7 casos de terapia psicomotriz
Jon Arana Albeniz
7 casos de terapia psicomotriz
Colección Recursos, nº 158
Primera edición impresa: diciembre de 2016
Primera edición digital: diciembre de 2016
© Jon Arana Albeniz
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ISBN: 978-84-9921-884-7
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Fotografías: © del autor
A la escuela Luzaro de Bergara porque me enseñaron a ver a los niños.
A mis compañeras de Kiribil porque me enseñaron a sentirlos.
A Maite por todos los puntos y todas las comas.
A Santi porque sí.
Prólogo
Cuando Jon Arana me dio para leer el documento base de este libro, pensé «Ojalá me guste, porque, si no, cómo le digo que no me parece adecuado». Esta duda se disipó en cuanto comencé a sumergirme en sus páginas.
Por la calidad literaria del escrito, este se puede leer casi como una novela. Resulta emocionante introducirse en las experiencias que nos transmite, transitando con todo tipo de resonancias por esos «breves trozos de vida» de las niñas y los niños con los que Jon ha compartido sesiones de psicomotricidad.
Pero después de esa primera incursión, uno debe realizar una segunda lectura, más profesional, aprovechando el rigor y calidad de los análisis y las reflexiones que se nos aportan. Un segundo placer, no menor que el primero.
Entonces, una vez realizadas las dos lecturas, enseguida le planteé que, si le parecía bien, yo podría realizar el prólogo de su libro. Tengo que agradecerle su confianza al aceptar mi propuesta.
Debo decir que nunca he realizado un prólogo, pero pienso que este debe ser breve porque lo que el lector desea es comenzar a caminar entre las palabras del autor.
Por ello, vayamos con lo fundamental:
Lo verdaderamente atractivo de este documento es el genial equilibrio entre lo subjetivo y el rigor profesional, algo que se expresa tanto en la belleza de su lenguaje y las vivencias relatadas como en su capacidad de análisis.
Jon Arana no renuncia a contar sus más íntimos sentimientos, surgidos de la cercanía con el niño y su familia en la que vive el profesional de la terapia psicomotriz, sin perderse en ellos, mostrando uno de los grandes retos de nuestra profesión: ese lugar próximo al ser verdadero de la infancia en dificultad y a la vez suficientemente distanciado para poder trabajar con la fuerza de lo afectivo «sin perder la cabeza» y con direcciones claras.
Es para mí, pues, un privilegio realizar este breve prólogo al texto que ahora tienes en tus manos porque pienso que transmite con claridad lo fundamental de nuestra práctica y abre caminos que espero que otros profesionales se animen a recorrer como lo ha hecho Jon con tanto acierto.
No me queda sino agradecer al autor su trabajo y esperar que en el futuro podamos seguir contando con sus aportaciones al mundo de la psicomotricidad, siempre necesitada de trabajos como el que vas a comenzar a leer.
Álvaro Beñaran Aranzabal
Psicomotricista,
profesor de la Escuela de Psicomotricidad
Luzaro de la UNED de Bergara
y formador de la ASEFOP
Prefacio
Me quejaba yo un día ante un amigo de lo difícil que me resultaba explicar en qué consistía el trabajo terapéutico de los psicomotricistas, incluso ante los profesionales de la educación, tanto maestros como pedagogos y psicólogos que trabajaban con la infancia.
Le contaba cómo, muchas veces, era difícil cambiar la idea que ellos tienen de que nosotros trabajamos únicamente para mejorar lo relacionado con las cuestiones motrices o del movimiento: la torpeza o coordinación general, la coordinación visomotriz, el equilibrio, la motricidad fina y, acaso, una cierta autoestima del niño que ya se siente más competente con su cuerpo; cómo creen que nuestras técnicas consisten fundamentalmente en ejercicios específicos para esas cuestiones y, quizá, en enseñarles a jugar para que se relacionen mejor con los demás. Me lamentaba, en fin, de la mucha «motricidad» y de la poca «psico» que atribuían a nuestro trabajo.
Me dijo que, a lo mejor, el propio nombre de la práctica, psicomotricidad, era la que llevaba a equívoco. Y, efectivamente, tuve que admitir que hay varias «psicomotricidades»; diferentes escuelas, corrientes, pensamientos o referencias teóricas desde las que se aborda esta práctica.
Me propuse tratar de explicar de la manera más clara posible los principios de la nuestra sin ser pesado ni demasiado simplista. Y pensando en la tarea me di cuenta de que cuando contaba a mis amistades los juegos y las ocurrencias de los niños con los que trabajo solían quedarse bastante sorprendidos, a veces divertidos, a veces emocionados. Me preguntaban qué sentido daba yo a aquellas cosas y se quedaban más sorprendidos aún con las respuestas. Pero no porque no las entendieran, sino, al contrario, porque lograban recordar sus propios juegos infantiles e intuían claramente la importancia de aquellos.
Así que decidí que empezaría por contar algunos casos. Y emprendería la narración tanto desde un aspecto técnico como, sobre todo, desde un aspecto personal; tratando de contar las cosas como se las contaba a mis amigos, con emoción; con gracia y con pesar, sorprendido a veces y aburrido otras, seguro o lleno de dudas, contento o deprimido, pero, con todo, casi siempre con finales felices o, al menos, esperanzadores. Por cierto, salvaguardando siempre el anonimato de los niños y sus padres. Sépase, por tanto, que los nombres propios han sido convenientemente inventados.
Y, después, seguiría con las cuestiones más teóricas tratando de ser claro y riguroso al mismo tiempo. Ya dirá el lector si lo he conseguido.
No trato, pues, de aportar verdades reveladoras al conocimiento de la psicología infantil, sino solo dar unas explicaciones sencillas para temas muy complejos. Quizá, con suerte, despertar interés o crear una afición para que el lector siga indagando. Isaac Newton dijo que, si había logrado ver más lejos, era porque había subido a hombros de gigantes. Yo no creo que haya logrado ver más lejos, pero sí que tengo mis propios gigantes. He tratado de dar referencias de ellos para que el lector pueda subirse también a su chepa si lo desea, y dedico el libro a todos ellos y a los que vendrán.
Para acabar, quisiera añadir algunas advertencias sobre el texto:
En primer lugar, el orden de casos y capítulos se pensó para hacer más llevadera la lectura y que, al poder alternar ambos tipos de reflexiones, el lector no se lleve un empacho de ninguna de ellas; no tanto porque un caso ilustre mejor que otro lo que en la reflexión teórica que viene a continuación se expone.
Del mismo modo, las fotografías que ilustran este trabajo no corresponden, evidentemente, a ninguno de los niños o niñas descritos en los casos. Solo son un intento de ilustrar el libro con algunas situaciones, ciertamente frecuentes, que ocurren en los procesos de ayuda y, en general, en los juegos de todos los niños.
En otro orden de ideas, quisiera explicar que, con el fin de hacer la lectura más ligera, a lo largo del texto se utiliza el género masculino como genérico para mujeres y hombres, sin perjuicio del reconocimiento a la necesidad de utilizar lenguajes no sexistas. Algo que deberá también ir más allá de la cuestión de la identificación del género de los sustantivos al sexo de las personas.
Y, por último, añadir que el término madre se usará tanto para designar a la persona que ha engendrado un hijo o una hija como a la función materna que puede ser cubierta por otra persona que los toma a su cargo en un momento determinado. Cuestión, esta última también, sobre la que deberemos avanzar como sociedad.
Introducción
Somos materia. Somos carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y una pizca de sal: polvo de estrellas. Somos, al igual que cualquier animal o planta, un mosaico tridimensional de miles de millones de piezas, fruto, por un lado, de su ensamblaje según un estricto plano de montaje y del desarrollo del conjunto, por otro, según un algo menos estricto programa de interacción con el medio. Millones de personas en el mundo sufren, en distinto grado, los efectos de un defecto de este ensamblaje o de un severo incumplimiento del programa del desarrollo.
En los humanos, el programa de desarrollo es, en mayor parte que en ningún otro ser vivo, dependiente de las condiciones del entorno. Porque dependemos, sobre todo, de un entorno particular: el entorno social. Nacemos menos acabados, menos preformados que los demás y necesitamos, por tanto, mayor tiempo e interacción con el medio para acabar el desarrollo. Para compensarlo, o por ese motivo, si se quiere ver así, nacemos con un cerebro con mayores posibilidades de adaptación, más plástico.
Nuestro cerebro es enorme. Tanto que se sitúa al límite de lo que puede parir una pelvis femenina y convierte el parto humano en algo inaudito en el mundo animal: un acto doloroso y de alto riesgo para madre y bebé.
Pero todavía debe crecer mucho. No en número de neuronas, pero sí en peso (unas cinco veces), por la maduración (mielinización) y el aumento del número de conexiones entre ellas (dendrificación); incluso en lo que pareciera un exceso, tanto por el número como por la velocidad. Y después del exceso se impone una entresaca que es fundamental para esa plasticidad que hemos mencionado:
Al cumplir el primer año de vida, el cerebro de un niño tiene casi el doble de conexiones, si se lo compara con el de un adulto […] Esta sobreabundancia de conexiones y caminos gradualmente decrece a lo largo de la infancia, a medida que muchos de ellos son «podados» y desaparecen. […] Este es un factor clave para la «plasticidad» del cerebro en desarrollo: su adaptabilidad respecto a la experiencia, que le confiere un valor inestimable para la supervivencia. (Oates, Karmiloff-Smith y Johnson, 2012).
Es un proceso que, por prolongado, es también inaudito en el mundo animal; tenemos una larga y frágil infancia. Y se da en dos direcciones complementarias: por un lado, las neuronas se especializan en una función concreta (función de área) y, por otro, se ocupan de funcionar todas de una manera global.
Aunque existen áreas específicas responsables de funciones particulares, ningún sector del cerebro funciona jamás independientemente de los demás; cada función específica concierne toda una cantidad de «regiones» que colaboran como partes de una red neuronal dedicada a dicha función. (Ibidem)
Por tanto, cuando hablamos del desarrollo de capacidades específicas del ser humano como coordinación, equilibrio, lenguaje, comunicación, afectividad, emoción, empatía, simbolización, inteligencia, orientación espacial, reconocimiento sensorial y todas las que se quieran, no debemos olvidar que unas se apoyan en las otras. Y, aunque nuestra experiencia cotidiana nos haga ver que puede existir un gran desarrollo de algunas de ellas en contraste con la atrofia de otras, no se nos escapa que eso produce seres humanos con desequilibrios, generalmente, poco deseables.
La idea de globalidad en el funcionamiento del ser humano es central para nosotros, los psicomotricistas, como para otros muchos profesionales y estudiosos de la salud y el desarrollo. Sin duda el cuerpo está en el origen del psiquismo. Pero no nos referimos a un cuerpo aséptico, puramente material, sino a un cuerpo al que solemos denominar «cuerpo relacional». La motricidad se desarrolla, junto con las emociones, los afectos y la cognición, por la vía de la relación con el otro.
Aunque tenemos algunas referencias sobre su origen, no sabemos explicar el milagro del psiquismo. La medición en kilocalorías o kilopondios de su energía o la asimilación del psiquismo al programa de una máquina autoalimentada e interactiva con el medio no acaban de explicar satisfactoriamente su génesis.1 Lo que sí sabemos es que el cuerpo moldea el psiquismo y que el psiquismo moldea al cuerpo en una relación dialéctica.
Este diálogo queda muchas veces comprometido, e incluso, impedido. Puede ser que, como decíamos al principio, el ensamblaje de las piezas se dé de manera imperfecta o que se den problemas en el desarrollo. Así, tenemos multitud de factores posibles que se pueden dar antes, durante o después del nacimiento: genéticos, de alimentación, de toxicidad, accidentes, infecciones… A los de este primer bloque, los solemos considerar problemas físicos y tenemos ante ellos una sensación de inevitabilidad o de mala suerte (si no de negligencia).
Pero también tenemos otros factores pertenecientes, digamos, a la forma de crianza. Tenemos, por ejemplo, la falta o pobreza de la interacción madre-niño. En este sentido son bien conocidos los estudios de Spitz2 (y de otros muchos después) sobre el síndrome de hospitalismo en niños menores de un año. También los problemas acarreados por la deficiente relación con madres con problemas mentales. Y, desde luego, los dados por causa de los abusos, los malos tratos, el abandono y otros traumas.
Tenemos el ejemplo de los niños institucionalizados en orfanatos:
[…] los niños con una historia personal en instituciones muestran un metabolismo cerebral reducido, tanto en la corteza prefrontal como en el lóbulo temporal, y manifiestan trastornos en la materia blanca en varias regiones cerebrales […] varios grupos han indicado reducciones significativas del volumen de materia blanca y gris y un aumento relativo de volumen de la amígdala en niños que habían sido institucionalizados. (Ibidem)
Desde estos «casos graves», bien reconocidos por médicos y psiquiatras, hasta la «normalidad» se abre una casuística casi infinita de dificultades en el desarrollo; dificultades de conducta, dificultades de aprendizaje, cuadros de ansiedad, dificultades de adaptación, etc., ante los cuales padres y profesores se ven con pocas herramientas y, en muchos casos, ansiosos por que desaparezcan. Hay que decir que, en muchas ocasiones, estas dificultades se producen en familias atentas y funcionales, por avatares de la vida y de la propia diversidad de los niños; y que resultaría tan falso como culpabilizante achacarlo todo al estilo de crianza. Hemos de reconocer que hay muchos factores cuya comprensión se nos escapa todavía.
La creciente medicalización de la sociedad y la creciente presión escolar y social llevan, también, a la medicalización y a la patologización de estas dificultades y nos estamos encontrando con una población infantil cada vez más medicada y con una escuela que gasta cada vez más recursos en una atención individual que aborda las dificultades del niño de forma aislada y parcializada, al tiempo que incrementa la presión cognitivista, lo que crea un ambiente cada vez más estresado para niños y profesores que salpica con fuerza a las familias.
Desde la psicomotricidad reclamamos dar tiempo al tiempo, dar calidad a la interacción, dar libertad a la acción del niño pues él lleva en su «programa» la capacidad para su propia adaptación. Adaptación entendida como una manera siempre personal y única de estar en el mundo en relación con él.
Con este libro queremos, simplemente, mostrar cómo escuchar al niño con dificultades, en su demanda profunda, puede permitirle poner en marcha sus mecanismos de restauración y compensación. Esa demanda profunda es siempre de relación, de respeto, de libertad para explorar y crecer. No pretendemos cambiar su personalidad, no pretendemos decirle lo que ha de hacer para curarse (no lo sabemos), solo le ofrecemos el marco material y humano que le permita diluir sus dificultades para conectar con su deseo, para conectar con sus necesidades y hacerse activo en su satisfacción.
Queremos explicaros cómo tratamos de hacerlo en la ayuda psicomotriz individual.
1. No pongo en duda que, en último término, podamos ser explicados como el producto de una compleja evolución biológica y que el avance de las ciencias neurológicas, psicológicas y sociales nos vayan a dar mejores respuestas. Sin embargo, por ahora, tenemos más dudas que certezas. Para ver cómo está el panorama en la discusión de lo innato y lo adquirido es interesante Pinker, S. (2003). La tabla rasa. Paidós Ibérica.
2. Spitz, R. (1961). El primer año de vida del niño. Aguilar.