Portada. La epopeya de México II

La epopeya de México II

De Juárez al PRI

Armando Ayala Anguiano


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2005

Primera edición electrónica, 2011

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ISBN 978-607-16-0704-1

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca del autor


Armando Ayala Anguiano nació en León, Guanajuato, en 1928. Fue reportero de la Cadena García Valseca (1951-1954) y corresponsal de la revista estadunidense Visión en París y Buenos Aires (1955-1961). En 1963 fundó la revista Contenido, versión mexicana de Selecciones del Reader’s Digest, con la que ha competido exitosamente. Entre sus libros más importantes sobre México se encuentran Conquistados y conquistadores (1967), El día que perdió el PRI (1976), México de carne y hueso (1978) y Zapata y las grandes mentiras de la Revolución (1998).

Primera Parte

Juárez

I. El Plan de Ayutla

El Plan de Ayutla original fue proclamado el 1º de marzo de 1854 y sólo convocaba a derrocar a Santa Anna y sustituirlo por el jefe del movimiento, quien al triunfo de las armas sería declarado presidente interino de México y tendría como principal obligación la de instaurar un congreso encargado de redactar una nueva constitución. El documento apareció firmado por el coronel Florencio Villarreal y por el general Tomás Moreno, y la jefatura fue ofrecida al insurgente Nicolás Bravo, al cacique acapulqueño Juan Álvarez y al propio general Moreno.

Villarreal era un cubano con fama de sinvergüenza y el general Moreno era un ex santannista conocido por torpe y atrabiliario. El respetable general Bravo rechazó con indignación que se le pretendiera asociar a individuos de tan baja estofa y declinó la jefatura. Moreno estaba tan desprestigiado que nadie podía aceptarlo como jefe del movimiento, y su persona simplemente se eclipsó sin dejar huella, de modo que por eliminación, Álvarez se quedó con la jefatura.

El general Álvarez ya tenía el rostro, el cuello y las manos tan arrugadas como una ciruela pasa, y con su cabellera y sus largas patillas completamente blancas, representaba varios años más de los 66 que había vivido. Era cojo por efecto de una caída de caballo y para caminar necesitaba apoyarse en un bordón. Su mayor placer consistía en recordar los tiempos en que fue el principal colaborador de Vicente Guerrero, de quien había heredado el cacicazgo de sus tierras. Contó entre los personajes que mandaron embajadores a Colombia para suplicar a Santa Anna que regresara a México, y aunque protestó cuando Lucas Alamán fue convertido en eminencia gris de la dictadura, al cabo se sometió a las nuevas realidades, aceptó la capa pluvial de raso azul y las medallas de oro que lo acreditaban como comendador de la Orden de Guadalupe en versión santannista y hasta organizó en su feudo la farsa electoral que sirvió para conferir al caudillo las facultades omnímodas que exigía. Su amor por la libertad renació cuando Santa Anna, con el pretexto de enfrentar una imaginaria invasión filibustera, nombró un nuevo comandante militar en Guerrero y envió a la entidad tropas encargadas de recuperar los ingresos fiscales de la federación, que el cacique se había venido apropiando. Entonces proclamó el Plan de Ayutla.

Resultaba obvia la necesidad de buscar la adhesión de personas respetables para llevar adelante el plan, y entre los nuevos invitados descolló Ignacio Comonfort, quien en 1853 había obtenido la remunerativa jefatura de la aduana acapulqueña y al año siguiente fue obligado a renunciar bajo acusaciones de corrupción (en realidad, el dictador necesitaba disponer de los puestos ocupados por los liberales moderados, como Comonfort, para otorgárselos a sus incondicionales).

A la sazón de 43 años de edad, Comonfort era un poblano corpulento cuyo padre, un francés o catalán de recursos muy escasos, lo puso a trabajar desde los 11 años de edad. Con base en sacrificios y becas había logrado cursar la escuela primaria y hacer carrera burocrática: prefecto de Cuautitlán, coronel de las milicias poblanas, diputado y senador, hasta culminar con la aduana de Acapulco.

Comonfort aceptó unirse al movimiento de Ayutla con la condición de que el plan fuera reformado. La primera versión hacía pensar en la fórmula federalista que esgrimía la facción de los “puros” —como lo eran Álvarez, Moreno y Villarreal— y Comonfort consiguió que se modificara a efecto de proclamar un régimen republicano a secas, que no ahuyentaría a los moderados ni a los conservadores partidarios del centralismo.

De inmediato se convirtió Comonfort en el alma de la revuelta. Enterado de que Santa Anna marchaba sobre Acapulco con un ejército de 6 000 hombres, se refugió tras los muros del fuerte de San Diego y con sólo 500 reclutas resistió los embates del dictador, quien al ver que nada conseguía decidió proclamarse victorioso, declarar que la rebelión había sido sofocada y volver a la ciudad de México a recibir los homenajes de costumbre.

A pesar de la exitosa resistencia, los rebeldes ya no pudieron avanzar, pues carecían de recursos bélicos. Comonfort viajó entonces a California y Nueva York y allá consiguió 2 000 fusiles, 80 quintales de pólvora, 50 000 cartuchos, un obús de montaña con su dotación de cápsulas, un surtido de granadas entre las que figuraban 200 del tipo usado por el ejército de Estados Unidos, piezas sueltas y herramientas para fabricar cañones, etc. Parece que también reclutó a varios artilleros yanquis y europeos que contribuyeron en grado importante a los triunfos futuros.

Según Comonfort, el dinero para comprar los elementos bélicos lo obtuvo de un préstamo por 60 000 pesos que le hizo el agiotista español Gregorio de Ajuria contra la promesa de entregarle 250 000 pesos si la revolución triunfaba. No parece sensato que el gobierno de Washington permitiera la adquisición de pertrechos de guerra tan cuantiosos a menos que considerara necesario establecer en México un gobierno más manejable que el de Santa Anna, y como además se rumoreaba que el Plan de Ayutla había sido redactado por indicaciones del embajador James Gadsen, no resulta aventurado suponer que el gran impulso de la Revolución de Ayutla provino del norte.

Como quiera que haya sido, en diciembre de 1854, al regreso de Comonfort, las cosas mejoraron como por ensalmo para los sublevados. En Guerrero sólo controlaban algunos pueblos de la entidad, pero se les dejaron pertrechos para que aceleraran los avances mientras el ex aduanero se trasladaba a Michoacán, donde varios caudillos pueblerinos habían secundado la revolución pero no lograban nada importante porque pasaban riñendo la mayor parte del tiempo.

A la llegada de Comonfort se impuso el orden, se distribuyeron los nuevos pertrechos y gracias a esto fue posible resistir un nuevo ataque masivo santannista y luego tomar pueblos como Puruándiro, La Piedad y Ario; en esta etapa desertó el jefe santannista de Michoacán, el general Félix Zuloaga, y se pasó al bando de Ayutla.

Entonces, con fuerzas michoacanas, Comonfort avanzó triunfalmente hasta Zapotlán, Jalisco, para continuar después a Colima, una plaza de mediana importancia que sus hombres hallaron desguarnecida y que tomaron sin dificultad. Celebraban el triunfo cuando recibieron noticias de que Santa Anna había huido a Turbaco. Como hasta entonces sólo tenían en su poder una parte del estado de Guerrero sin las principales ciudades, media docena de pueblos michoacanos, dos o tres de Jalisco y la capital de Colima, comprendieron que necesitaban ubicarse en una posición de mayor fuerza y decidieron jugarse el todo por el todo lanzándose a conquistar Guadalajara, la segunda ciudad en importancia del país.

Cuando ya estaban a dos jornadas de la capital jalisciense, una comisión de tapatíos se acercó para informarles que la guarnición de Guadalajara se había adherido a un pronunciamiento de ex santannistas recién proclamado en la capital del país y abandonaron en masa sus puestos para trasladarse a la ciudad de México y participar en la distribución de ascensos y premios.

Comonfort tomó posesión de Guadalajara sin disparar un tiro. También él hubiera querido marchar hacia la capital, pero le fue necesario atender primeramente otros negocios. Desde que se hizo evidente que Santa Anna carecía de elementos para sofocar la rebelión, en varias facciones políticas se comenzaron a trazar planes para adelantarse a los seguidores del Plan de Ayutla y copar el gobierno en provecho propio. Los militares federales acantonados en San Luis Potosí proclamaron un plan revolucionario de tono conservador y que ofrecía el peligro de servir de núcleo para la reorganización del ejército santannista —casi intacto con sus 40 000 hombres— y lanzarlo a fondo contra los sublevados de Ayutla.

Y en Guanajuato, Manuel Doblado —un liberal moderado con fama de ser un tracalero muy simpático— derrocó a las autoridades santannistas de su ciudad, se hizo nombrar gobernador y proclamó un plan revolucionario independiente de todos los demás. Aunque la fuerza militar de éste era exigua, la ubicación estratégica de sus dominios le proporcionaba un importante elemento para hacer arreglos provechosos con el bando que acabara por imponerse.

Comonfort se echó a cuestas la tarea de negociar con los pronunciados de San Luis Potosí y Guanajuato. Las conferencias del caso iban a celebrarse en Lagos de Moreno, Jalisco, una ciudad neutral. Al llegar a ese punto Comonfort fue aclamado por el populacho como vencedor de Santa Anna y así encontró pocas dificultades para lograr que el guanajuatense Doblado se sometiera al Plan de Ayutla a cambio de respetarle su puesto de gobernador.

El representante de los potosinos resultó ser Antonio de Haro y Tamariz, el ex ministro de Hacienda de Santa Anna que, por sus juiciosas medidas para sanear el gasto público, no soportó las intrigas de los santannistas que lo tachaban de tacaño y desleal; tras la muerte de Lucas Alamán renunció a su ministerio y se dedicó a conspirar contra el dictador, por lo que se giraron órdenes de fusilarlo en caso de que se le aprehendiera. Luego de haber andado huyendo por medio país recaló en San Luis Potosí, donde los conservadores locales y los militares lo adoptaron como caudillo, pues su prestigio personal lo hacía aparecer hasta como presidenciable.

Haro provenía de una linajuda familia poblana. Había conocido a Comonfort desde la infancia, cuando ambos estudiaron en la misma escuela primaria, él como alumno de paga y el pequeño Ignacio como becario pobre. Ambos personajes siguieron siendo amigos mientras trabajaban en la burocracia; aparentemente, Haro influyó para que Santa Anna nombrase jefe de la aduana de Acapulco a su antiguo condiscípulo.

En Lagos de Moreno, Haro señaló que el Plan de San Luis Potosí ofrecía respeto a la propiedad y protección al clero y a los militares, mientras que el de Ayutla omitió tales cuestiones; pero cuando Comonfort le hizo ver que su bando prometía convocar a un Congreso Constituyente en el que serían tomados en cuenta todos los intereses, y de ribete, según se contaba, ofreció gestionar para Haro un alto puesto en el nuevo gobierno, el caudillo de los potosinos cedió.

Mientras tanto, luego de abrirse en la ciudad de México el sobre lacrado que —de acuerdo con sus atribuciones especiales— dejó Santa Anna para designar a quien debía sustituirlo en la Presidencia, se averiguó que el dictador prófugo había escogido un triunvirato formado por el anodino presidente de la Suprema Corte de Justicia, Ignacio Pavón, y por los mansurrones generales José Mariano Salas y Martín Carrera. Como el triunvirato no ofrecía seguridades de que pudiera gobernar el país, los militares capitalinos, azuzados por camarillas de liberales “puros” y moderados, dieron un “madruguete” mediante el cual, declarando adherirse al Plan de Ayutla, nombraron un Consejo de Representantes propio que, tras breves deliberaciones, designó como presidente provisional al general Carrera, un hombre conocido sobre todo porque usaba una larga barba dividida en tres espesos mechones y que, por su temperamento conciliador, parecía ser el más recomendable de los triunviros.

En el fondo obraba una maniobra de los “puros” más recalcitrantes, quienes veían en los rebeldes del Plan de Ayutla el peligro de que entregaran la revolución a los moderados de Comonfort. Pero Álvarez no iba a permitir que le escamotearan el triunfo, y en largas negociaciones logró que el general Carrera se fuera inclinando a entregarle incondicionalmente la Presidencia. Entonces los “puros”, entre quienes figuraba Valentín Gómez Farías, presionaron a Carrera para que cediese su puesto al general Rómulo Díaz de la Vega, íntimo amigo de los extremistas.

Álvarez se conformaba con que los capitalinos le respetaran los fueros de su cacicazgo, pero ya tenía nuevos consejeros que lo empujaron a exigir el premio mayor. Se trataba de los liberales arrojados al exilio en Nueva Orleans por Santa Anna, los cuales por algún tiempo dudaron de que el Plan de Ayutla llegara a triunfar, pero finalmente enviaron al abogado oaxaqueño Benito Juárez con la misión de acercarse al cacique acapulqueño y tratar de guiarlo en el sentido conveniente. Poco después, por gestiones de Juárez, el intelectual michoacano Melchor Ocampo se incorporó también al cuerpo de nuevos asesores de Álvarez. (Más tarde se sumaría el inquieto poetastro Guillermo Prieto.)

Álvarez seguía negándose a salir de sus dominios pero, con el argumento de que al menos debía acercarse a la ciudad de México, se le convenció de trasladarse a Iguala y Chilpancingo, plazas que había evacuado el ejército federal y que ya hervían de aspirantes a subir al carro del triunfador: desde el clásico puñado de santones que anhelaban ofrendar la vida en aras de la ideología liberal, hasta las infaltables masas de abogados y periodistas empleomaniacos que afirmaban haber prestado invaluables servicios a la causa revolucionaria y esperaban ser recompensados con una “chamba” cualquiera, más los comecuras especializados en recitar sandeces anticlericales y jacobinos que exigían instalar guillotinas para reproducir en todos sus detalles la Revolución francesa. La “cargada” se había decidido a favor de los de Ayutla y los conspiradores capitalinos tuvieron que dejar libre el camino.

Los empleomaniacos daban a Álvarez el trato de monumento viviente; sólo él había librado al país de la tiranía santannista, mientras que Comonfort no pasaba de ser un útil colaborador que merecía ciertas consideraciones, pero no la confianza total pues —se rumoreaba— aparentemente había negociado con Haro y Tamariz la entrega de la revolución a los conservadores. Álvarez tenía que sacrificarse asumiendo la Presidencia. Si le repugnaba ir a la ciudad de México, al menos debía desplazarse a la cálida Cuernavaca, donde podría establecer la sede provisional de su gobierno.

En Cuernavaca estaba reunido ya un Consejo de Representantes encargado de designar presidente provisional y de convocar a elecciones para diputados constituyentes. Álvarez fue inducido a conferir la Presidencia del consejo nada menos que a Valentín Gómez Farías, a pesar de que éste había aceptado el puesto de administrador de Correos en el seudogobierno del general Carrera. Y fue Gómez Farías quien orquestó la designación de Álvarez —el nuevo Vicente Guerrero que los “puros” pretendían manipular— como presidente provisional.

El ministro norteamericano James Gadsen viajó hasta Cuernavaca para felicitar al viejo por su ascenso a la primera magistratura. Enfurecido contra Santa Anna por el ridículo que le había hecho pasar cuando aceptó recibir los 10 millones de dólares por el territorio de La Mesilla que le asignó el congreso de Washington, siendo que él había aprobado el pago de 15 millones, el embajador había suspendido las relaciones con el dictador y abiertamente proporcionaba ayuda a los “puros” más proyanquis que participaban en la Revolución de Ayutla. Seguro de que serían éstos quienes realmente iban a controlar el país, otorgó en Cuernavaca misma el reconocimiento diplomático al gobierno de Álvarez.

Comonfort sólo fue designado ministro de Guerra, pero con ello tuvo a su disposición toda la fuerza para dar un golpe de Estado cuando lo considerara conveniente. Sus amigos lo incitaban a rebelarse “y librar al pobre general Álvarez del ridículo en que le estaban haciendo caer los ‘puros’”. Comonfort se concretó a mantenerse alejado de Cuernavaca.

Tres meses antes de que huyera el dictador, el cacique neoleonés Santiago Vidaurri —un turbulento hombrón de oscuro origen, que afirmaba ser nativo (cosa negada por los lugareños) del pueblo de Lampazos y del que no se sabía si era vasco, apache o una mezcla de ambas explosivas etnias— se había rebelado bajo un plan federalista independiente del de Ayutla. Mandaba un ejército compuesto por miles de aguerridos fronterizos que vestían sombrero norteño, chaquetón de gamuza y pantalones de piel de venado con chaparreras de cuero de búfalo; que montaban briosos caballos mesteños, portaban los mejores rifles fabricados al norte del río Bravo y rápidamente dominaron los territorios de Nuevo León y Coahuila; y que permanecieron en un díscolo aislamiento para evitar tratos con “los mexicanetes”, como llamaban a los individuos del centro del país.

El cacique neoleonés pasó parte de su juventud en la cárcel por haber dado muerte a un rival en una riña de taberna; en su rústico medio no le fue difícil rehabilitarse socialmente y al recobrar la libertad trabajó como escribiente en el gobierno de su estado, ascendió a oficial mayor y luego a secretario general, para luego adueñarse de la gubernatura convertido en cacique. Se había venido apropiando el producto de las aduanas del noreste. Álvarez pretendió enviar a Nuevo León un ejército que supuestamente auxiliaría al cacique en la tarea de enfrentar las incursiones de los comanches, pero que en realidad iría a someterlo. Vidaurri mandó decir que ya tenía bastantes soldados; lo que le hacía falta eran armas, municiones y dinero, y que si los partidarios del Plan de Ayutla no estaban en condiciones de ayudarlo económicamente, por lo menos no trataran de quitarle lo poco que tenía a su alcance. Remató su comunicación anunciando haber girado órdenes de fusilar a cuanto soldado federal osara presentarse en sus dominios.

Mientras tanto Álvarez seguía siendo azuzado por los aduladores, quienes lo incitaron a demostrar su espíritu revolucionario emitiendo una ley que, bajo determinadas circunstancias, sujetaba a sacerdotes y militares a la justicia civil, y ya no a sus tribunales propios, cuando se vieran envueltos en pleitos ajenos a su carácter ocupacional. Por último aceptó trasladarse a la ciudad de México, en cuyo Palacio Nacional se instaló el 15 de noviembre.

La experiencia resultó peor de lo que había temido el anciano: los barruntos de invierno lo hacían temblar de frío, la comida del altiplano le parecía intragable, la gente enlevitada de la capital lo miraba como si fuese un raro espécimen de la selva y se admiraba de que no fuese negro, como se decía, sino que tuviera la piel blanca del padre gallego, aunque también hubiese heredado los labios abultados de la madre, mulata acapulqueña. Se recordaba su comportamiento de 1847, cuando se abstuvo de enfrentarse a los invasores norteamericanos, y se decía que no obró por cobardía, sino porque vendió su pasividad a los yanquis. Se rumoreaba que en su feudo mandaba secuestrar mujeres y las hacía atar desnudas a un árbol para violarlas o someterlas a actos de sadismo.

Un día que asistió a una presentación teatral ofrecida en su honor tuvo que retirarse a su casa porque el público, para mostrarle su repudio, se levantó de sus asientos hasta dejarlo solo en el teatro. Los soldados que lo acompañaban desde Acapulco —quienes vestían sucios harapos, en muchos casos padecían mal del pinto y acostumbraban defecar en plena calle— eran tratados con desprecio hasta por los léperos capitalinos y se quejaban de que las prostitutas no querían prestarles servicio.

En el país empezaron a brotar sublevaciones, la más importante de las cuales fue la encabezada por el guanajuatense Manuel Doblado, quien proclamaba en su plan la necesidad de exterminar a los “pintos”, destituir a Álvarez y colocar a Comonfort en la Presidencia, además de ofrecer garantías al clero y al ejército, “las clases más respetables de la población”.

El anciano solicitó consejo a “don Nacho”, pero éste se negó a tratar con él. Hasta los “puros”, con sus ideas y sus adulaciones, acabaron por hartar al infeliz cacique. Por fin, el 9 de diciembre —menos de un mes después de haberse instalado en el palacio nacional y cuando estaba por cumplir dos meses en la Presidencia— abordó su carruaje y pidió al cochero que lo condujera al domicilio de Comonfort. Tocó a la puerta y cuando fue llevado a presencia del dueño de casa, le dijo:

—Vengo a pedirle que me dé un abrazo y a suplicarle que eche a sus espaldas el fardo con el que ya no puede su amigo. Vengo a rogarle que se haga cargo de la Presidencia porque yo no puedo seguir viviendo en esta maldita ciudad y voy a regresar a mi tierra.

Comonfort aceptó la reconciliación, pero señaló un obstáculo:

—Debemos recordar que, de acuerdo con el Plan de Ayutla, don Valentín Gómez Farías y su Consejo de Representantes son quienes deben designar al presidente sustituto y no creo que don Valentín se vaya a prestar para que me nombren a mí.

—A don Valentín y a los del consejo los nombré yo y yo puedo destituirlos. Ya los he destituido y bajo mi autoridad nombro a usted presidente sustituto de esta república. Ahora me retiro porque no quiero demorar mi regreso. Que Dios lo proteja, don Nacho.

La presidencia de Comonfort

Ignacio Comonfort asumió la Presidencia el 11 de diciembre de 1855.

Creía tener la fórmula más eficaz para enfrentar los problemas. Según él, la inestabilidad de México era producto de la exageración de los principios políticos: los conservadores habían exagerado al querer encadenar el pensamiento y las ansias de progreso a las tradiciones, en tanto que los liberales exageraban al pretender dejar las pasiones humanas sin freno ni valladar. Unos deseaban convertir el orden en instrumento de tiranía mientras los otros querían hacer de la libertad una protectora del libertinaje. La clave para la pacificación consistía en huir de las exageraciones y conciliar ambos principios, y esto se podría lograr con abrazos y apretones de manos más que con enfrentamientos armados.

A quienes le replicaban que lo que se necesitaba en México era dar apretones de pescuezo, Comonfort les pedía oportunidades para poner en práctica sus ideas. No aceptaba la generalizada creencia de que los moderados jamás hacían nada por temor a quedar mal con alguien, ni que su ineficacia se debía a que no eran capaces de matar a sus enemigos ni se resolvían a huirles.

Al día siguiente de haber llegado Comonfort a la Presidencia —12 de diciembre, fiesta de la virgen de Guadalupe— en Zacapoaxtla, Puebla, estalló una revuelta encabezada por el cura de la localidad, quien así protestaba porque en la convocatoria a elecciones para formar el Congreso Constituyente, expedida unos días antes, los sacerdotes fueron inhabilitados para votar y ser votados.

El gobierno, con el propósito de evitar concentraciones peligrosas, y reducir y depurar al ejército, había dado de baja a miles de oficiales y jefes que, con sólo la tercera parte de su sueldo normal, habían sido desterrados a pueblecillos ubicados hacia los cuatro puntos cardinales, “donde sufrían carencias y menosprecios más atormentadores que la muerte misma”, según los críticos. Buen número de estos elementos se adhirieron inmediatamente al movimiento encabezado por el cura.

Al principio el pronunciamiento no parecía ofrecer gran peligro, por lo cual Comonfort se limitó a movilizar algunas partidas militares que se encontraban a distancia relativamente corta de Zacapoaxtla y concentró su actividad en preparar la apertura del congreso. Pero las partidas militares enviadas contra el cura se unieron a la sublevación en lugar de combatirla.

El movimiento había encontrado ya un jefe de prestigio: su candidato a presidente provisional, Antonio de Haro y Tamariz. Resentido, según se decía, porque Comonfort no le confirió un puesto en el gabinete y quiso enviarlo a Europa como representante diplomático, Haro y Tamariz fue visto en íntimas pláticas con varios generales, y su fama de conspirador empedernido hizo pensar que estaba incitando a los militares a la rebelión. Lo arrestaron para enviarlo en seguida a Veracruz, donde sería deportado al extranjero, pero al pasar por las cercanías de Córdoba escapó a sus captores, se trasladó a Zacapoaxtla y al llegar allí lo nombraron por aclamación jefe del ejército —que llamaban “Legión Sagrada”— y presidente provisional de la República.

A mediados de enero los sublevados avanzaron sobre la ciudad de Puebla, cuya guarnición se les unió. El cura de Zacapoaxtla, crucifijo en mano, anduvo por calles y plazas convocando a la gente a participar en una nueva cruzada contra los herejes, mientras varias monjas obsequiaban a los sublevados escapularios, cruces y estampas de santos. A diario la Legión Sagrada acopiaba nuevos reclutas y el clero y los ricos locales le aportaban recursos económicos.

Sólo a mediados de febrero, cuando ya había entrado en funciones el Congreso Constituyente, Comonfort pudo hacerse cargo de la sublevación. Solicitó el auxilio de Doblado —cuyo pronunciamiento antialvarista ya había perdido su razón de ser— y éste le proporcionó 1 300 hombres de la milicia de Guanajuato. Con ayuda del general Félix Zuloaga —el jefe santannista que se adhirió al Plan de Ayutla en el último tramo de la guerra— incrementó sus fuerzas hasta reunir 10 000 hombres y el 8 de marzo libró su primera batalla en los terrenos que hoy ocupa la fábrica Volkswagen de Puebla. La Legión Sagrada se retiró para refugiarse en la ciudad y después de una lucha casa por casa se rindió el día 14. El cura de Zacapoaxtla huyó a la sierra y Haro y Tamariz enfiló hacia Veracruz, donde tomó un barco que lo llevaría a Europa.

Para demostrar que no era el hombre débil que se decía, Comonfort degradó a los oficiales y jefes derrotados y los mandó diseminarse en calidad de soldados rasos por medio país, aunque no los hizo fusilar como indicaba la ordenanza militar. Todavía así una nube de críticos, entre ellos no pocos liberales, dieron por presentar a los rebeldes como hombres extraviados pero honorables, que no merecían ser desterrados en pueblos remotos y de clima mortífero. La degradación quedó sin efecto y se concedió a los afectados licencia absoluta para separarse del ejército; entonces los críticos clamaron que la débil medida ocultaba una pérfida maniobra tendiente a inflamar a los militares para orillarlos a dar un golpe de Estado que culminaría con la entrega del poder a los conservadores.

Para castigar al clero por la ayuda prestada a los rebeldes, Comonfort mandó intervenir los bienes de la diócesis poblana y envió al exilio en Europa al obispo local, Antonio de Labastida y Dávalos. Los conservadores, quienes hasta entonces habían visto a “don Nacho” como un caballero razonable, pasaron a calificarlo de peligroso demagogo que, con refinada astucia, se proponía imponer al país el proyecto antirreligioso. Y el sutilísimo intrigante que era Labastida encontró en Roma oídos muy atentos en el papa Pío IX, un hombre que pasaría a la historia como el más intransigente defensor de los derechos de la Iglesia, según los concebía él. En un consistorio secreto celebrado en el Vaticano, la política de Comonfort fue enérgicamente reprobada y se expidió el equivalente de una declaración de guerra contra el gobierno mexicano.

Además, Comonfort estaba incapacitado para pagar los abonos de la deuda externa que reclamaban los europeos, y para colmo enfrentaba el asedio del ministro Gadsen, a quien indignaba el hecho de que los “puros” hubieran sido marginados en el gobierno. Como el presidente se negaba a darle el tratamiento de procónsul que creía merecer, Gadsen, en sus cartas al Departamento de Estado, presentaba al presidente mexicano como “otro Santa Anna […] un autócrata usurpador, resuelto a falsificar el Plan de Ayutla y listo para venderse al postor más alto”. Sugirió emplear la fuerza para someter al recalcitrante, abandonó su puesto y en octubre de 1856 regresó a su país.

En su desesperación, Comonfort trató de apaciguar a los liberales exaltados y confirió el puesto de ministro de Hacienda a uno de los “puros” más influyentes, Miguel Lerdo de Tejada. Éste lo convenció de que la mejor manera de salir de apuros económicos era aprovechar los bienes del clero, pero no confiscándolos, lo cual provocaría un cataclismo social, sino desamortizándolos mediante un procedimiento que aplaudiría el clero mismo.

Los modernos economistas habían demostrado que la libre y acelerada circulación de la propiedad raíz era la base de la riqueza pública, explicó Lerdo, y los juristas otorgaban a los gobiernos el derecho de imponer modificaciones a la propiedad siempre y cuando demostraran actuar por causas de utilidad pública y se indemnizara adecuadamente a los propietarios afectados. La Iglesia, poseedora de una cantidad incalculable de casas, edificios, haciendas y ranchos diseminados por todo el país, jamás vendía sus propiedades (por lo que se les llamaba “de manos muertas”) y con esto privaba al gobierno de cobrar los impuestos de traslación de dominio que se obtendrían si las fincas fueran propiedad de particulares menos inclinados a conservarlas. Más aún, los bienes del clero estaban exentos del pago de contribuciones, al estilo feudal, y quienes los adquirieran tendrían que cumplir con las modernas obligaciones fiscales, lo que constituiría otro ingreso para el gobierno.

Si se obligaba por ley a las corporaciones de origen medieval subsistentes en el país —la Iglesia, y para ser parejos, también los ayuntamientos y las comunidades indígenas— a vender sus propiedades “de manos muertas” a los inquilinos, y si se asignaba como valor total del inmueble el de la renta anual multiplicada por 17, la Iglesia no podría decir que se le despojaba sin indemnización, y tal vez hasta agradecería el hecho de poder ir cobrando los abonos al tiempo que se le libraba de la confiscación lisa y llana que pretendían los exaltados; la tesorería nacional se enriquecería con el ingreso de elevadas sumas provenientes de los impuestos a las transacciones y los miles y miles de inquilinos que tendrían oportunidad de ascender a propietarios quedarían agradecidos al gobierno y se volverían sus mejores apoyos.

La Ley de Desamortización de Bienes de la Iglesia y de Corporaciones fue promulgada el 25 de junio de 1856 bajo las firmas de Comonfort y Lerdo. Durante el resto del año se llevó a cabo una gigantesca traslación de bienes eclesiásticos, pero al cabo resultó que la mayoría de los adquirientes no fueron los inquilinos, intimidados por las arengas del clero, sino una infinidad de especuladores con dinero e influencias para comprar los inmuebles a una pequeña fracción de su valor. El gobierno recaudó poco más de un millón en impuestos aplicados a las operaciones, pero tuvo que invertir lo doble en sofocar un sinnúmero de pequeños y medianos motines ocasionados por la aplicación de la ley. Una parte de las tierras de las comunidades indígenas se vendieron a precio vil y cayeron en poder de los latifundistas; por lo general, sin embargo, los indígenas lograron reducir a un mínimo la desamortización de sus tierras comunales.

Lo más preocupante vino el 5 de febrero siguiente (1857) cuando fue promulgada la constitución que, de acuerdo con la creencia de los liberales, encarrilaría finalmente a los mexicanos por la senda del progreso hasta colocarlos a la altura de los países más ilustrados del mundo. Los legisladores —abogados, periodistas y burócratas— parecían creerse una especie de profetas bíblicos; recopilaron las leyes más avanzadas de las principales naciones, las fundieron en su texto constitucional y asignaron al país la tarea de convertir en realidad sus utopías. Las opiniones de los intereses tangibles —las de los comerciantes, los agricultores, los trabajadores— no fueron solicitadas ni tomadas en cuenta, y por supuesto a nadie se le ocurrió someter el documento a un referéndum nacional.

Bajo el concepto de “garantías individuales”, todos los derechos humanos proclamados por la Revolución francesa pasaron a formar parte de la constitución mexicana, con el añadido del juicio de amparo, un brillante hallazgo de los juristas nacionales que superó al habeas corpus inglés. Excepto Ignacio Ramírez “El Nigromante”, quien se declaraba ateo, los legisladores eran católicos devotos que invariablemente iniciaban sus peroratas rindiendo pleitesía a “la santa religión que me inculcaron mis padres”, pero algunos sostenían ideas anticlericales y plantearon la conveniencia de establecer la libertad de cultos; los ultramontanos armaron tal escándalo por ese planteamiento que se optó por omitir toda mención sobre cuestiones religiosas. (Después se descubrió que con esto se había autorizado la práctica abierta de todas las religiones sobre la base del principio jurídico de que lo que no está expresamente prohibido está permitido.)

El clero mexicano seguía considerándose con derecho a regir la marcha del país, e inclusive había prelados nostálgicos de la práctica inquisitorial. Declaró herética la constitución; quienes la juraran serían excomulgados, no podrían recibir auxilios espirituales en el momento de su muerte y ni siquiera se permitiría que sus cadáveres fueran inhumados en los cementerios parroquiales, a menos que renegaran de su juramento.

En contrapartida, el gobierno decretó el cese automático para los burócratas que no juraran la constitución, de modo que la burocracia se vio ante la disyuntiva de sufrir la excomunión o dejar a la familia sin comer. En el seno familiar se produjeron terribles divisiones entre los elementos liberales y los partidarios del clero. Por otra parte, el gobernador de Puebla mandó desterrar a un obispo que se negó a dar sepultura a un burócrata indispuesto a renegar de su juramento constitucional. En la ciudad de México se anunció el descubrimiento de un almacén de armas en el gigantesco convento de San Francisco. Como castigo fue suprimida la orden franciscana; los frailes fueron expulsados del inmueble, se derribaron las tapias del convento y en el terreno fueron abiertas las calles que ahora se llaman Independencia y Gante.

Los “puros” argumentaban que la oposición conservadora era producto exclusivo de las complacencias del presidente, y que si mandase ahorcar al arzobispo metropolitano, a los obispos y a los canónigos más influyentes, y al mismo tiempo ordenaba fusilar a medio centenar de generales y coroneles peligrosos, en un santiamén desaparecerían todos los perturbadores potenciales de la paz.

Comonfort, quien nunca se casó y siempre vivió pegado a las faldas maternas, era presionado por la madre en el sentido de que suspendiese las medidas anticlericales. Mientras tanto un centenar de filibusteros norteamericanos ocuparon Caborca, Sonora, y aunque todos fueron capturados y fusilados, en el ambiente flotaba el temor de que las invasiones se multiplicaran. Al escritorio de Comonfort llegaban informes sobre motines, combates y desórdenes registrados en lugares como Morelia, Calvillo, Toluca, Tenango del Valle, Acámbaro, Nochistlán, Sultepec, Cuencamé, Iguala, Maravatío, Huejotzingo, Tepeojuma, Huamantla, Villa del Carbón, Huehuetoca, Tequixquiac, Tulancingo, San José de Iturbide, Texcoco, Zacatlán, Tepeji, Tampico… En Puebla, San Luis Potosí y Querétaro hubo combates con docenas de muertos.

Comonfort había podido sofocar esas débiles revueltas gracias al empleo constante de las facultades dictatoriales que le confería su carácter de presidente sustituto. Pero la constitución comenzaría a regir el 1º de diciembre de 1857, y a partir de esa fecha el gobierno quedaría obligado a respetar las garantías individuales, lo cual imposibilitaría llevar a cabo la aprehensión arbitraria de oposicionistas, además de que no se podrían hacer las tradicionales levas y a corto plazo esto implicaría quedarse sin ejército. Tampoco sería legal imponer préstamos forzosos, de modo que faltarían recursos hasta para financiar las necesidades más elementales del gobierno. Lo peor era que el poder legislativo fue asignado a una cámara única con poderes rayanos en el absolutismo, una jacobinera facultada para cesar en sus funciones al presidente de la República mediante la votación de una mayoría de los diputados.

El 14 de julio debían celebrarse las elecciones para presidente constitucional. Comonfort caviló sobre la conveniencia de entregar el mando al desafortunado que resultase electo e irse a su casa a ver pasar la tormenta, pero al cabo no resistió la tentación de seguir ejerciendo el poder y él mismo, en su carácter de gran elector, orquestó las marrullerías tradicionales para hacer triunfar su propia candidatura.

Al acercarse el 1º de diciembre, cuando Comonfort debería ser designado presidente constitucional, el país era un hervidero de rumores disparatados. El carácter del hombre se agrió: a menudo levantaba la voz y profería regaños y amenazas en el trato con sus subordinados, pero ni aun este recurso le daba resultados, pues nadie creía que don Nacho fuera capaz de castigar a nadie.

Unos días antes de que entraran en vigor los cambios, Comonfort se reunió privadamente con el ex secretario de Hacienda, Manuel Payno, el general Félix Zuloaga (el ex santannista que se pasó a la Revolución de Ayutla) y con el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, uno de los “puros” más furibundos. Al analizar la situación, todos ellos coincidieron en que sería imposible gobernar con la constitución y aceptaron sondear a sus amistades para derogarla por medio de un golpe de Estado.

Al enterarse de lo que se tramaba, el guanajuatense Manuel Doblado viajó a México para decir a Comonfort que lo que iba a hacer era una estupidez. Primero debería exigir al congreso que aprobara reformas acordes con la realidad del país o le otorgara facultades discrecionales para gobernar; sólo en caso de que se las negaran tendría justificación para llevar a cabo la revuelta. Pero ya había mucha gente comprometida con el movimiento y no fue posible suspenderlo.

El golpe de Estado de Comonfort contra su propio gobierno se inició el 17 de diciembre de 1857. Los soldados tomaron las principales instalaciones civiles y militares de la capital y escenificaron el añejo ritual de publicar un manifiesto en el que proclamaron presidente provisional a su caudillo. El movimiento consiguió las adhesiones de Veracruz, Puebla, Toluca, Cuernavaca, San Luis Potosí y otros puntos menos importantes. El guanajuatense Doblado no se manifestó ni a favor ni en contra y el neoleonés Vidaurri mantuvo un ominoso silencio. Varios miembros del gabinete se negaron a colaborar con los golpistas y renunciaron a sus puestos.

El presidente de la Suprema Corte de Justicia, Benito Juárez, mostró una sospechosa inactividad en el conflicto —abiertamente no se declaró en contra ni a favor— y por lo tanto fue aprehendido y confinado en el salón de embajadores del palacio nacional.

Los periódicos conservadores aplaudieron a los cerebros del golpe y los obispos levantaron la excomunión a los militares ejecutores. La constitución quedó sin efecto. Los periódicos liberales, aunque no se atrevían a atacar directamente a Comonfort o a Zuloaga, por miedo a la clausura, reflejaban una reacción uniforme de frialdad.

Con el paso de los días, lejos de aceptar incorporarse a un gobierno de unidad nacional, como el anhelado por los golpistas, las distintas facciones se prepararon para librar la batalla que, suponían, iba a ser la que les daría el triunfo definitivo. Como condición para apoyar a Comonfort, los liberales a ultranza exigieron la aplicación del programa “puro” en su integridad y el aplastamiento de los oposicionistas. Los conservadores reclamaban la derogación de la ley antifueros, la de desamortización y, en fin, de todos los ordenamientos legales que olieran a liberalismo. Por añadidura exigían que el gabinete se formara con elementos conservadores exclusivamente.

Un día de la segunda semana de enero de 1858, Comonfort se trasladó lo más discretamente que pudo hasta el salón donde Juárez cumplía su arresto. Reconoció su error al dar el golpe de Estado y pidió al preso que se trasladara a Guanajuato para pedir ayuda a Doblado. En unión con los elementos leales que conservaba el gobierno, dijo el presidente, el ejército guanajuatense ayudaría a dar el golpe de gracia a los conservadores, quienes ya habían pasado a ser la peor amenaza para el gobierno.

Juárez aceptó el encargo y marchó al Bajío sin encontrar obstáculos ni oposición en el camino. Zuloaga temió que él y Comonfort le estuvieran jugando una mala pasada.

—Mi compadre nos traiciona. Nos quiere entregar a los “puros”, pero yo no se lo voy a permitir —dijo, y en la madrugada del 11 de enero la mayor parte de las fuerzas que guarnecían la capital desconocieron a Comonfort “por no haber correspondido a la confianza que en él se había depositado”.

En Guanajuato, Juárez se enteró de que Doblado y los gobernadores de Querétaro, Jalisco, Zacatecas, Michoacán, Colima y Aguascalientes, más el de Veracruz, que ya había renegado del apoyo que inicialmente prestó a los golpistas, habían formado una Liga Defensora de la Constitución, la cual destituyó a Comonfort y designó para sustituirlo al hombre señalado por los ordenamientos constitucionales, o sea el presidente de la Suprema Corte, Benito Juárez.

Al verse rechazado por todos, Comonfort negoció con Zuloaga un cese al fuego para que ambos decidieran de común acuerdo lo que se debía hacer. En principio propuso restablecer el orden constitucional entregando la Presidencia a Juárez. Zuloaga prometió renunciar y marchar al extranjero, pero a cambio exigió que el cargo presidencial fuera conferido a quien designasen sus partidarios.

No hubo arreglo, y los combates se reanudaron en el centro de la capital. Cuando vieron que el triunfo se alejaba cada vez más, la mayoría de los 5 000 hombres que apoyaban a Comonfort desertaron y el día 21, antes de que saliera el sol, los últimos leales convencieron al infeliz presidente de que abandonara la lucha.

Como condición Comonfort puso la de que se comunicaran a Zuloaga los detalles de su partida, para que nadie pudiera decir que había huido. Obviamente, deseaba que lo aprehendieran o morir como mártir. Pero Zuloaga comprendió que su compadre le ocasionaría más problemas como prisionero que en libertad, y lo dejó atravesar tranquilamente las calles de la capital, acompañado sólo por un par de ayudantes. El mismo día marchó a Veracruz y a la primera oportunidad tomó un barco con destino a Europa.