos vino a coincidir con él. Dos veces tuvo ocasión el gran novelista y original y poderoso crítico francés Emilio Zola de manifestar opiniones muy lisonjeras para La cuestión palpitante, que leyó traducida; opiniones que, por proceder de persona sincera y franca hasta la rudeza, adquieren doble valor. No obstante, yo titubearía, recelando colocar al frente de esta reimpresión de mi libro palabras del pontífice naturalista, si algunas de estas palabras no fuesen cabalmente, en vez de banderín y enseña que me afilie a escuela determinada, explícita declaración de que Zola —más perspicaz que la inmensa mayoría de mis compatriotas, que no se hartan de llamarme sectaria naturalista— ve en mí a un disidente o heterodoxo, y se da cuenta exacta del abismo que media entre mis ideas filosóficas y religiosas y las suyas, aunque no se detenga (ni era cosa de que se detuviese) a explicarse mi fórmula, que considero más ancha y larga, y por lo tanto más humana, que la suya..., dicho sea con todo el respeto que merece al insigne poeta épico de Germinal, y todo el convencimiento de mi insignificancia absoluta y relativa, porque uno son las ideas y otro el que las sostiene y propugna, y aquí Dios ha dispuesto que la mejor causa tenga el peor paladín... Ni paladín siquiera... ¡Una Clorinda, armada de punta en blanco!...

Emilia Pardo Bazán

Prólogo de Clarín a la segunda edición

Mano sucia de la literatura llamaba al naturalismo un ilustre académico, pocos días hace; y ahora tenemos que una mano blanca y pulquérrima, de esas que no ofenden aunque peguen, por ser de quien son, y que se cubren de guante oloroso de ocho botones, viene a defender con pluma de oro lo que el autor de El sombrero de tres picos tan duramente califica.

Aunque en rigor, tal vez lo que en este libro se defiende no es lo mismo que el señor Alarcón ataca, como los molinos que atacaba Don Quijote no eran los gigantes que él veía.

No es lo peor que el naturalismo no sea como sus enemigos se lo figuran, sino que se parezca muy poco a la idea que de él tienen muchos de sus partidarios, llenos de una fe tan imprudente como todas las que son ciegas.

En España, y puede ser que fuera suceda lo mismo, las ideas nuevas suelen comenzar a pudrirse antes de que maduren: cuando los españoles capaces de pensar por cuenta propia todavía no se han convencido de algo, ya el vulgo está al cabo de la calle, y ha entendido mal lo que los otros no acababan de entender bien. Lo malo de lo vulgar no es el ser cosa de muchos, sino de los peores, que son los más. Las ideas que se vulgarizan pierden su majestad, como los reyes populacheros. Porque una cosa es propagar y otra vulgarizar. Los adelantos de las ciencias naturales vulgarizados han dado por fruto las novelas absurdas de Verne y los libros de Figuier. El positivismo que ha llegado a los cafés, y acaso a las tabernas, no es más que la blasfemia vulgar con algunos términos técnicos.

El naturalismo literario, que en España han admitido muy pocas personas formales, hasta ahora, cunde fácilmente, como un incendio en un almacén de petróleo, entre la gente menuda aficionada a lecturas arriesgadas. Es claro que el naturalismo no es como esos entusiastas, más simpáticos que juiciosos, lo comprenden y predican. El naturalismo, según ellos, lo puede derrotar el idealismo cinco veces en una hora: el naturalismo, según él, no lo ha entendido el señor Alarcón todavía, y lo que es más doloroso, el señor Campoamor tampoco. Para éste es la imitación de lo que repugna a los sentidos; para Alarcón es... la parte contraria.

El libro a que estos renglones sirven de prólogo es uno de los que mejor exponen la doctrina de esa nueva tendencia literaria tan calumniada por amigos y enemigos.

¿Qué es el naturalismo? El que lea de buena fe, y con algún entendimiento por supuesto, los capítulos que siguen, preparado con el conocimiento de las obras principales, entre las muchas a que ésta se refiere, podrá contestar a esa pregunta exactamente o poco menos.

Yo aquí voy a limitarme, en tal respecto, a decir algo de lo que el naturalismo no es, reservando la mayor parte del calor natural para elogiar, como lo merece, a la señora que ha escrito el presente libro. Porque, a decir verdad, si para mí es cosa clara el naturalismo, lo es mucho más el ingenio de tan discreto abogado, que me recuerda a aquel otro, del mismo sexo, que Shakespeare nos pinta en El mercader de Venecia.

El naturalismo no es la imitación de lo que repugna a los sentidos, señor Campoamor, queridísimo poeta; porque el naturalismo no copia ni puede copiar la sensación, que es donde está la repugnancia. Si el naturalismo literario regalase al señor Campoamor los olores, colores, formas, ruidos, sabores y contactos que le disgustan, podría quejarse, aunque fuera a costa de los gustos ajenos (pues bien pudieran ser agradables para otros los olores, sabores formas, colores y contactos que disgustasen al poeta insigne). Pero es el caso que la literatura no puede consistir en tales sensaciones ni en su imitación siquiera. Las sensaciones no se pueden imitar sino por medio de sensaciones del mismo orden. Por eso la literatura ha podido describir la peste de Milán y los apuros de Sancho en la escena de los batanes, sin temor al contagio ni a los malos olores. El argumento del asco empleado contra el naturalismo no es de buena fe siquiera.

El naturalismo no es tampoco la constante repetición de descripciones que tienen por objeto representar ante la fantasía imágenes de cosas feas, viles y miserables. Puede todo lo que hay en el mundo entrar en el trabajo literario, pero no entra nada por el mérito de la fealdad, sino por el valor real de su existencia. Si alguna vez un autor naturalista ha exagerado, falto de tino, la libertad de escoger materia, perdiéndose en la descripción de lo insignificante, esta culpa no es de la nueva tendencia literaria.

El naturalismo no es solidario del positivismo, ni se limita en sus procedimientos a la observación y experimentación en el sentido abstracto, estrecho y lógicamente falso, por exclusivo, en que entiende tales formas del método el ilustre Claudio Bernard. Es verdad que Zola en el peor de sus trabajos críticos ha dicho algo de eso; pero él mismo escribió más tarde cosa parecida a una rectificación; y de todas maneras, el naturalismo no es responsable de esta exageración sistemática de Zola.

El naturalismo no es el pesimismo, diga lo que quiera el notable filósofo y crítico González Serrano, y por más que en esta opinión le acompañe acaso la poderosa inteligencia de Doña Emilia Pardo Bazán, autora de este libro. Verdad es que Zola habla algunas veces —por ejemplo, al criticar Las tentaciones de san Antonio— de lo que llamaba Leopardi «l’infinita vanità del tutto»; pero esto no lo hace en una novela; es una opinión del crítico. Y aunque se pudiera demostrar, que lo dudo, que de las novelas de Zola y de Flaubert se puede sacar en consecuencia que estos autores son pesimistas, no se prueba así que el naturalismo, escuela, o mejor, tendencia pura y exclusivamente literaria, tenga que ver ni más ni menos con determinadas ideas filosóficas acerca de las causas y finalidad del mundo. Ninguna teoría literaria seria se mete en tales libros de metafísica; y menos que ninguna el naturalismo, que, en su perfecta imitación de la realidad, se abstiene de dar lecciones, de pintar los hechos como los pintan los inventores de filosofías de la historia, para hacerles decir lo que quiere que digan el que los pinta: el naturalismo encierra enseñanzas, como la vida, pero no pone cátedra: quien de un buen libro naturalista deduzca el pesimismo, lleva el pesimismo en sí; la misma conclusión sacará de la experiencia de la vida. Si es el libro mismo el que forzosamente nos impone esa conclusión, entonces el libro podrá ser bueno o malo, pero no es, en este respecto, naturalista. Pintar las miserias de la vida no es ser pesimistas. Que hay mucha tristeza en el mundo, es tal vez el resultado de la observación exacta.

El naturalismo no es una doctrina exclusivista, cerrada, como dicen muchos: no niega las demás tendencias. Es más bien un oportunismo literario; cree modestamente que la literatura más adecuada a la vida moderna es la que él defiende. El naturalismo no condena en absoluto las obras buenas que pueden llamarse idealistas; condena, sí, el idealismo, como doctrina literaria, porque éste le niega a él el derecho a la existencia.

El naturalismo no es un conjunto de recetas para escribir novelas, como han creído muchos incautos. Aunque niega las abstracciones quiméricas de cierta psicología estética que nos habla de los mitos de la inspiración, el estro, el genio, los arrebatos, el desorden artístico y otras invenciones a veces inmorales; aunque concede mucho a los esfuerzos del trabajo, del buen sentido, de la reflexión y del estudio, está muy lejos de otorgar a los necios el derecho de convertirse en artistas, sin más que penetrar en su iglesia. Entren en buena hora en el naturalismo cuantos lo deseen..., pero en este rito no canta misa el que quiere: los fieles oyen y callan. Esto lo olvidan, o no lo saben, muchos caballeros que, por haberse enterado de prisa y mal de lo que quiere la nueva tendencia literaria, cogen y se ponen a escribir novelas, llenos de buena intención, dispuestos a seguir en todo el dogma y la disciplina del naturalismo... Pero, fides sine operibus nulla est. Autor de estos hay que tiene en proyecto contar las estrellas y todas las arenitas del mar, para escribir la obra más perfecta del naturalismo. Ya se han escrito por acá novelas naturalistas con planos; y no falta quien tenga entre ceja y ceja una novela política, naturalista también, en la que, con motivo de hacer diputado al protagonista, piensa publicar la ley electoral y el censo. Lástima que tales extravíos no sean siquiera excesos del ingenio, sino producto de medianías aduladas, que, merced a la facilidad del trato social, piensan que por codearse en todas partes con el talento, y hasta discutir con él, pueden atreverse a las mismas empresas...

Y ya es hora de dejar el naturalismo, y hablar de la escritora ilustre que con maestría lo defiende, no sin muchas salvedades, necesarias por culpa de las confusiones a que ya me he referido.

No necesita Emilia Pardo Bazán que yo ensalce sus méritos, que son bien notorios. Los recordaré únicamente para hacer notar el gran valor de su voto en La cuestión palpitante. Hay todavía quien niega a la mujer el derecho de ser literata. En efecto, las mujeres que escriben mal son poco agradables; pero lo mismo les sucede a los hombres. En España, es preciso confesarlo, las señoras que publican versos y prosa suelen hacerlo bastante mal. Hoy mismo escriben para el público muchas damas, que son otras tantas calamidades de las letras, a pesar de lo cual yo beso sus pies. Aun de las que alaba cierta parte del público, yo no diría sino pestes una vez puesto a ello. Hay, en mi opinión, dos escritoras españolas que son la excepción gloriosa de esa deplorable regla general; me refiero a la ilustre y nunca bastante alabada doña Concepción Arenal y a la señora que escribe La cuestión palpitante.

La literata española no suele ser más instruida que la mujer española que se deja de letras: todo lo fía a la imaginación y al sentimiento, y quiere suplir con ternura el ingenio. Lo más triste es que la moralidad que esas literatas predican, no siempre la siguen en su conducta mejor que las mujeres ordinarias. Emilia Pardo Bazán, que tiene una poderosa fantasía, ha cultivado las ciencias y las artes, es un sabio en muchas materias y habla cinco o seis lenguas vivas. Prueba de que estudia mucho y piensa bien, son sus libros histórico-filosóficos, como, por ejemplo, la Memoria acerca de Feijoo, el Examen de los poemas épicos cristianos, el libro San Francisco y otros muchos. De la fuerza de su ingenio hablan principalmente sus novelas Pascual López y Un viaje de novios. Esta última obra ha puesto a su autora en el número de los primeros novelistas del presente renacimiento. Pero la señora Pardo Bazán emprende en La cuestión palpitante un camino por el que no han andado jamás nuestras literatas: el de la crítica contemporánea. ¡Y de qué manera! ¡con qué valentía! Espíritu profundo, sincero, imparcial, sin preocupaciones, sin un papel que representar necesariamente en la comedia de la literatura que se tiene por clásica, al estudiar Emilia Pardo lo que hoy se llama el naturalismo literario, así en las novelas que ha producido como en los trabajos de crítica que exponen sus doctrinas, no pudo menos de reconocer que algo nuevo se pedía con justicia; algo valía lo que, sin examen y con un desdén fingido, condenan tantos literatos empalagosos y holgazanes, que no piensan más que en saborear las migajas de gloria o de vanagloria que el público les concede, sobrado benévolo.

Es triste considerar que en España la buena fe, la sinceridad, apenas han llegado a las letras. La misma afectación que suele haber en el estilo y en la composición de las obras de fantasía, la hay en el pensar y en el sentir: como se habla con frases hechas, se piensa con pensamientos hechos. Y no hay nadie que a los académicos hueros, que no se avergüenzan de vestir un uniforme a fuer de literatos, los silbe sin piedad y ridiculice con sátira que quebrante huesos. La literatura así es juego de niños o chochez de viejos. Se ha recibido aquí el naturalismo con alardes de ignorancia y groserías de magnate mal educado, con ese desdén del linajudo idiota hacia el talento sin pergaminos. Crítico ha habido que ha llegado a decirnos que nos entusiasmamos con el naturalismo, porque... ¡hemos leído poco! Que nada de eso es nuevo; que ya en Grecia, y si se le apura, en China, había naturalistas; que todo es natural sin dejar de ser ideal, y viceversa, y que en letras lo mejor es no admirarse de nada.

La cuestión palpitante demuestra que hay en España quien ha leído bastante Y pensado mucho, y sin embargo reconoce que el naturalismo tiene razón en muchas cosas y pide reformas necesarias en la literatura, en atención al espíritu de la época.

Emilia Pardo es católica, sinceramente religiosa; ama las letras clásicas, estudia con fervor las épocas del hermoso romanticismo patrio, y con todo reconoce, porque ve claro, que el naturalismo viene en buena hora porque ha sabido llegar a tiempo. Se puede combatir aisladamente tal o cual teoría de autor determinado; se puede censurar algún procedimiento de algún novelista, las exageraciones, el espíritu sistemático; pero negar que el naturalismo es un fermento que obra en bien de las letras, es absurdo, es negar la evidencia.

Sabe la autora simpática, valiente y discretísima de este libro a lo que se expone publicándolo. Yo sé más; sé que hay quien la aborrece, a pesar de que es una señora, con toda la brutalidad de las malas pasiones irritadas; sé que no la perdonarán que trabaje con tal eficacia en la propaganda de un criterio, que ha de quitar muchos admiradores a ciertas flores de trapo que pasan por joyas de nuestra literatura contemporánea. Nada de eso importa nada. La literatura vieja, que todavía viste calzón corto en las solemnidades, y baila una especie de minué al recibir y apadrinar a los que admite en sus academias, tiene el derecho a las manías de la decrepitud. Nuestros escritores pseudo-clásicos, que se pasan la vida limpiando y dando esplendor a la herrumbre del idioma, me recuerdan a cierta pobre anciana de una célebre novela contemporánea. Ya perdido el juicio, vive con la manía de la limpieza, y no hace más que frotar cadenas y dijes para que brillen sin una mancha, como soles. Nuestros literatos clásicos, que son los románticos de ayer, suspiran con el hipo del idealismo mal comprendido, y faltos ya de ingenio para decir cosa nueva, se entretienen en lucir sus alhajas de antaño y limpiarlas una y otra vez, como la pobre vieja. En paz descansen.

¡Lo más triste es que cierta parte de la juventud, codiciando heredar los nichos académicos, adula a esos maníacos, y hace ascos también a lo nuevo, y revuelve papeles viejos, y lee a Zola traducido!

Al ver tanta miseria, ¿cómo no admirar y elogiar con entusiasmo a quien desdeña halagos que a otros seducen, y se atreve a provocar tantos rencores, a contrarrestar tantas preocupaciones, a sufrir tantos desaires, sacrificándolo todo a la verdad, a la sinceridad del gusto, esa virtud aquí confundida con el mal tono, y casi casi, con la mala crianza?

Estéticos trasnochados que dividís las cosas en tres partes, y no leéis novelas, y después habláis de literatura objetiva y subjetiva, como si dijérais algo: pseudoclásicos insípidos, que aún no os explicáis por qué el mundo no admira vuestros versos a Filis y Amarilis, y despreciáis los autores franceses modernos porque están llenos de galicismos: revisteros mal pagados, que traducís a los Sarcey, a los Veron, a los Brunetière, para mandarlos a España en vuestras Correspondencias de París, traduciendo sin pensarlo hasta los rencores, las venganzas y la envidia de los críticos idealistas, pero no ideales: gacetilleros metafísicos, eruditos improvisados, imitadores cursis, apóstoles temerarios, novelistas desorientados, dramaturgos enmohecidos... leed, leed todos La cuestión palpitante, que aprenderéis no poco, y olvidaréis acaso (que es lo que más importa) vuestras preocupaciones, vuestras pedanterías, vuestra ciega cólera, vuestros errores tenaces, vuestras injusticias, vuestra impudencia y vuestros cálculos sórdidos respectivamente.

De este libro dirá algún periódico, idealista por lo visionario, «que está llamado a suscitar grandes polémicas literarias».

¡Ojalá! Pero no. En España no suscitan polémicas más libros que los libelos.

Lo que suscitará este libro será muchos rencores taciturnos.

Aquí los literatos de alguna importancia no suelen discutir. Prefieren vengarse despellejando al enemigo de viva voz.

Debo añadir, que lo que más irritará a muchos no será la defensa de ciertas doctrinas, sino el elogio de ciertas personas.

¡Ojalá el que yo hago de Emilia Pardo Bazán pudiera poner amarillos hasta la muerte a varios escritores y escritoras... todos del sexo débil, porque en el literato envidioso hay algo del eterno femenino!

Clarín

Madrid, 14 de junio.