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Emilio Castelar

El suspiro del moro
Leyendas, tradiciones, historias referentes a la conquista
de Granada

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-018-5.

ISBN ebook: 978-84-9897-673-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Parte I 11

Capítulo I 11

Capítulo II 16

Capítulo III 22

Capítulo IV 34

Capítulo V 45

Capítulo VI 51

Capítulo VII 60

Capítulo VIII 65

Capítulo IX 72

Capítulo X 77

Capítulo XI 85

Capítulo XII 95

Capítulo XIII 100

Capítulo XIV 109

Capítulo XV 116

Capítulo XVI 126

Capítulo XVII 134

Capítulo XVIII 144

Capítulo XIX 152

Capítulo XX 161

Capítulo XXI 170

Capítulo XXII 182

Capítulo XXIII 195

Capítulo XXIV 205

Capítulo XXV 210

Parte II 231

Capítulo I 231

Capítulo II 241

Capítulo III 249

Capítulo IV 261

Capítulo V 274

Capítulo VI 286

Capítulo VII 298

Capítulo VIII 307

Capítulo IX 315

Capítulo X 319

Capítulo XI 322

Capítulo XII 325

Capítulo XIV 332

Capítulo XV 337

Capítulo XVI 341

Capítulo XVII 348

Capítulo XVIII 358

Capítulo XIX 372

Capítulo XX 382

Capítulo XXI 392

Capítulo XXII 405

Capítulo XXIII 419

Capítulo XXIV 434

Capítulo XXV 448

Capítulo XXVI 460

Libros a la carta 471

Brevísima presentación

La vida

Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899). España.

Nació en Cádiz y estudió derecho y filosofía y letras en la universidad de Madrid (1852-1853). Actuó en la vida política defendiendo las ideas democráticas; fundó el periódico La Democracia, en 1863, y apoyó el republicanismo individualista. A causa de un artículo contrario a Isabel II, fue separado de su cátedra de historia de España de la universidad central, lo que provocó manifestaciones estudiantiles y la represión de la Noche de san Daniel (10 abril 1865). Castelar conspiró contra Isabel II y se exiló en Francia, donde permaneció hasta la revolución de septiembre (1868). A su regreso fue nombrado triunviro por el partido republicano junto a Pi y Margall y a Figueras. Diputado por Zaragoza a las cortes constituyentes de 1869, al proclamarse la I república ocupó la presidencia del poder ejecutivo. Gobernó con las cortes cerradas y combatió a carlistas y cantonales. Tras la reapertura de las cortes, su gobierno fue derrotado, lo que provocó el golpe de estado del general Pavía (3 enero 1874). Disuelta la república y restaurada la monarquía borbónica, representó a Barcelona en las primeras cortes de Alfonso XII. Defendió el sufragio universal, la libertad religiosa y un republicanismo conservador y evolucionista (el posibilismo).

Emilio Castelar murió en 1899 en San Pedro del Pinatar.

Parte I

Capítulo I

Los señores de Solís vivían gozosos en el castillo de la Higuera, cabeza de feraces territorios, allegados por sus progenitores a fuerza de combates y de victorias, que las crónicas recogieran con cuidado en sus sencillos capítulos y los poetas cantaran con arte y armonía en sus cadenciosos romances. Fosos anchos y ceñudas torres a su defensa y resguardo servían; salones decorados por mudéjares artífices a su aposento; siervos fáciles de congregar por el pendón y la caldera señoriales a su defensa; huertas y jardines inacabables a su recreo; y correrías de varía fortuna pero de verdadera gloria magnitud, a su engrandecimiento y a su gloria. Eran los señores aquellos representantes de la conquista cristiana en la incomparable Andalucía; y sus propias preeminencias les obligaban con privilegios, cebo de su soberbia y de su valor, al combate continuo, tan vistoso y regocijante, dados los tiempos aquellos de guerra, como los desafíos, los torneos, y demás fiestas militares de las usadas, antes que por pedirlas el tiempo y la necesidad, por entender el deseo cómo sin ellas no era la vida posible, ni fácil aquel imperio incontrastable, de antiguo ejercido por las añejas costumbres.

La paz volvía después de la guerra en sociedad tan batalladora, como viene después del invierno la primavera en el año, es decir, a modo de una estación alternativa y regular, engendrada por el tiempo y su movimiento continuo, que todo lo cambia y lo transforma. Desde los reyes primeros castellanos, que superaron las empinadas crestas de Sierra Morena y cayeron, como una tormenta sobre las llanuras andaluzas convertidas en edenes de los árabes, podía el menos previsor anunciar el desquite y la reconquista, como legado de unas generaciones a otras generaciones, por la natural solidaridad y perpetuidad irremediables en la duradera vida de los pueblos. En cuanto, al comienzo de la centuria decimotercia, los cristianos alcanzaron la victoria inmortal de las Navas, pudo asegurarse que serían suyas Córdoba, Jaén, Sevilla, y lo fueron a fines del mismo siglo; exaltado es el recuerdo patrio con tales conquistas y con sus compañeras y complemento, Jaén, Murcia, Mallorca y Valencia. Si la debilidad irremediable del principio monárquico, muy quebrantado por la prematura revolución que para fortalecerlo intentara fuera de sazón el rey Sabio, lo consintiera, no pasara tan ilustre siglo sin coronar el cobro de las dos sultanas del Guadalquivir con el cobro de la sultana del Darro. Pero los elementos aristocráticos y su pugna con los elementos municipales entrecogían al general verdadero de la cruzada constante, al monarca, en los remolinos de dos corrientes contrarias y lo paralizaban para el común esfuerzo y para mayores empresas. Sin embargo, ese mismo siglo decimotercio había visto al fantaseador de la incomparable Alhambra confundirse con los cortesanos de la victoria cristiana para respirar a su placer en Granada; y el siglo siguiente había visto más, llegar bajo las enseñas del onceno Alonso a las puertas de África la nación castellana por virtud y merced de la gloriosa victoria del Salado.

No importaba. Puede asegurarse que aquí acabó, en el Salado, la carrera tomada con soberano empuje por Castilla desde su triunfo gloriosísimo en las Navas. Don Pedro el Cruel no se curó sino de combatir con la nobleza capitaneada por sus hermanos los infantes de Trastamara, ensangrentando, más que fortaleciendo, el principio monárquico, en su durísimo reinado de verdadero terror. Muerto en los campos de Montiel, murió de la misma puñalada que lo penetró en el corazón, aquella causa del predominio monárquico, enterrada en la política, impuesta por la usurpación y por el fratricidio, a don Enrique, política de complacencias con la nobleza y de mercedes a su peculio y a sus privilegios. Así, desde mediados del siglo decimocuarto, a fines del siglo decimoquinto, solo dos guerras se mantuvieron por los cristianos con Granada, guerras, que más bien pueden llamarse, relampagueantes correrías sin resultado alguno, como esas noches eléctricas de estío, en que las chispas culebrean por los horizontes, y no retumba el estampido de un trueno, ni cae una gota de agua. Fue la primera de tales inútiles y lujosas correrías la emprendida por don Álvaro de Luna, cuando privaba con don Juan II, terminada con el combate y triunfo de la Higuerita; fue la segunda la emprendida por, don Enrique IV, limitada en término último a un simulacro, donde apareció el rey de Castilla como un pobre comediante, haciendo de cetro y espada miserables arreos en la representación de una farsa.

Por fin llegaron los reyes Católicos al que podía, llamarse, desde aquel entonces, verdadero trono de nuestra España, por asentarse ya en la unidad indispensable del suelo nacional. Don Fernando parecía traer aquella política un tanto doble, por sus predecesores allegada en Italia, que no excluía de ningún modo el heroísmo; y doña Isabel aquella inquieta y gloriosísima índole de los grandes reconquistadores castellanos, que no excluía la prudencia en ellos. Con los reyes Católicos, debía dilatarse la gente española, después de haber puesto en las torres Bermejas la cristiana cruz y en las altísimas Alpujarras el castellano blasón, por las tierras bañadas del Tirreno en Italia y por las tierras bañadas en Occidente del misterioso inexplorado Atlántico. Así el propósito firme de la reconquista uniría entonces con su empuje soberano los dos cetros, que reunidos, iban a ser como el eje, sobre cuya línea giraba nuestra patria. Los pobres y humildes montañeses confinados por las vencedoras tribus del desierto en los picachos de las cordilleras pirenaicas, después de haber probado suerte tan varia en Clavijo y Calatañazor, en Toledo y Alarcos, acercábanse al deseado logro de seculares anhelos bajo las enseñas de doña Isabel y de don Fernando.

En 1478, concluidas las dificultades varias de estos reyes con Portugal, por la victoria de Toro, al espirar la tregua que los granadinos habían pactado con el rey de Castilla don Enrique IV, y decidirse la guerra de nuevo, por la resolución deliberada en los reyes Católicos de reconquistar el hermoso reino, de su corona separado, comienza esta nuestra leyenda. El castillo de la Higuera cercano a Martos, por Jaén, ardía en regocijo, porque aguardaba el arribo de la vistosa y pujante embajada, desde las riberas del Guadalquivir a las riberas del Darro expedida por los reyes Católicos, y personificada en don Juran de Vera, comendador de Santiago, quien había escogido tan grande habitación, palacio y fortaleza, para pernoctar en su viaje desde Sevilla a Granada. Veíanse por doquier las gentes labriegas adornadas con sus trajes de fiesta, dando vivas repetidos que atronaban los aires a la puerta del castillo; y bajo la torre del Homenaje, los guardias con sus relucientes armas realzadas por el resplandor arrebolado del vespertino crepúsculo; entre las almenas los pajes y las damas señoriales con sus brocados y preseas; mientras, camino adelante, venían los caballeros de Santiago, jinetes en sus caballos cubiertos de hierro; con el manto de su orden sobre las espaldas, que dejaba entrever las damasquinadas armaduras; los cascos por plumajes varios rematados a la cabeza; los signos de su altísima dignidad en la mano; resplandecientes todos ellos de riquezas materiales, como cumplía en aquel acto a tan excelsos señores; y rebosantes de satisfacción moral por los agasajos de sus huéspedes apercibidos a recibirles, cuya grande alegría se manifestaba por salvas y campaneos, difundiendo a largas distancias los ecos alegres de la fiesta. Y cuenta la tradición que allí el embajador Vera prometió por su honor a una dama pronunciar en voz alta, entre grandes loores, el nombre de la Virgen Madre María, bajo los artesonados maravillosos de la musulmana y oriental Alhambra.

Los cristianos, puestos por, decisiones de la voluntad o por mandatos de la suerte, allá en las fronteras árabes, como la familia Solís, gozaban de grande crédito y autoridad entre sus compatricios, a causa de su guerrear continuo y de su continuo padecer, en territorios azotados por un eterno combate. Así el trigo, que sembraban, veíase a las talas expuesto en cuanto resplandecían las maduras espigas con áureas reverberaciones; las parras a los álamos ceñidas, y las pomposas higueras, no podían cargarse de frutos sin caer las manos expoliadoras del husmeador enemigo, dado a imponer, en alardes y encuentros sempiternos un morodeo devastador incesante; no estaba seguro el borrego en su redil ni el buey en su establo, aun después de haber pastado entre vigilantes y centinelas, por el rondar perdurable de aquellos lobos carniceros; con solo mirar a las torres y adarbes y ladroneras de los castillos veíanse las cicatrices en sus superficies abiertas por la guerra; pues, así como tenían los enemigos halcones y buitres aparejados y apercibidos para devastar los palomares y los gallineros del contrario, tenían fronterizos armados para sostener la perdurable guerra. De aquí los cargos conocidos con el nombre de adelantados, y tan dignos y honrosos para los valientes, sus mantenedores, como dignificados y honradísimos por los reyes y por los pueblos. De aquí los adalides, o sean, las sendas vanguardias de los combates eternos mantenidos por los pueblos contrarios en orígenes y en creencias. De aquí los honores dispensados, los territorios concedidos, las riquezas dispendiadas entre quienes mantenían, vigilantes centinelas, guerreros incansables, a la puerta de cada nación, el empuje de las conquistas, en guisa del escollo gigante, combatido a la continua por los férvidos oleajes, y que ofrece a la industria humana bases donde oponer sus contrafuertes y sus muelles a los furores del mar. No debe, pues, maravillarnos la copia de títulos y la copia de riquezas vinculadas en el rico mayorazgo de los señores de Solís. Y bien lo merecían desde los cuidados por los árboles crecidos entre tormentas indecibles hasta la vigilancia por las almenas ahumadas de pólvora y heridas de balas; bien lo merecían desde la indispensable atención al siervo, amenazado de pasar del terruño al calabozo, hasta la defensa de aquellas ricas hembras amenazadas de pasar desde los salones a los serrallos. Todo mostraba, en aquel recinto la guerra, todo, las murallas adustas, los torreones soberbios, las patrullas diligentes de día y noche, los trabajadores con sus mosquetes al lado de sus azadas, los caballeros armados hasta los dientes, el cuerpo de guardia siempre apercibido, el vigilante incrustrado en la entrada del puente levadizo, los centinelas a los pies y a las cimas del torreón donde se prestaban los homenajes, las bocas de fuego abiertas entre las almenas, los cuervos al husmeo de la matanza reunidos, el convento bajo cuyas bóvedas los monjes oraban por la paz o por la victoria, las recatadas rejas y celosías tras las cuales vegetaban las ricas-hembras nacidas y criadas allí para extender la bienandanza producida por unos sonrosados labios de mujer entre las nubes de humo y los vapores de sangre.

Cómo debía contrastar con todo el curso y carácter de aquella vida la hora y coyuntura de santa y universal alegría, por acercarse Vera con su comitiva de gran embajador a pernoctar en aquel asilo, para levantarse al siguiente día temprano e irse hacia Granada, en observancia fiel a las órdenes e instrucciones recibidas. En los lindes, adonde alcanzaban las posesiones señoriales de los Solís, por el Mediodía, veíanse los mozos más apuestos de la familia que aguardaban, y se unían, caballeros en brutos andaluces, al pomposo cortejo. A la puerta del castillo estaba Solís, de todo lujo, con todas sus insignias, como noble que debe recibir la persona del rey. En cuanto desmontaron de sus cabalgaduras y recibieron el abrazo de hospedaje los recién llegados, invitóles el señor de la fortaleza feudal a pasar al convento contiguo, encerrado dentro de los mismos muros del almenado palacio, para que dieran gracias a Dios, en el sacro templo, por la felicidad hasta entonces del comenzado viaje, y le demandaran auxilio para continuarlo y concluirlo en gloria de la Monarquía y de la Iglesia. Efectivamente, bajo los arcos góticos, de cuyos florones pendían arañas y lámparas cuajadas de luces, destacábase la Virgen Madre, sobre su peana compuesta por áureas alas de ángeles; entre ramos de flores bien olientes realzadas por el fulgor de los cirios; ceñidas las sienes de aureolas recamadas por pedrería, de tal trasparencia en sus facetas, que la luz en chispas de colores, quebraban; cargados los hombros con manto azul, de áureas estrellas sembrado, como las que ya comenzaban a lucir por los cielos; calzada de la Luna; y bendecida por los acordes místicos de un órgano, acompañando la salve; por las voces de todos entonadas con tal fervor, que parecía oírse allí mismo el concierto de los bienaventurados, al desprenderse un alma justa de un cuerpo sin mancha para volar y perderse por las cerúleas esferas del Empíreo. El embajador se postró de hinojos ante las aras con la humildad y la humillación de un muerto que pide asilo a la tierra, y después de haber orado, se levantó, como rejuvenecido por el soplo de una resurrección, y centelleante de vívida esperanza. En aquella edad cíclica de combates, cuando cada caballero llevaba la guerra eterna como un deber interior sobre su alma y conciencia, veíase la muerte tan cerca, y se pasaba de este al otro mundo con tanta facilidad en los súbitos y continuos encuentros, que la vida tomaba tintes religiosos como los prestados por natural indeclinable ley a los espíritus, cuando sondean los insondables abismos del sepulcro. Vera juró, a fuer de caballero español, delante de la Virgen Madre, consumar en aquel viaje de honor y de peligro, alguna de las muchas hazañas propias de su tiempo y de su temperamento, en loor y en homenaje a la Virgen Madre.

Capítulo II

Concluida la ceremonia, pasaron todos a los salones interiores del castillo.

—Mi buen primo.

Dijo Solís a Vera, volviendo de nuevo a estrecharle con trasportes de amistad entre sus brazos.

—Más dijeras hermano.

Exclamó Vera en correspondencia fiel a tantas pruebas de cariñoso afecto.

—No podías distinguirme con mayor honra que la de tu presencia, primero por quien representas, después por quien eres.

—Nuestros reyes me mandan a Granada.

—Dios los bendiga.

Exclamaron los presentes, en coro al oír pronunciar tal nombre.

—El ambicioso y altivo Hacem, desde que reina por nuestro mal allí, se ha olvidado del pago de los tributos y hay que recordárselo —dijo Vera.

—Ya lo creo. Tengo tal demanda por menester de justicia para nuestra seguridad —añadió Solís.

—¡Ah! —exclamó Vera.

—Preves una guerra próxima.

—Ya lo creo.

—Nosotros, como vivimos en su fuego, no echamos de ver alteración ninguna, cuando tales empeños se aproximan; más bien nos creemos seguros que inseguros en tal zozobroso estado —observó Solís.

—Aquí no pasa día sin algún encuentro por cualquiera de los cuatro punto del aire —dijo Vera.

—Ni noche sin algún desvelo; pues, cuando no tenemos provocación, tenemos emboscada —dijo Solís.

—Sí, estos árabes se parecen a los leones en audaces, y a los zorros en precavidos, mi buen Solís.

—Habíamos dejado crecer mucho la mala hierba, mucho, amigo Vera.

—Si exceptuamos la toma de Antequera, y el triunfo de la Higuerita ¿qué acción loable habíamos dejado nuestros antecesores en los últimos cien años? —preguntó con amargura el embajador.

—Es verdad. Empleamos en guerras civiles cuantas fuerzas debimos emplear en guerras santas —observó Solís.

—Pero nuestros reyes, libres de las grandes dificultades que les traía el desasosiego, engendrado por la diferencia con Portugal, se darán ahora, en alma y cuerpo, al empeño de lanzar allende el Estrecho a los infieles, que marchan su tierra y asombran su corona.

—Ya era tiempo, en verdad. El reinado último hizo creer a los infieles que tenían seguro y perdurable dominio sobre la tierra española; como si el valor aquí se hubiera extinguido y los Pelayos y los Cides no intercedieran por nosotros con Dios allá, en los cielos.

—Pero decaímos de nuestra pujanza en los tiempos últimos. ¿Cuántas desgracias no hemos visto? Tratamos a un Venegas, y hasta por embajador lo recibimos, cuando mozo engendrado por santa mujer y rico-hombre de Córdoba, criado en el temor a Dios, e hijo de la Iglesia, trocara su religión por la pagana y agarena, so pretexto de haber entrado a los ocho años en cautiverio, como si no llevara el bautismo en la frente con la doctrina en el alma. Y para mayor ignominia, se unió a princesa descendiente de los Abderramanes, como si la gloria y grandeza de tamaño linaje no recordaran sangre cristiana vertida en los campos de batalla y agravios hechos a nuestra fe y a nuestra patria.

—Justo. Y todo el mundo sabe amigo Verá, cómo fue circunciso esposo de una terrible agarena, y habitador de palacios elevados por cautivos, españoles, que al trabajo forzaran los chasquidos, de las fustas y en el trabajo los mantuviera la pesadumbre de sus cadenas. Y de aquellos sitios regados por sangre de los nuestros hizo un caballero español y cristiano por todos sus cuatro costados nada menos que un edén como los pintados en el Corán, y de su princesa nada menos que una hurí como las prometidas por Mahoma.

—Pero junto a estos funestísimos ejemplos —dijo Solís —hánse dado muchos otros de verdadera virtud, que ahora mismo recuerdo. La cristiandad toda guardará con agradecimiento la memoria de aquel adelantado de Rivera que a sangre y fuego entró por las florestas de Alora, cumpliendo mandatos sacratísimos. El Sol rebotaba en las peñas, que parecían cubiertas por laminas de bronce, como a fuego doradas. El aire matinal y puro, extraía de las plantas balsámicas esencias que convidaban a todos los placeres de la vida. Uníanse con las albas guirnaldas de azahar los rojos ramilletes del granado cuyas ramas se entrelazaban, formando, cual dicen los árabes, un lecho de hadas. Tan oriental campiña más bien hablaba de amor que de muerte. Y sin embargo, al acercarse, como un mártir, el Adelantado para pelear entre tantos reclamos de la vida por su monarca y por su fe hasta la muerte, los dardos despedidos desde las fortalezas moras, lo cubrieron todo el cuerpo y le dejaron en tierra, tendido y exánime, recibiendo así aquel bautismo de sangre, aquel martirio, por cuya virtud quedan las almas tan limpias como después del bautismo sacramental, y entran de un vuelo en el Empíreo, ni más ni menos que las almas de los niños más puras e inocentes. ¿No es verdad?

—Y bien habíamos menester tales ejemplos, pues las mejillas se sonrojaban de vergüenza, cuando los ojos veían con asombro al postrer monarca, seguido de aquellos moros que habían degollado a los Abencerrajes cerca del Patio de los Leones, paseándose por las vegas andaluzas en voluptuosa molicie, como, si en vez de aventuras belicosas, corriera cañas y lazos y sortijas en una zambra perpetua.

—Contádmelo a mí, que fui convocado por los Girones, los Toledos, y los Manriques, mis parientes, a una conjuración premeditada, con ánimo de castigar a quien así escarnecía su corona. Se salvó el cuitado, y se puso en salvo, por haber huido de Jaén a Córdoba, y de Córdoba a Sevilla, y de Sevilla a Madrid, escapándose al furor de unos vasallos, corridos todos al ver tanta culpa en su monarca, y en ellos tanta ignominia.

—Justo. Y mientras crecían los árabes decrecíamos nosotros. Su odio más bien parecía mofa. Hacem, aunque todavía no lo sombreaba en los labios el bozo, corría sobre sus caballos del desierto como sobre las resistentes alas de rápido aguilucho y despreciando las sedas orientales, encerraba su cuerpo juvenil en armadura de hierro, damasquinada por hábiles artífices, y enrojecida por el Sol de los combates. Así, al presentarse audaz en Granada, mi predecesor, Ayora, con lucida embajada, requiriendo el pago de antiguas atrasadas parias, contestáronle que dos años antes dieron hijo y damas; pero entonces, conocida la debilidad castellana, creíanse con fundada razón y sobrado motivo en aptitud bastante para no entregar a Castilla, ni en rehenes, ni en parias, prenda ninguna. Cobrámonos de tal insulto, con peleas bien reñidas y paces bien ajustadas. Pero, al poco tiempo, aquel valerosísimo Zúñiga, prelado de Jaén, más conocedor del estoque y del arcabuz que de báculos y cruces, acompañado por el conde de Castañeda, cayeron a una en cautiverio, tanto más doloroso, cuanto que movió la cólera de Hacem y lo incitó a nuevas y más arriesgadas aventuras, en desdoro de nuestro valor y en mengua de nuestro territorio.

—No ha podido aún borrárseme de la memoria el insulto inferido a nuestro noble oficio militar por aquella voluptuosa corte del impotente y desalmado Enrique. Paréceme ver aún la farsa, en que se maldecía de nuestros sacrificios, y se denostaba con falsificaciones de comedia los esfuerzos heroicos de nuestros incansables brazos. Hízose un alarde aparatoso y mentido, como en las funciones y fiestas de cómicos errantes. Unas damas de la corte representaron la caballería pesada, y otras la caballería ligera. Llevaban aquellas, sobre las tocas, plumajes; y éstas, almaizares. ¡Ah! Le habían tomado al infiel sus gasas listadas de colores, cuyos rapacejos y grecas sobre las espaldas caían, para fingir mejor nuestras carrilleras y nuestros cascos. Viose a la reina, vestida de tisú, montada en caballo ceñido por deslumbradoras gualdrapas, tirar a la fortaleza de Cambrill falsos arpones en aquella ensayada comedia, más ficticia y menos real que las compuestas por nuestro Marqués de Santillana, en ornato de las letras y recreo de los ánimos. No hubo más heridas allí que las abiertas en los corazones de los cristianos rendidos por la gentileza y hermosura de las damas; ni más suspiros y ayes de batalla que los suspiros y los ayes de amor. Así las puertas de los castillos moros se abrieron y las fronteras de nuestro reino se franquearon por aquel entonces, no a huestes en armas, sino a embajadas de arreos deslumbradores que llevaban para el rey monturas a la jineta indicándole que se divirtiera eternamente, y para la reina menjuís, y estoraques y algaria indicándole que se compusiera y adobara como su flaca y decaída monarquía, más propia para las delirantes sensualidades del placer que para las saludables asperezas de la guerra.

—Pero, Solís, no hay que desesperar de Castilla. Si avivamos la memoria, caeremos con facilidad en la cuenta de que aún existen héroes como Rodrigo Ponce de León, a quien parece haber trasmitido desde sus tumbas Fernán González y el Cid alientos y tizona. Cuando lo veo caballero en su alazán, metido y forrado en hierro, con el cuento de su lanzón fijo en el pie derecho, y por el deslumbrador guantelete de hierro con vigoroso esfuerzo asido, el vigor de su rostro, picado por los hoyos de pasadas viruelas, me recuerda el genio vivo de las batallas y de las guerras. No le llaméis a ese con el reclamo de las flautas y dulzainas acordadas para las alegres danzas; llamadlo con el estruendo levantado por los atabales unidos a los cañones; y le veréis surgir, de todas armas armado, relampagueantes los ojos, y cayéndole aquella colorada cabellera sobre los espaldares de acero, como manojos de rayos. No le recreéis con romances de amor, porque le gusta oír el relato de las vidas ilustres inmortalizadas por varones de guerra y en viejos pergaminos escritas. A los agoreros, que le presagien aventuras contenidas en imaginarios horóscopos, preferirá los matemáticos que le prueben cómo se aplican los cálculos a la guerra y cómo se trazan figuras geométricas en las campañas y en los campamentos. Diez y siete años tenía cuando ya suspiraba por las peleas y ya soñaba con rendir a la cruz ciudades sometidas por la cimitarra. Una tarde, sin que nadie lo viera, cuando su familia le creía entregado por los patios del castillo a los juegos de la pelota y de la barra, entróse airado en la feudal armería de sus mayores, ciñóse las armaduras abolladas aún por los fuertes cintarazos, y cogiendo inquieto caballo, cuyas narices se abrían al hedor de la sangre; y embrazando luciente rodela, en cuyo fondo brillaba alado león de áureas guedejas; salió a la plaza de Marchena, y convocó en torno suyo a cuantos quisieran pelear y morir en abierta guerra con la envalentonada morisma. El valor es de suyo contagioso. Las chispas lanzadas por los ojos del apuesto doncel y las voces de su garganta por los aires difundidas, inmediatamente suscitaron guerreros numerosos a imagen suya, por lo arriesgados, y lo apuestos. Cien lo acompañaron, y con ellos se dirigió camino de Osuna, donde sabía que aparejaban defensas angustiosas sus habitantes amenazados por las oleadas morunas. Una defensa, no cuadraba, no, al ímpetu y al arrojo caballeresco de Rodrigo; quería combatir, pero acometiendo; y a este objeto dijo que los reunidos lo siguieran al campo, donde se mezclaban ya las avanzadas granadinas con los centinelas cristianos en parciales y cruentos combates. Al ver los riesgos que corría tan gentil mancebo, a quien sus mocedades inspiraban olvido fácil de la muerte por el exceso de la vida, el viejo alcaide mayor de Osuna, le conjuró a permanecer en defensiva, y a no dejarse llevar de los ardores naturales a su temprana juventud. «Si no tengo barbas, exclamó el mancebo, tengo corazón», y corrió al sitio donde relampagueaban los primeros amagos de la próxima lucha. Bien pronto pudo encararse con Hacem, al pie de un cerro conocido con el nombre de Madroño, y coronado por una fuerte atalaya, cuyos pies lamía el torrente de las Yeguas. Bien pronto la victoria se declaró por los nuestros. Los infieles, que arremetieron como tigres, huyeron como gacelas. Picóles don Rodrigo la retaguardia, persiguiéndolos y acosándolos, con furor. Mas, en estas, sintió que su adarga, cuyos aceros apartaba el maltrato recibido de la carrera y de la lucha, se le desceñía del brazo, gastadas las correas; y desmontando para ceñirse y fijar defensa tan fuerte como aquella, viose rodeado de moros, que se habían escondido a su valor en los jarales, cercanos, y que se lanzaban sobre él, reanimados, por los accidentales tropiezos del invencible adversario. Mas él, alentado como todos los guerreros por la inminencia y la grandeza misma del peligro, abandonó el caballo, soltó la enorme lanza, descuidó la fuerte adarga, y parando con el brazo izquierdo una cuchillada, que se le metió profundamente por venas y carne, asestó con el brazo derecho tales tajos a las cabezas de sus enemigos, que cercenándolas de un golpe, hízoles huir alborotados, y creyendo como aquel héroe disponía para su defensa de la guadaña que lleva y empuña la muerte. Así, al poco tiempo, en compañía del duque de Medina Sidonia, conquistó la plaza por donde Tarik entrara para vencer en Guadalete, la plaza de Gibraltar.

—Pero ninguna conquista de tanto ímpetu como la conquista de Archidona —dijo Solís después de oír el elocuente relato de Vera.

—Referidla, referidla, primo —dijo Vera— para que cobren alientos los mozos, mis compañeros en esta empresa, y entiendan cuántos sacrificios ha costado a los suyos, a los héroes, que les precedieron y a los que todavía les acompañan hoy en vida, el vasto ensanche de nuestro territorio y la dilatación de nuestra fe.

—Si queréis —repuso el buen Solís— contadla vos que me aventajáis en conocimiento y experiencia.

—No, vos habéis de ser —dijo Vera con grandes encarecimientos al caballero Solís.

—Sea en buen hora, Vera. Estad atentos, jóvenes, que bien lo merece la historia.

Capítulo III

Y en efecto, Solís dijo así:

—Los reyes de Granada podían dormir en paz, mientras tuviesen guardado su reino en la parte vecina de Antequera, con fortaleza tal, como Archidona. Tres sierras, que parecen como tres lenguas de fuego, cuando las tiñen y arrebolan los ocasos del Sol, celan el camino a Granada; y estas tres sierras, por Dios separadas, veíanse juntas, y por fuertes muros ceñidas, que las encerraban en una especie de gigantesco haz resplandeciente allá en los cielos inmensos, a modo de constelación astronómica. Estos muros, cortados a cada paso por altos y formidables torreones parecidos a gigantescas estatuas, erigidas en las cumbres, entraban con sus dentadas almenas por las regiones superiores del aire y relucían como trasparentes y lustrosos ámbares. Dentro del espacio cercado por las tres montañas y guarecido por las inexpugnables fortalezas, tendíase una hoya fresca, y por los árabes comparada, en sus canciones, a los más tranquilos oasis. El aire puro esparce por las venas el deseo de vivir; las aguas desatadas en manantiales copiosos que así arrullan el oído, como festejan la vista, son prodigiosas; crecen los pastos en praderas inacabables y brotan los vergeles en peñascos parecidos a gigantescas macetas; junto al caballo, trisca el cordero y el toro muge; mientras la tórtola y la paloma conciertan sus unísonos arrullos con el zumbido de las abejas, como formando un acorde bajo y profundo para que se levante sobre sus oscuros tonos, las escalas cromáticas de las demás canoras y alegres avecillas diseminadas por las celestiales alturas. Distiuguíase, allá, entre los riscos, la torre del Sol, así llamada, porque la perlada lumbre del alba y los arreboles postreros de la tarde relucen y reverberan en sus rosáceas almenas. Una colonia de palestinos, se había en tales sitios asentado largo tiempo, llenándolo con recuerdos de los desiertos del Jordán y con ecos de las canciones de Syria. Era tal fortaleza inexpugnable, porque a sus pies se abría un tajo, tan liso como una pared inmensa y tan profundo como un abismo insondable. En estos tiempos infelices del reinado de Enrique IV, la poquedad de nuestro rey desdichado, excitara con las esperanzas, las cóleras de todos los alcaides morunos, y especialmente de Ibrahim, el fortísimo alcaide de Archidona. Su furor era tanto, que repetía en los oídos de todos los que, por aquella sazón, le circuían y escuchaban, cuán seguro se creía de recabar Antequera conquistada por el infante don Fernando y arrancarla pronto al soberbio dominio de Castilla. Desde la torre del Sol atisbaba el alcaide a los viandantes, como el buitre a los cadáveres, o como el milano a los pajarillos. No podía levantarse nube de polvo en los suelos, o nube de niebla en los aires, no, sin que se creyese obligado él a salir del castillo para hacer presa en la llanura. ¡Cuántos cautivos encadenó en sus húmedos calabozos! ¡Cuántos pastores colgó en las copas de las encinas! ¡Cuántos viandantes inmoló al filo de sus cimitarras! Muchas veces, desde lejos, veíanse por los cielos azules y serenos círculos negros en torno de las rosadas almenas, y eran compuestos por los cuerpos de los cuervos, idos en tropel a picotear las cabezas cristianas pendientes de los adarves como trofeos de cien victorias, bien fáciles para guerrero, que se descolgaba de tales alturas y se volvía pronto, después del haber pasado por el llano con la rapidez de un huracán, a sus inexpugnables seguros. No tuvieron los moros hombre tan cruel en sus males manchados de sangre, como el alcaide Ibrahim.

—Pero contad, primo, contad a estos mancebos, de suyo enamoradizos, las causas ocasionales de tan terrible furor. Pues Ibrahim fue por Dios bien desgraciado en su hogar.

—Mas no sabemos cuánto contribuyó a la propia desgracia el propio furor.

—Cierto. Cuéntalo de todas suertes.

—Lo contaré.

—Ya estamos atentos y con el dedo en la boca.

—Oídme. Tenía Ibrahim una hija de toda hermosura. Jamás la raza, de los árabes dio de sí muestra tan gallarda. Sus cabellos se parecían a la noche, y sus miradas a la Luna, y sus sonrisas al cielo, y sus palabras a melodías incomparables, y toda su persona esparcía en torno suyo tal regocijo, que los poetas la comparaban exaltados, en sus canciones amorosas, al sándalo de las orientales selvas. Ibrahim había prometido la incomparable prenda, ornato de su hogar y de su familia resumen, al viejo alcaide, gobernador y cuasi rey en la riscosa fortaleza de Alhama. Reunidos por este lazo de amor ambos gobernadores, proponíanse perseverar más y más en la defensa de sus tierras, así como acometer más y más a los perros cristianos. La hija de Ibrahim no sentía otros afectos que un respeto religioso por el viejo moro, a quien la destinaba el fatalismo musulmán, representado en la persona de su padre. Pero cierto día pasó por allí el rey de Granada llevando consigo a su ministro Hamet, joven apuesto, galán, enamorado, ardentísimo, y de tanta belleza en su sexo como en el suyo la hija de Ibrahim. Aquellas dos almas habían sido emparejadas por el cielo y solamente quien las emparejara podía desparejarlas. Viéronse casi a hurtadillas; y con solo verse una vez, ya se comprendieron para siempre. Y ya comprendidos en el mismo pensamiento, no podían separarse ni en el seno siquiera de la muerte. Ibrahim requirió a la mora para que se uniese con el viejo alcaide. Más la mora se arrojó a las plantas de su padre; y abrazándole con efusión las rodillas, contóle cómo no podía obedecerle por tener cautiva de otro amador, más digno de su cariño, y más propio de sus años, la voluntad, que le demandaba su padre, para un viejo, del cual tristemente la repelían y apartaban todos sus deseos. Enfurecióse Ibrabim y juró por el Profeta no tolerar jamás aquel matrimonio. Una mañana de Abril, en que las flores, cargadas de rocío, unidas en bien olientes ramilletes, y las aves resonantes de arpegios en coros infinitos, convidaban a vivir y amar, salió la joven hija de Ibrahim por los vergeles y praderas en requerimiento de algún alivio y lenitivo a sus amores dolorosos. Sentada se veía y cerca de un rosal y junto al borde marmóreo de alberca transparente y cristalina, oyendo piar a las aves en concierto con el susurro de los arroyos, cuando se presentó, caballero en alazán de los desiertos, el mancebo amante, y la convidó a rápida fuga para llegar al feliz logro de su amor o al infeliz malogro de su vida, pues, nada tan doloroso, en verdad, para ellos, como las separaciones y las ausencias. Saltó la joven a la grupa del caballo y se dieron los dos enamorados a correr, como sobre las alas del viento, en busca de la frontera vecina, tras cuyas líneas estaba guardada la libertad, indispensable a sus almas para consagrarse al culto fervoroso del amor. No habían corrido largo trecho, cuando apareció tras ellos Ibrahim, seguido, como una fiera, de su manada; con la centelleante cimitarra en las manos, espumas de verde hiel en los labios, roncos gritos en el pecho, conminándolos a detenerse y a rendirse, con el imperio de un demonio que husmea su víctima o de un bruto que coge y desgarra su presa. Los jóvenes enamorados comprendieron que la mano aleve, sobre sus frentes extendidas, iba, de un golpe, a separarlos; y juraron juntarse y confundirse allí mismo, en el seno de la muerte. Nada más fácil. Cerca, muy cerca, el abismo abría sus fauces; y en las entrañas de aquel abismo estaba la eternidad. El caballo se iba rápidamente acercando a su borde; y ambos a dos amantes, entrelazados, ceñidos, confundiéndose sus alientos y sus almas, por esas armonías misteriosas entre la muerte y el amor, sentían una voluptuosidad increíble y placentera por extremo, en arrojarse por la sima y morir confundidos en abrazo y beso, que contuviera y encerrara toda la eternidad de su amor. Acercábase ya el padre tirano a ellos con rabia, cuando el caballo, sumiso y obediente al mandato del querido jinete, llega ciego al borde oscuro de la sima y se precipita en el abismo. Cuando el padre llegó, ni siquiera puedo ver los dos cuerpos, devorados por las tinieblas y rotos en fragmentos contra los riscos; pero si oyó el suspiro postrero que subía, expresión del último estertor, en el cual iban como envueltas sus dos almas enamoradas, heridas, pero satisfechas de haberse juntado en el seno de la muerte. Tamaña desgracia enardeció aún más en las voraces llamas del crimen y sus infiernos, al desalmado Ibrahim, que prometió nuevos asesinatos, nuevos exterminios, incendios nuevos, cazas de hombres, talas de campos, aniquilamiento de ciudades en los torbellinos de su dolor y entre los sacudimientos epilépticos de su desesperación. Pero las almas tiernas y sencillas, que lloran con todos los que lloran, y padecen con todos los que padecen, eternamente llamarán al abismo por donde se precipitaron aquellos dos jóvenes. La Peña de los enamorados, envolviéndola en ether de poesía que produzca y engendre plañideras canciones, como las sublimes entonadas siempre por el amor, cuando se junta y desposa con la muerte.

—Triste y luctuosa historia —exclamó Vera— que cuentan a una los andaluces cristianos y los andaluces musulmanes a sus respectivas familias en sus invernales veladas. Pero continuad, Solís, refiriendo la conquista de Archidona, para que todos estos jóvenes aprendan a una en el ejemplo por sus predecesores presentado, cómo se combate y cómo se muere por la religión y por la patria.