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Esteban Echeverría

Cartas a un amigo

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-575-3.

ISBN ebook: 978-84-9897-680-9.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

La iniciación 7

1. Las almas de fuego no sienten como las almas vulgares 9

2. Junio 30 de 182... 11

3. Julio, 28 de 182... 12

4. Agosto, 1° 13

5. Agosto, 28 14

9. Septiembre, 20 15

7. Octubre, 1° 16

8. Octubre, 2O 17

9. Noviembre, 2 18

10. Diciembre, 12 19

11. Diciembre 21

12 24

13 25

14 26

15. Enero, 23 27

16. Febrero, 1° 28

17. Febrero, 4 29

18. Febrero, 10 30

19. Febrero, 16 31

20. Febrero, 17 32

21. Febrero, 24 34

22. Febrero, 28 35

24. Enero, 5 37

27. Enero, 30 39

28. Febrero, 1° 41

29. Febrero, 3 43

10 de la noche 43

30. Febrero, 8 46

31. Febrero, 10 49

32. Febrero, 12 50

Libros a la carta 53

Brevísima presentación

La vida

Esteban Echeverría (Buenos Aires, 1805-1851). Argentina.

Nació en septiembre de 1805 en Buenos Aires. Las muertes de sus padres marcaron su infancia y su adolescencia. Fue uno de los alumnos más destacados del departamento de estudios preparatorios de la Universidad, en el que ingresó en 1822 interesado por las asignaturas de latín, ideología, lógica y metafísica.

Trabajó en la aduana, estudió historia y francés y escribió poemas.

Más tarde, en octubre de 1825, marchó a Francia en un viaje que marcó su orientación filosófica y política.

Murió el 19 de enero de 1851 de una afección pulmonar.

La iniciación

Las Cartas a un amigo despliegan un ritual iniciatorio que empieza por afrontar la pérdida de la madre del autor y terminan por un episodio de fascinación ante una mujer virtuosa. Echevarría relata estos sucesos en unas epístolas dirigidas a un amigo que prefiguran el estilo exhaltado de su obra La cautiva.

1. Las almas de fuego no sienten como las almas vulgares

Querido amigo: después de tu partida, un suceso infausto ha venido a interrumpir la tranquilidad de mi corazón. En el seno de mis ilusiones y al abrigo del cariño maternal yo me reposaba sin imaginarme, ni aun en sueños, que la desgracia avara del bien podía venir a arrebatarme de ese mundo de glorias engendrado por mi imaginación, para transportarme a otro lleno de imágenes sombrías y de realidades terribles. La previsión maternal me evitaba mil inquietudes y zozobras y mi ser en una armonía perfecta gozaba de aquel bien inefable que no tiene nombre en la tierra y que en la lengua de los ángeles se llama felicidad. Mi madre también era feliz al ver el esmero que yo ponía en agradarla, al paso que lisonjeado con la idea de que llegaría el día en que pudiese recompensar de algún modo sus bondades y cariños, proporcionándole una vejez cómoda y tranquila, yo me afanaba en enriquecer mi inteligencia correspondiendo a sus deseos para poder entrar a desempeñar con suceso en la sociedad los deberes de hombre. Pero temo, amigo, que mis esperanzas sean ilusorias: una melancolía profunda se ha amparado de su espíritu; ha renunciado a todo alimento y va perdiendo poco a poco sus fuerzas. Un presentimiento fatal le dice, como en secreto, que se acerca el término de su carrera y la hace desesperar de su salud. En vano trato yo de disuadirla para que aleje de su imaginación esas lúgubres ideas y se libre a su jovialidad ordinaria; en vano, amigo: una especie de vértigo embarga sus sentidos y no presenta a su espíritu enervado sino imágenes de muerte. Parece que una mano oculta la arrastra hacia el sepulcro. ¡Qué desdichado seré si pierdo a esta buena madre! ¿Quién será mi mentor y mi guía en el camino del mundo? Tiemblo al pensarlo solamente. Sin experiencia en la edad de las pasiones, devorado de mil deseos, ¿quién será mi consejo? ¿Quién me ayudará a retener estos impulsos violentos del corazón y me hará oír la voz de la razón en medio de la tormenta de las pasiones? ¿Quién me emulará en mis estudios y me enseñará el camino por donde se llega a la ilustración? ¿Quién será, en fin, mi verdadero amigo?

Una idea me atormenta: creo haber sido la causa involuntaria de la melancolía que la consume. Los halagos seductores de una mujer me arrastraron a algunos excesos; la ignorancia y la indiscreción propagaron y exageraron estos extravíos de mi inexperiencia: ella los supo y desde entonces data su enfermedad: calla por no afligirme, sin duda, pero yo he creído leer en su semblante mi acusación y mi martirio.

2. Junio 30 de 182...

Mis infaustos temores se van realizando. Ya no hay medicina para su mal. Cuando articula algunas palabras, el cansancio y la fatiga las ahogan entre sus labios. Paso los días y las noches al lado de su cama prodigándole mis inútiles cuidados, y no me canso de contemplar aquella fisonomía antes tan dulce y expresiva, ahora pálida y desfigurada con el lívido velo del dolor. Sin embargo, sus ojos conservan toda su expresión y son aún el espejo de aquel corazón tan sensible, tan puro y tan humano. Anoche lo pasé en vela a su lado, y por la mañana me retiré a descansar; pero al poco rato me hizo llamar. ¡Ah, qué escena tan desolante! Arrojéme sobre su cuerpo casi yerto, lo regué con mis lágrimas, imprimí mil y mil besos sobre su frío rostro y pareció animarse como con un éter vivificante al respirar mi aliento; recogió todas sus fuerzas y articuló estas palabra: «Hijo, yo me muero: la Providencia me llama a su seno... Ya mi hora va a sonar: tú quedas solo en el mundo... No te olvides de mis lecciones.. Eres joven; no te dejes arrastrar por tus pasiones... El hombre debe abrigar aspiraciones elevadas. La Patria espera de sus hijos: ella es la única madre que te queda: A...» y la palabra expiró en su garganta y la expresión de su fisonomía y de sus ojos me dijeron el resto con voz callada y elocuente. Mi dolor llegó a su colmo, me arrancaron de entre sus brazos y mi mente está aún tan turbada que me falta el tino para escribirte.