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Rafael Conte y José M. Capmany

Guerra de razas
Negros contra blancos
en Cuba

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9953-516-6.

ISBN ebook: 978-84-9897-344-0.

Sumario

Créditos 4

DEDICATORIA 9

Dos palabras 11

I. Lucha de razas 13

II. Una leyenda desvanecida 15

III. A cada cual lo suyo 18

IV. Un viaje terrible 21

V. Hands Across the Sea 25

VI. Un accidente 28

VII. El fuego de Boquerón por fuerzas del comandante Castillo 31

VIII. Imprevisión 34

IX. El imperio de la convulsión 38

X. El combate de Yarayabo 43

XI. A través de la zona infestada 47

XII. Cómo se presentó Lacoste 50

XIII. La odisea de un gallego 53

XIV. La noche trágica de La Maya 56

XV. Nuestros bravos soldaditos 61

XVI. Honor a quien honor se debe 64

XVII. El padrón de honor 69

Muertos 69

Heridos 70

XVIII. Juicio del alzamiento 72

XIX. La captura de Surín 75

XX. Suspensión de las garantías constitucionales 78

XXI. Literatura afro-independiente 79

XXII. Algunas observaciones 82

XXIII. El fuego de Palma Mocha 85

Epílogo. Al pueblo de Cuba 90

La patriótica proclama del señor presidente 90

El banquete monstruo 91

Jefes y oficiales 96

Veteranos 102

Guardia Local de La Habana 102

Plana mayor del coronel Machado, que tanto se distinguió en Oriente 106

Libros a la carta 109

DEDICATORIA

Al mayor general José de Jesús Monteagudo, Comandante en Jefe del Ejército Cubano, a su lugarteniente, el brigadier Pablo Mendieta, a los brillantes jefes y oficiales y heroicos y abnegados soldados de la República, que, al aplastar la revolución racista, salvaron a Cuba de la anarquía interior y la ingerencia extranjera.

Rafael Conte.

José M. Capmany.

Dos palabras

Fue nuestra primera idea al dar a la publicidad el presente libro, hacer lo que podríamos llamar la pulimentación literaria de nuestros trabajos; pero como hemos creído que esto vendría a alterar los conceptos de los episodios de la guerra, resultando unos más opacos y otros de mejor colorido, hemos optado por dejar las reseñas periodísticas tal cual se escribieron en los días de ardorosa lucha, para que nuestros lectores no vean en este libro otra cosa que la verdad de los hechos tal como en el desenvolvimiento de la revolución racista acontecieron.

No presentamos esta obra como un dechado de literatura, porque esto no es posible cuando se escribe al día, pero sí podrán nuestros lectores encontrar en ella la historia verídica de casi todos los combates librados y de las principales causas del movimiento.

Muchos otros trabajos inéditos hemos creído prudente intercalar, con ilustración de datos, seguros que con esto complaceremos la natural curiosidad de la opinión y del país, que está ávido de conocer con certeza todos los pormenores del nefasto movimiento racista, ya dominado, por fortuna.

No se nos oculta que algunos, y acaso muchos, de nuestros juicios han de parecer excesivamente severos; pero tal consideración no puede inducirnos a modificarlos, pues si tal hiciéramos dejaríamos de ser sinceros.

Al ofrecer al público este modesto libro, nos propusimos, ante todo, decir la verdad; y creemos haber cumplido fielmente nuestros honrados propósitos.

I. Lucha de razas

El movimiento insurreccional cuyas postreras vibraciones estremecen todavía las montañas orientales, ha sido un brote racista, una protesta armada de los negros contra los blancos, de los antiguos siervos contra los antiguos señores. Suponer otra cosa, atribuirle otro carácter, sería pueril y absurdo, y acusaría un desconocimiento absoluto del más trascendental y difícil de nuestros grandes problemas nacionales.

No hay que hacerse ilusiones sobre este punto: las dos razas que pueblan la República de Cuba se han declarado recíprocamente la guerra, han venido a las manos, han hecho correr la sangre; y de hoy más, el profundo recelo de los blancos servirá de contrapeso al odio inextinguible de los negros.

Uno de los dos bandos tiene forzosamente que sucumbir o someterse: pretender que ambos convivan unidos por lazos de fraternal afecto, es pretender lo imposible.

Tal vez hubiera sido esto realizable antes del 20 de Mayo de 1912, porque hasta entonces el negro y el blanco, que en el fondo se detestaban, habían logrado mantenerse dentro de los límites de la prudencia; pero hoy, después del choque armado, después de la agresión brutal y del terrible escarmiento, no es lógico ni humano suponer que la paz, que no pudo conservarse con halagos y promesas, haya de surgir de los campos ensangrentados de la lucha.

En todo caso, los blancos, vencedores a muy poca costa, podremos olvidar; pero los negros, vencidos, humillados, los negros que han sentido de nuevo en sus espaldas el infamante látigo del dominador, ni olvidarán el afrentoso castigo, ni perdonarán nunca a sus implacables ejecutores.

No es probable que los hombres de color, desalentados por el fracaso, se sientan dispuestos a reanudar inmediatamente la lucha; pero esto no significa ni mucho menos que las brillantes victorias de nuestros soldados en las abruptas serranías del Oriente deban considerarse como decisivas.

Todo hace creer, por el contrario, que el problema, lejos de haber sido resuelto, no está sino planteado. Tardará más o menos tiempo en surgir un nuevo Estenoz, pero surgirá; y si para entonces no estamos convenientemente preparados, las consecuencias serán funestas.

Por lo demás, el conflicto no es nuevo, ni obedece (como propalan algunos maliciosos) a determinadas causas de orden local. Los cubanos caucásicos y los cubanos africanos luchan entre sí por las mismas razones que desde que el mundo es mundo han tenido para combatir y exterminarse los hombres de distinto origen. Es el problema eterno: desde los tiempos más remotos, toda la historia de la humanidad se ha reducido a una perpetua e implacable lucha de razas. Cuba no ha podido sustraerse a la ley general. Y menos mal que se tratara de grupos étnicos afines, oriundos de una misma raza madre, pues en este caso podría esperarse que con el transcurso de los siglos acabarían por mezclarse y confundirse, como se confundieron y mezclaron los blancos germánicos de Ataulfo y Alarico, con los blancos latinos de las provincias romanas; pero, tratándose como se trata de caucásicos y etiópicos, la mezcla es imposible, puesto que ni aun por medio del cruzamiento continuado y científico, puede lograrse la desaparición total de una de las dos razas en provecho de la otra.

II. Una leyenda desvanecida

La llamada Campaña de Oriente ha servido, entre otras cosas, para destruir muchos prejuicios y disipar numerosas tradiciones de «la Cuba que se fue», y casi casi nos atrevemos a decir «la Cuba que hizo bien en irse».

Creíamos, por ejemplo, y nadie que se considerase bien enterado lo hubiera puesto en duda, que el negro era más valiente, más fogoso y más insensible a las fatigas y privaciones que el blanco. Recordábamos el comportamiento heroico, la acometividad, la audacia y el valor casi salvaje que habían desplegado los hombres de piel oscura en nuestras guerras emancipadoras, y llegamos en nuestra exaltación tropical a creer que eran ellos los únicos cubanos capaces de soportar sin abatirse las crudezas de una campaña militar bajo los abrasadores rayos del Sol de los trópicos.

Los negros orientales, sobre todo, se nos antojaban punto menos que invulnerables titanes; y muchas veces, al meditar sobre las posibles contingencias de una lucha de razas, temblábamos de espanto ante la terrible perspectiva de vernos atacados al machete (¡nada menos que al machete!) por los legendarios escuadrones de negros montañeses, que en nuestra encendida fantasía nos parecían capaces de derribar con sus aceros las murallas seculares de la Cabaña y el Morro.

El movimiento estenocista ha servido para destruir esta épica leyenda. Los negros orientales, los legendarios negros del indomable Oriente, no han dado muestras, en esta ocasión al menos, de su decantado valor. Lamentamos sinceramente tener que decir esto, y no tanto por lo que con ello podamos mortificar a los GUERREROS racistas, como porque, hasta cierto punto, podrían interpretarse nuestras palabras en sentido desfavorable para el valiente Ejército de la República, puesto que al rebajar la calidad de los enemigos con quienes tuvieron que habérselas, parece como que se desmerita un tanto la labor heroica realizada por las tropas.

Afortunadamente, como tendremos ocasión de demostrar, el mérito de los soldados cubanos en esta campaña no se basa en los triunfos militares, a causa de la misma despreciable condición del enemigo. Y por otra parte, ¿quién nos dice que la poca acometividad de los alzados no obedeciera a que desde los primeros momentos se dieron cuenta de que tenían que habérselas con un contrario formidable?

Hay que confesar que los negros de Oriente, los mismos que al alborear nuestra gloriosa guerra de Independencia, se lanzaban sin armas ni pertrechos contra los valerosos soldados españoles, para arrancarles a viva fuerza los fusiles de que carecían, no han mostrado ahora el valor heroico, desesperado, salvaje, si se quiere, que hizo de ellos en aquella época un objeto de admiración y de terror.

Es innegable que los 10.000 soldados regulares de la República, que con facilidad pasmosa aplastaron la rebelión, tenían sobre los españoles la ventaja (la única ventaja) de ser naturales del país, y poder, por lo mismo, soportar mejor las inclemencias de la campaña; pero esto no justifica la falta de empuje, total, absoluta de los rebeldes. Ni una sola vez se atrevieron a cargar al machete; ni en una ocasión tan siquiera hicieron frente a las tropas leales, ni tuvieron valor para levantar un raíl, ni llevaron su osadía hasta el extremo de detener un tren de viajeros. Todos sus rasgos de audacia quedaron limitados al saqueo e incendio parcial de La Maya, que realizaron gracias a la cooperación de algunos negros habitantes del lugar y aprovechando la ausencia del destacamento de rurales que lo guarnecía, y a la destrucción de lugarejos indefensos y estaciones aisladas y desprovistas de toda protección.

Esta cobardía (no encontramos palabra más adecuada para expresar la timidez de los soldados estenocistas) ha sido objeto de muchos y muy encontrados comentarios y ha dado origen a inacabables controversias. Atribúyenla algunos a las eficaces combinaciones militares del general Monteagudo y a la pericia y el valor de sus oficiales y soldados. Los que así opinan, afirman que los cabecillas de la rebelión fueron derrotados con sus propias armas, merced a la táctica mambisa que emplearon las tropas. Otros, en su inútil afán de restarle importancia y gravedad al alzamiento, despojándolo de su carácter racista, aseguran que los rebeldes no hacían armas contra el ejército leal, porque les repugnaba derramar sangre de hermanos. Y por último, los más radicales, los más escépticos (y según ellos los más lógicos) afirman categóricamente que lo sucedido no les ha causado mayor sorpresa, por ser cosa demostrada que el negro, capaz de acometer las más heroicas empresas cuando se siente dirigido y amparado por el blanco, se convierte en el ser más inofensivo de la creación al encontrarse solo y sin más guía que su propia iniciativa.

Los que tal dicen traen a colación y en apoyo de sus teorías, las famosas exploraciones de Livingston y Stanley al «África Tenebrosa».

En aquellos peligrosos viajes a través de inmensos territorios desconocidos, los intrépidos exploradores, a fuerza de dádivas y halagos, lograron la amistad de algunos indígenas, tan salvajes, tan cobardes y tan abyectos como los demás, y que sin embargo, no bien se vieron junto al hombre blanco, convirtiéronse en verdaderos héroes y llegaron a inspirar invencible terror a los tribeños, a los cuales vencieron con facilidad pasmosa, no obstante conservar sus primitivos armamentos.

Los autores de este libro, modestos periodistas que no abrigan al publicar esta obra otro pensamiento ni persiguen otra finalidad que reseñar fielmente lo que vieron durante su permanencia en las montañas Orientales, no son los llamados a pronunciar la última palabra en cuestión de tanta trascendencia como la que sirve de tema a este capítulo.

Nosotros nos limitamos a consignar que los negros rebeldes de Ivonet y Estenoz no desplegaron ninguna de las legendarias dotes de energía y audacia que caracterizaron en otros tiempos a los montañeses orientales.

Por lo que hace a las causas que hayan podido motivar esta carencia absoluta del legendario valor, ya hemos dicho que nos son desconocidas, y no tenemos el menor interés en averiguarlas.