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Emilia Pardo Bazán

La literatura francesa moderna
El Romanticismo

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9953-980-5.

ISBN ebook: 978-84-9953-036-9.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Dedicatoria 9

Prefacio 11

I 15

II 28

III 51

IV 75

V 96

VI 110

VII 128

VIII 144

IX 157

X 176

XI 185

Epílogo 205

Libros a la carta 207

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

Dedicatoria

A la memoria de Don Antonio Cánovas del Castillo

La Autora.

Prefacio

Me propongo abarcar en su conjunto el arte literario francés desde fines del siglo XVIII —momento en que empieza la transformación del ideal nacional, clásico—, hasta el presente.

En descomposición la sociedad antigua; triunfante la revolución, la línea divisoria aparece tan clara, que es el hecho-guía. Francia recoge corrientes internacionales de romanticismo, venidas del Norte, y envía corrientes revolucionarias a Europa, sin que lo impida la evolución, realizada en Francia también, de la demagogia al cesarismo.

Los cien años de literatura que voy a reseñar son de vida muy intensa, de rápidos cambios en el gusto y en el ideal estético; pero quien llegue conmigo hasta el fin de la senda, notará cómo, bajo el aspecto de la diversidad y aun de la oposición, se esconden las consecuencias de un mismo principio, las raíces de un mismo árbol. Desde el primer momento existió en la nueva literatura, tan frondosa, tan brillante, el germen de la decadencia en que ha venido a hundirse; y nótese que no es lo mismo decaer por enfermedad congénita, que morir a su hora, de muerte natural, habiendo vivido sano. Sin duda, todas las formas literarias son perecederas; y no obstante (como en los individuos de la raza humana), varía mucho su constitución y el equilibrio de su salud. Así, el clasicismo francés traía elementos de vida normal, mientras el período que empieza en el romanticismo y acaba ahora en la desintegración y la anarquía, no ha sido, en su dolorosa magnificencia, sino el desarrollo de un germen morboso, un bello caso clínico.

Por la misma naturaleza de la evolución literaria de Francia en un siglo se explican los fenómenos y síntomas que presenta: su nerviosidad, sus accesos de sentimentalismo y humanitarismo, sus crisis sensuales, sus pretensiones científicas, sus accesos de misticismo, sus depravaciones. Si personalizásemos en un hombre al siglo, diríamos de él que era un desequilibrado genial, que acaba reblandecido.

El poeta francés que calificó a su siglo de caduco y a su edad de tardía tuvo en cierto sentido razón, porque si el romanticismo pareció brote de juventud, siempre lo fue de juventud enfermiza, y el concepto del «mal del siglo» responde con tal exactitud a esta afirmación, que casi dispensaría de formularla.

Lo ejemplar del estudio que emprendo consiste en advertir la estrecha relación que guarda el desarrollo de la literatura con el de la vida completa de esa gran Nación latina, embebida de espíritu práctico, maravillosamente acondicionada para ejercitar la prudencia y la mesura, y desviada y arrastrada hacia la aventura, el peligro estéril y las fronteras del suicidio por una serie de influencias fatales y por las prolongaciones y repercusiones de un hecho histórico que más bien debiera señalar rumbos de precaución política y social. Y es que de las revoluciones, lo menos terrible es su violencia en el terreno de los hechos materiales; lo violento dura poco. La perturbación del espíritu, en cambio; la labor, ya sorda, ya franca, de los apetitos, los sueños, los instintos y las concupiscencias —esta palabra teológica comprende lo espiritual y lo material-; la continua inquietud de pueblos donde todo está, no en formación, sino en disolución, tal fue y tal continúa siendo el «mal del siglo» de las Naciones en nuestra época, pero muy en primer término de Francia, que ha desempeñado la misión de propagar la enfermedad, transmitiéndola al mundo. En este oficio, suyo habrá sido, y es justicia, el mayor daño. No es aquí donde se ha de estudiar la evolución social y política de esa Nación rodeada de mágicos prestigios, que representó la mayor altura de la civilización latina, que se juzgó investida de misión providencial, que ansió ser luz del mundo, y que ha visto poco a poco extinguirse la irradiación de sus glorias, gangrenarse lo íntimo y profundo de sus energías morales; aquí solamente importa tal proceso histórico, por su estrecha relación y paralelismo con el literario, pudiéndose afirmar que, realmente, en la literatura se revela y manifiesta el alma de Francia, de los esplendores del Imperio a las tristezas de Sedán y las degeneraciones presentes.

No se crea que incurro en la vulgaridad de achacar a una literatura las desdichas de una Nación. Lo que quiero decir y lo que digo es que la literatura, en este caso, refleja fidelísimamente el estado social; muchas veces es su cómplice; otras, su resultante; y siempre, su expresión más reveladora. En este sentido, no hay independencia estética —salvo excepciones como un Gautier o un Leconte de Lisle— en la literatura que voy a estudiar. La misma variedad y complejidad de la literatura en Francia es la que puede observarse en la historia, e iguales enseñanzas se desprenden de ambos órdenes —enseñanzas graves y terribles, colectivas— que pueblos con más instinto de conservación no se han descuidado en recoger.

Sirva de disculpa a mi intento de reseñar este período tan significativo para la historia como para el arte, el influjo perpetuo que las letras francesas han ejercido en España. Ni es este un fenómeno que se haya contraído a los cien años que trataré, pues sin remontarnos a las influencias medioevales y del Renacimiento, tan sorprendentes por su difusión en tiempos hasta anteriores a la imprenta, encontramos a Francia en el clasicismo y el enciclopedismo español.

Todavía, en el mismo instante en que esto escribo, puede afirmarse que de la producción literaria extranjera, digo literaria propiamente, apenas conoce España sino lo elaborado en Francia. Gire el que lo dude una visita a las librerías españolas, y, si a tanto alcanza su observación, registre también las inteligencias, y vea de qué jugo están más nutridas. Y no hablemos de las Américas españolas, donde el culto y la imitación de los maestros y de los epígonos de la literatura francesa ha llegado a extremos lamentables, sobrado comentados y conocidos. Quizás para las generaciones jóvenes del Nuevo Mundo, subyugadas por sus admiraciones hasta sacrificarles las preciosas prendas de la independencia y la sinceridad, prendas de valor inestimable en todos los órdenes de la vida, ofrezca algún provecho un análisis sereno y relativamente breve del movimiento que les arrastra. Tal es el fin a que he mirado al coordinar y dar forma muy distinta de la que tuvieron en un principio a estos apuntes, que sirvieron de base a mis lecciones en la cátedra de Literatura Extranjera Moderna, profesada en la Escuela de Estudios superiores del Ateneo Científico y Literario de Madrid, el primer año en que la Escuela funcionó, por iniciativa de mi ilustre amigo D. Antonio Cánovas. Solo expliqué entonces la materia de este tomo: el Romanticismo. Los estudios sobre la Transición, el Naturalismo y la Decadencia o Anarquía formarán otros volúmenes.

I

Orígenes. Los prerrománticos. Tendencias nuevas: El Instinto: Juan Jacobo Rousseau. La Naturaleza: Bernardino de Saint-Pierre. ¿Fue romántico Andrés Chénier?

Si la palabra romanticismo se ha definido de mil modos y en todos ellos hay su parte de verdad; si para unos es la juventud en el arte, para otros la infracción de las reglas, para Víctor Hugo el liberalismo, para la Staël la sugestión de las razas del Norte, y para un crítico moderno —perogrullescamente— lo contrario del clasicismo, con la historia en la mano no puede negarse que el romanticismo en Francia representa (entre otras secundarias) tres direcciones dominantes: el individualismo, el renacimiento religioso y sentimental después de la Revolución y el influjo de la contemplación de la naturaleza, unido a alguno menos importante, como el localismo pintoresco.

Este romanticismo francés, traído por circunstancias históricas, y no del todo castizo, es un fenómeno complejo y en él coexisten elementos del soñador romanticismo alemán, del tradicionalista romanticismo español, del esplenético romanticismo inglés, del patriótico romanticismo italiano, y, dentro de cada uno de estos romanticismos nacionales, de centenares de romanticismos individuales, comunicados a la colectividad. Tal vez es ocioso decir que el romanticismo moderno apareció en los países sajones antes que en los latinos, hogar de las letras clásicas. Francia no ha sido excepción a la regla, y más bien pudiera asegurarse que en ningún país latino fue más genuina la formación del ideal clásico, aunque, en la tradición artística y literaria francesa en la Edad Media, encontremos tan copiosos elementos románticos, que los poetas del Cenáculo, al contemplar a la luz de la luna las torres de Nuestra Señora de París, no hacían más que enlazar el pasado con el presente.

Al salir, después del Renacimiento, del período de imitación clásica y erudita, aparecieron de realce en Francia ciertas cualidades, por las cuales ha solido caracterizarse el genio literario francés. Dotes de claridad, de buen sentido, de gusto delicado, de ironía sin excesiva amargura, de crítica fina de la ridiculez humana, de equilibrio y disciplina, de orden en exponer, de método en componer; todo lo que pudiera llamare antirromántico, brilló en la literatura francesa durante sus siglos de oro, el XVII y la primera mitad del XVIII. La agitación, más intelectual y política que literaria, que precede a la Revolución, rompe la armonía de aquella majestuosa literatura, tan enlazada al estado social, y el romanticismo brota sobre el terreno candente, obstruido por las ruinas y encharcado de sangre.

No ha faltado en Francia quien haya visto albores de romanticismo en los propios clásicos, en la honda psicología de Racine, en el nihilismo cristiano de Blas Pascal, en el desdichado amor de Calipso y hasta en la solemne melancolía de Bossuet. Por lo que hace a Racine, no dejo de compartir la idea. Racine fue un espíritu hondamente religioso, agitado por las tormentas de la pasión, y hasta se cree que por los tártagos del remordimiento. En su biografía sobreabundan los elementos románticos, y en su teatro, tan admirable, lo que corresponde al clasicismo es lo formal; lo esencial es romántico también. Quizás no exista, entre la hueste romántica, nadie que haya prestado al amor sentires más hondos y doloridos, y si por un lado Racine se acerca a los griegos, por otro es un moderno —lo más moderno que conozco— con vestidura de su época, naturalmente.

No olvidemos otra influencia prerromántica insinuante, exaltación de la sensibilidad en una época de seca galantería y helada corrupción: me refiero a las epistolistas, del género de la señorita de Lespinasse,1 autoras de cartas apasionadas, mujeres que presintieron el código moral de la dilatada progenie de Rousseau, promulgado más tarde por Lelia; precursoras del dogma de la santidad de la pasión y de ese lirismo individualista que hace de un corazón eje y centro del mundo. En la confusión cada vez mayor que va a establecerse entre lo vivido y lo escrito, las Alcofurados que desde un claustro se derretían en incendiarias epístolas, los episodios pasionales, como el de Sofía y Mirabeau, las tiernas Aissés, iban a ejercer acción poderosa.

La Enciclopedia, o mejor dicho, el espíritu enciclopédico, que es centrífugo, irradiando más allá de la nacionalidad, sirvió de puente entre los últimos clásicos y la naciente ebullición romántica. En realidad, no hay cosa que parezca más opuesta al romanticismo que la Enciclopedia; y no solo lo parece, sino que, bien examinados los enciclopedistas, les penetra hasta la medula el clasicismo y el prosaísmo racionalista nacional. Sirvió, no obstante, para preparar la transición, mediante la tendencia anárquica, tan marcada en autores como Diderot, la importación de elementos ingleses y la agitación política y social.

Contemporáneo de los enciclopedistas, pero opuesto a ellos, es el que, con rara unanimidad, señalan los críticos como iniciador del romanticismo: el insinuante y contagioso Rousseau.2

Antes de hablar del iniciador del romanticismo, conviene que yo insista en algo ya indicado en el breve prefacio de estos estudios. Y es que si la ortodoxia crítica enseña a considerar el arte literario principalmente en su aspecto estético, hay momentos, o por mejor decir épocas, en las cuales lo histórico se sobrepone, y las obras de arte no pueden mirarse con el elevado desinterés con que miramos hoy una estatua griega, un vaso ítalo-etrusco o un tríptico medioeval. Desde la Enciclopedia, pasando por la Revolución y sus consecuencias, hoy plenamente desenvueltas en las corrientes sociales, rara será la página de literatura francesa en que podamos aislar de elementos extraños la belleza literaria. La estética pura murió con Luis XV. Resucitará algunas veces; vendrán las «torres de marfil», pero la marea lo arrastrará todo. En los siglos de oro, en las naciones sólidamente arraigadas, es donde florece la belleza con libertad mayor. Racine, al crear Fedra, no sufría la imposición de la lucha, la inquietud de la hora; solo el ardiente soplo de la musa le encendía el espíritu.

En general, no necesitamos conocer la biografía de los grandes artistas puros; debe bastarnos el examen de su labor; mas en el caso presente, la biografía y la individualidad adquieren importancia, solo comparable a la que revisten los escritos por su influencia en los sucesos. Sirva de excusa y pasemos adelante.

Menos que en nadie, pueden aislarse en Rousseau los escritos y la vida. Su carácter ha sido juzgado con merecida severidad, sin otra disculpa que la vesania: no recuerdo si Lombroso le incluye entre los matoides, pero sería justo. Elocuente y lírico y sentimental en medio de sus sequedades de corazón (a fuer de desequilibrado), habrán existido pocos escritores tan estrechamente dependientes del influjo de las circunstancias. Sus miserias físicas y morales forman parte de su retórica, como el cinismo de Villón formaba parte de su poesía; hay, sin embargo, la diferencia de que en Rousseau, representante de los tiempos que advienen, se abre camino la tendencia (tan significativa dentro de la grave enfermedad moral contemporánea) a hacer la apoteosis de todos los instintos humanos, antes reprobados, y hoy sancionados, en el mero hecho de existir.

Es increíble la suma de elementos perturbadores que aporta Rousseau. Nótese lo que pesa en su vida el nacer plebeyo. Más tarde, los románticos, con Víctor Hugo a la cabeza, se preciarán de aristócratas; Beránger dará una nota original hablando de «su viejo abuelo, el sastre». Sin ser Rousseau el primer escritor salido de las filas del pueblo, es el que primero alardea de la soberbia demagógica que va a desplegar triunfalmente la Revolución, bajo el nombre de «igualdad».

Pechero en una sociedad linajuda; pobre con imaginación para soñar la riqueza; envilecido, depravado, y tal vez anómalo en su organismo; vago y buscavidas a lo Gil Blas, pero sin buen humor, que es género de resignación; aquí lacayo, allí dómine; enfermizo desde la cuna, hipocondríaco, presa del delirio persecutorio, nació Juan Jacobo para enseñar a un siglo la triste ciencia de devorarse el corazón, y para suscitar la «juventud que no ríe», los aburridos, los fatales, los frenéticos y los suicidas. Con tanto como se ha hablado de «la carcajada estridente» y del gélido escepticismo volteriano, hoy, pasada la hora de la negación frívola, y ateniéndose a lo real, se ve cuánto más corruptor es Rousseau y cuán larga la vibración de sus instigaciones. El heraldo de la nueva literatura no es el gran prosista autor de Cándido, sino el poeta en prosa autor de La Nueva Eloísa.

En un rasgo de lucidez crítica dijo de sí Rousseau que tenía alma afeminada. Así es el alma del romanticismo, o mejor dicho, del lirismo que inficiona a toda una generación. Es el alma típica del «enfant du siècle», de Rolla, de Wherter acaso. Se inicia el descenso de la masculinidad y empiezan las quejas, los llantos y las exhibiciones de lo íntimo, el ansioso llamamiento a la compasión humana. Rousseau, con Las Confesiones, lo inaugura. Ciertamente, hacía bastantes siglos, en una ciudad africana hoy devastada y en ruinas, se habían escrito otras Confesiones. Y no sé si hay algo más varonil que el espectáculo dado por el Obispo de Hipona al sacar de su culpa su grandeza moral, mediante el arrepentimiento fecundo. La novedad en Rousseau, ¡y qué transcendencia la de tal novedad!, es que no se arrepiente. «Somos así... ¿No lo sabíais? Pues hay que glorificar lo que es, únicamente porque es...». Y fluyen las corrientes de lenidad, el más activo agente de las disoluciones...

Rousseau fue un ídolo. El hijo del relojero ginebrino; el literato hambrón que vivía de copiar música, se apoderó del porvenir, no acusándose, sino exhibiéndose. —El ideal de la dignidad humana ha sufrido el primer bofetón: su calvario continuará—. Mientras los enciclopedistas pretendían instaurar a galope toda la ciencia y crear la Suma moderna, Rousseau, dejándose atrás el monumento de cartón, ahondaba en sí mismo —en un yo degradado—, y triunfaba. La revolución política y social, preparada por la Enciclopedia, vino impregnada de Rousseau; en ella y en la literaria perdura el impulso. Bárbaros sublimes como Tolstoy, que parecen magníficos osos polares, llevan en sí a Rousseau disfrazado, bajo una piel densa, que engaña.

Acaso un fenómeno psicológico provocante a risa, manantial de donaires para la musa cómica, fue uno de los factores literarios de Rousseau: la timidez. No la timidez delicada del que desconfía de sí mismo, sino la del exaltado amor propio. Temperamento muy combustible, espíritu sentimental —digan lo que quieran algunos críticos empeñados en negar a Rousseau hasta las cualidades de sus defectos—, solo en la literatura acertó a revelarse. Cohibido siempre ante las mujeres, y más cohibido cuanto más prendado, buscó desahogo en la música y en la página escrita, y así, finalmente, pudo conseguir la completa expansión presentida en la juventud y ansiada con entera conciencia en la edad madura. «Hago —decía en sus Confesiones— lo que no hizo nadie: mi ejemplo es único; muestro patente mi interior, tal cual lo has visto tú, ¡oh, Ser Supremo!». Y es verdad: antes de Rousseau no existían pelícanos. Después sí: larga serie de poetas veremos desfilar, arrancándose las entrañas para ofrecerlas al público sangrando aún. Y, a fuerza de mostrar, no serán solo las entrañas.

No queriendo citar de ningún autor sino las obras realmente significativas, de Rousseau señalaré las siguientes: Discurso sobre las ciencias y las artes, Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad, Carta sobre los espectáculos, Emilio, La Nueva Eloísa, El Contrato Social, Las Confesiones. Los cuatro últimos son libros innovadores y disolventes; Emilio desbarata la antigua pedagogía; La Nueva Eloísa abre senda a la pasión y entierra la galantería caduca, con ritornelos de minué; El Contrato Social prepara la obra de la Convención y la declaración de los Derechos del hombre; Las Confesiones fundan el subjetivismo romántico. No puede hacerse más con menos tinta.

Y cabe añadir: con menor cantidad de ideas. Contadas —pero de extraordinario dinamismo en aquel momento— fueron las propagadas por Rousseau, o mejor sus utopías. En distinta forma que Diderot, afirmaba la inocencia primitiva del hombre y un estado anterior a la civilización, en que todo era paz, pureza, armonía y virtud. La sociedad se encargó de pervertir a un ser venturoso y noble, muerto para la dicha y el bien desde que trocó la vida de desnudez en las selvas por la ignominia del traje. La cultura es el mayor enemigo de la verdad. Las ciencias y las artes, la literatura, los teatros, los museos, cuanto creemos que embellece el existir, lo corrompe y deprava. He aquí una de las ideas de Rousseau que trajeron más cola. Aun hoy andan glosándola los «futuristas». No es mucho que Voltaire, con la ironía de su perspicacia, dijese que al leer tales lucubraciones entraban deseos de ponerse a cuatro pies. La gente hizo más caso al utopista que al burlón. De esta concepción de los orígenes de la sociedad, que no parece sino inspirada en el que Cervantes llama inútil razonamiento de Don Quijote a los cabreros (tan acorde con las doctrinas de Rousseau hasta en lo referente a moral sexual), se derivó la filosofía del derecho político del Contrato, el individualismo socialista, la negación de la autoridad y de la propiedad y casi todo el movimiento social presente. Debe tenerse en cuenta que Rousseau no era realmente lo que se llama un revolucionario; no aconsejaba que se destruyese, antes que se conservase, lo existente; bien se lo echaron en cara sus amigos de un día, los que entonces ostentaban el calificativo de filósofos, y que, al contrario de Rousseau, creían firmemente en la necesidad de la convulsión política, en el advenimiento de tiempos mejores y en el triunfo final de la razón, mediante la libertad, panacea soberana. La distinción entre la democracia y el socialismo estaba iniciada desde el disentimiento de Rousseau y los enciclopedistas, y Proudhon no necesitó, para emitir su famoso axioma, sino empaparse en el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad.

El Contrato supone que el hombre, al asociarse —con plena conciencia de sus derechos—, ha pactado y estipulado condiciones. «Es —escribe Pablo Albert, severísimo censor de Rousseau— la supresión de la libertad en pro de la igualdad; la Esparta de Licurgo propuesta como ideal; la intolerable confusión de las sociedades modernas con las antiguas. Los ciudadanos espartanos tenían esclavos...; nosotros no; los esclavos sufrían el peso de la asociación, sin formar parte de ella». A pesar de fundarse en una hipótesis gratuita, la acción de El Contrato fue inmensa y duradera, así en los hechos históricos como en el pensamiento científico. Un sabio profesor español, Dorado Montero, ha podido decir con exactitud que fue el influjo de Rousseau tan absoluto y visible que no hubo pensador que se sustrajera a él, aun los que se proponían combatirlo; hallándose no pocos economistas y filósofos contemporáneos, más que inspirados, saturados de la doctrina de El Contrato Social.

La misma tesis que en los Discursos y El Contrato hállase en el Emilio. Puesto que el hombre nace bueno, que sus instintos natura les son sagrados, y es la sociedad la que le pierde, la mejor pedagogía será la que más le aproxime a la naturaleza. Dejar al niño entregado a su espontaneidad; suprimir castigo y premio; no darle enseñanza religiosa, ni científica, ni literaria. Al lado de tal sistema, que convertiría al alumno en un Segismundo, criado como las fieras en el bosque, hay en el Emilio algo muy provechoso a la generación que tan ávidamente leía y con tal fanatismo se dejaba guiar por la novela pedagógica de Rousseau. No me refiero a los preceptos concernientes a la lactancia materna, al aprendizaje de un oficio manual,3 ni a la enseñanza intuitiva —aunque nadie pueda negarles originalidad en aquel momento-; aludo al sistema de fomentar el desarrollo físico y las energías vitales en el alumno; porque si bien se mira, y descartando afectaciones hoy candorosas, lo que se deduce del Emilio es la obediencia a las leyes naturales, y la máxima de que la institución humana debe anteponerse, y en último caso, sobreponerse a la institución científica. No he menester añadir que este principio late y predomina ya en los sistemas de educación de los países más vigorosos, por ejemplo, Inglaterra.

Considerando que el talento de Rousseau está más condicionado por los impulsos de la voluntad (en cuanto sentimiento) que por el raciocinio, no parecerá extraño que los libros suyos que conservan mayor frescura sean aquellos en que ni aun pretende filosofar: una novela y una autobiografía: La Nueva Eloísa y las Confesiones. Aunque el lirismo sensual de Rousseau asoma su oreja de fauno en otros escritos, en estos se ostenta con indecible seducción agitadora, más peligrosa cuando el romanticismo se acercaba. Los que hoy leemos a Rousseau estamos, por decirlo así, vacunados mediante una sueroterapia de lecturas sugestivas, y antes que a contagiarnos, propendemos a notar y satirizar el énfasis risible, la fraseología anticuada, la declamación, todo lo que marchita y encanece a un libro recargado de las sensiblerías de la época que, entre apologías de la inocencia y la virtud, iba a recibir de los Saint-Just y Robespierre, lectores de Rousseau, un baño completo de sangre; y con todo eso, en ciertos pasajes, por ejemplo, la Carta XIV y la XXXVIII de la primera parte de La Nueva Eloísa, o los recuerdos de la infancia en las Confesiones, nos sentimos subyugados y comprendemos la fascinación. La novela psicológica y pasional, que ha llegado actualmente a perfección intachable, no tiene el calor y la sinceridad íntima de La Nueva Eloísa, sin duda composición extravagante y quimérica, pero, en su primera parte, filtro. La vivacidad de las pinturas, que nunca rayan en impudor ni menos en grosería, debió de parecer, y era, decencia y delicadeza, en aquel siglo acostumbrado al desenfreno del estilo y a los madrigaletes eróticos; y Julia y Saint-Preux trajeron una ráfaga de ideal.

Es verdad trillada que a un escritor no se le comprende si no se le coloca en el ambiente de su época. Juan Jacobo, dado el tiempo en que vivía, no fue libre en la frase, si exceptuamos algunos pasajes crudos que se encuentran en las Confesiones. Su estilo revela, por el contrario, prurito de nobleza. A no ser así no se explicaría que subyugase la imaginación de las mujeres, encontrando en ellas rendidas admiradoras, sectarias incondicionales. Y no eran las mujeres del siglo de Rousseau ovejas del dócil rebaño. De Rousseau aprendieron el romanticismo de la maternidad, y las dos más ilustres literatas de Francia en este siglo, la Staël y Jorge Sand, en Rousseau se moldearon, sin hablar de aquella Roland, que reprodujo fielmente el tipo de Julia.

El estilo de Rousseau, musical y pintoresco, sujeto a la retórica de su época, la sufre impaciente y se desborda. Él hizo de la prosa y de la poesía dos hermanas siempre en litigio: la que llamamos prosa poética, con sus bellezas y sus intolerables defectos, es creación de Rousseau; la veremos llegar al límite de la sonoridad y del colorido en la pluma de Chateaubriand.

El ansia de expresar afectos y sueños que en la vida real la timidez comprimía dolorosamente; la protesta contra una sociedad a la cual oponía el estado primitivo, la idílica edad de oro, y el deísmo exaltado, el culto del Ser Supremo contra el de la Diosa Razón; estas tres formas del sentimiento y del pensamiento de Juan Jacobo, se reúnen para crearle iniciador del culto de la naturaleza, cuya vista y contemplación le causaba transportes semejantes a los transportes amorosos. También la afición al campo, para decirlo llanamente, se ha vulgarizado y ha llegado a ser patrimonio del último burgués; pero entonces la jardinería, como la pedagogía, se enterraba en un conjunto de reglas para recortar, alinear, desfigurar, en suma, la obra de Dios, y no era dogma establecido que el paisaje más hermoso es el más intacto. Sentir el campo como se siente la música, que arrulla y excita, que produce simultáneamente languidez y embriaguez, tampoco era entonces costumbre ni aun de los que se pasaban la vida rimando pastoriles simplezas. El paisaje escrito, como el paisaje pintado, es un fruto de nuestra edad. Rousseau trajo la llave de oro de un mundo mágico. Por vez primera un paisaje escrito fue «un estado de alma». Sobre el lienzo, Watteau había dado esta nota de profunda poesía; Rousseau la dio en el papel, abriendo la puerta a artistas que habrían de sobrepujarle en fuerza descriptiva y en resonancia del alma de las cosas: Bernardino de Saint-Pierre y Chateaubriand. No fue en Rousseau un lugar común de retórica aquel sentimiento de la naturaleza que comunicó a la literatura. Hay críticos que señalan como fecha memorable para la renovación literaria la del día en que madama de Warens dijo a Juan Jacobo, señalando a una florecilla azul: «¡Pervinca!», grito que Juan Jacobo repetía enajenado muchos años después. Y es que para su imaginación era un sortilegio la naturaleza. Él nos lo dice, en uno de sus momentos de plena sinceridad: «Mi fantasía, que se exalta en el campo y bajo los árboles, languidece y sucumbe en la habitación, bajo los pontones de un techo. Muchas veces he lamentado que no existiesen Driadas; de seguro que entre ellas me hubiese fijado yo».

Aunque menos influyente que Juan Jacobo, el autor de Pablo y Virginia4 es tipo expresivo; en él se ve con claridad la transición del siglo XVIII al XIX. He aquí la fácil genealogía de Pablo y Virginia: esta novela es hija de Robinsón, madre de Atala y abuela de El casamiento de Loti y La señorita Crisantelmo. En las letras no hay generación espontánea; todo libro nace de otro libro, toda idea de otra idea (sin detrimento de la verdadera originalidad, que consiste en el carácter individual de las obras).

Bernardino de Saint-Pierre aplicó la utopía de Rousseau, pintando el amor lejos de la sociedad, que todo lo marchita y corrompe. Los criollos Pablo y Virginia, inocentes capullos acariciados por la brisa de los trópicos, cargada de aromas de limonero en flor, al ponerse en contacto con la sociedad, sucumben. Tal es el asunto del idilio que hizo derramar lágrimas al oficial de artillería que se llamaba Napoleón Bonaparte El autor traducía en el tierno episodio, entresacado de los Estudios de la naturaleza, sus propias aspiraciones: toda la vida soñó Bernardino poseer una isla desierta como la de Robinsón, fundando en ella una colonia para refugio de las gentes desgraciadas, virtuosas y sensibles, y ejerciendo la dictadura; quimera que estuvo a pique de convertirse en realidad cuando esperaba de la gran Catalina de Rusia, enamoriscada de él, según dicen, una concesión de terreno a las márgenes del lago Aral, donde renovar la edad de oro e instituir, el Edén. Aunque misántropo y alucinado como Juan Jacobo en la segunda mitad de su vida, no fue tan amargo ni tan receloso Bernardino; conoció afectos de familia, y su inspiración bucólica, oreada por el soplo de la musa de Virgilio, hizo de él un paisajista incomparable. Sus paisajes son sobrios, finos de color (como diríamos hoy), dulces, blandos; sus comparaciones siempre felices y apropiadas, y su fantasía casta, melancólica y riente a la vez. Modelo de belleza tomada directamente de la naturaleza misma, es aquel encantador pasaje referente a la niñez de Pablo y Virginia, a aquella intimidad en la cuna que les predestina, por decirlo así. Todavía hoy se lee con delicia la comparación de los dos brotes de árbol, y encanta la miniatura de los dos niños «desnudos, que apenas pueden andar, cogiditos de la mano y por los brazos, como suele representarse la constelación de Géminis».

Del que escribió un idilio tan tierno y supo despertar la sensibilidad y hacer derramar más lágrimas por la criolla Virginia que nunca fueron derramados por la griega Ifigenia, se ha dicho lo mismo que de Rousseau: que su vida estaba en abierta contradicción con sus escritos, su estilo con su verdadero carácter. Apologista del amor puro y desinteresado, Bernardino de Saint-Pierre se pasó la mocedad, y aun la edad madura, buscando boda fastuosa, mujer rica e ilustre. Su hermosa presencia le prometía en tal aspiración feliz suceso; pero lo cierto es que Bernardino de Saint-Pierre consiguió triunfos de galantería, sin lograr el casamiento brillante con que soñaba. Si la princesa rusa María Miesnik accede a santificar ante el ara unas relaciones secretas, es probable que los Estudios de la naturaleza jamás hubiesen visto la luz.

Lástima grande sería, porque Bernardino de Saint-Pierre, cuyo mal sino literario —dice con razón un eminente crítico— ha sido llegar a la palestra después que Rousseau y antes que Chateaubriand, es superior a aquel por la precisión y acierto del pincel, y a este por la suavidad y delicadeza del sentimiento. Muy olvidado está hoy, y hasta puede decirse que una capa de suave ridiculez ha caído sobre la historia de Pablo y Virginia; pero ¿acaso se lee más La Nueva Eloísa? ¿Acaso el ardoroso episodio de Veleda, acaso los amoríos y la muerte de Atala no duermen en el mismo cenotafio, donde, excepto contadas obras señaladísimas del humano ingenio, paran todos los libros que un día agitaron el espíritu y concretaron el ensueño de una generación? Cada libro eficaz produce un movimiento, hace pensar o sentir, o las dos cosas a la vez; y, causado lo que causar debía, va primero a la penumbra, luego a la sombra. Su efecto continúa, manifestado en otros libros, en la impulsión general de una época. La primer prolongación visible de la escuela de Saint-Pierre son Chateaubriand y Lamartine.

Lo mismo que Rousseau, Bernardino de Saint-Pierre era deísta, admirador de la obra divina, convencido de su finalidad, que predicaba sin descanso; y estos deístas de fines del siglo XVIII, de un racionalismo optimista y reverente, fueron tal vez precursores de la gran reacción católica, bajo el romanticismo. En sus Estudios de la naturaleza, Bernardino de Saint-Pierre fustigaba a los ateos, y esta obra, demostración sistemática del orden providencial en lo creado, vino a su hora, antes del Genio del Cristianismo; no es extraño, sino característico de aquel momento, que, por ella, el clero pensase señalar una pensión a Saint-Pierre, considerándole el mejor apologista de la verdad contra los enciclopedistas y contra Buffon.

Entre los precursores del romanticismo hay quien cuenta a Andrés Chénier:5 yo no veo en él, salvo el espíritu de independencia, elemento romántico alguno.6 En los parnasianos podría comprobarse influencia suya: no en Chateaubriand, ni en Lamartine, ni en Hugo, ni en Musset. A pesar de la autoridad de Sainte Beuve, que no se equivocó en esto solo, y que por otra parte multiplica los distingos; a pesar del culto que algunos románticos consagraron a la memoria de Chénier sin imitarle, el autor del Oaristis no es sino el último clásico, si esta palabra no se toma en un sentido estrecho y no se reduce a lo que significaba allá por los años de 1830, entre el fragor de la batalla. El error de afiliar a Chénier en la falange romántica tal vez nace del dramático fin del poeta. Precursor nunca podría haberlo sido: sus poesías no vieron la luz hasta un cuarto de siglo después de su muerte; antes de su publicación se escribieron las Meditaciones de Lamartine. Que se recibiesen con admiración las poesías de Chénier, nada tiene de extraño; al fin picaba más alto que el criollo Parny y que Delille: era justo saludar a aquella musa semi-helénica, vigorosa, estatuaria, joven con la eterna juventud de la hermosura y de la serenidad griega, graciosa y tierna al estilo de la antigüedad, y vibrante además, como moderna al fin, como impregnada, a pesar de un ideal de tranquila moderación, de las esperanzas y los dolores de su edad. Mas de esto a que influyese en el romanticismo, de esto a que apareciese renovando la poesía francesa, va gran distancia, aun consideradas sus innovaciones rítmicas y reconocida en él más libertad de forma que en el mismo Lamartine. Lo romántico de Chénier fue su muerte. Cada período literario tiene sus modas, y así como en tiempo de Rousseau y Bernardino de Saint-Pierre se estilaban las islas desiertas o pobladas de virtuosos salvajes, en 1820 los poetas incomprendidos y sacrificados: Chénier se convirtió en el «cisne que asfixia la sangrienta mano de la revolución». Así le pinta Alfredo de Vigny en su novela simbólica Stello. Y es el caso que el cisne, según refieren sus biógrafos,7 era un hombre asaz feo, atlético, robusto; que la Revolución no le arrancó de su nido para acogotarle, pues él estaba metido hasta el cuello en la batalla, y no era menos revolucionario, aunque no fuese terrorista, que los que le enviaron a la guillotina. Bella es la muerte de Andrés Chénier, y digno de un contemporáneo de Leónidas el modo como la arrostró, despreciándola; pero en nada se parece al lánguido cisne del romanticismo el que escribe desde la prisión: «Solo siento morir sin revolcarles en el fango, sin vaciar la aljaba». «¡Oh mi tesoro, pluma mía, hiel, bilis, horror, númenes de mi existencia! ¡Solo respiro por vosotros!».

Si el vino poético de Andrés Chénier procede de un ánfora antigua, su pensamiento es de su tiempo, y lo es hasta en los resabios y amaneramientos, marca indeleble del siglo XVIII; late en él el espíritu de la Enciclopedia. Chénier era, dice Chênedollé, ateo con delicia; uno de aquellos ateos estigmatizados por Bernardino de Saint-Pierre y Rousseau. La fe le parecía superstición, los sacerdotes embaucadores de oficio; y para que no le falte requisito alguno, sépase que uno de aquellos ardientes metales que Chénier tenía preparados con el fin de fundir campanas rivales del trueno, era un poema condenando las supuestas tropelías y atrocidades de los españoles en América, por lo cual debemos congratularnos de que tan denigradora y calumniadora campana no haya llegado a fundirse, y repetir, con distinto motivo, las palabras de Alfredo de Vigny. «Me siento consolado de la muerte de Andrés Chénier, ahora que sé que el mundo que se llevaba a la tumba era un poemazo interminable titulado Hermes. Iba a desmerecer; allá arriba lo sabían, y le pusieron punto final».


1 Las cartas de la señorita de Lespinasse no vieron la luz hasta 1809. (N. del A.)

2 Juan Jacobo Rousseau. Nació en Ginebra en 1712: murió en Ermenonville en 1778. (N. del A.)

3 Puede parecer curioso, como señal del eco prolongado que despertaron los escritos de Rousseau, que todavía las doctrinas del Emilio hayan sido causa de que, a mediados del siglo XIX, y en Galicia, el conde de Pardo Bazán, padre de quien esto escribe, a la vez que estudiaba Derecho, aprendiese el oficio de encuadernador. (N. del A.)

4 Bernardino de Saint-Pierre. Nació en el Havre en 1737: murió en Evagny en 1814. (N. del A.)

5 Andrés María de Chénier. Nació en Constantinopla en 1762: murió en París en 1794. (N. del A.)

6 La opinión que aquí formulo sobre Chénier figuraba en mis Lecciones del Ateneo, profesadas hace años. Me ha confirmado en ella ver que es la del eminente Brunetière, expresada en recientes estudios. (N. del A.)

7 Paul Albert: La litterature française au XIXe siècle. (N. del A.)