6044B.jpg







A Carme

Prólogo

Iván Ilich agonizaba. «Sí, nada ha sido como debería haber sido —se dijo—, pero no importa. De todos modos, se puede hacer lo que se debe. No obstante ¿en qué consistirá eso? —se preguntó». El talento y la poderosa narrativa de Lev Tolstói (1828-1910) nos hacen partícipes, con frases de este calado, de las últimas reflexiones de Iván Ilich. Los postreros pensamientos de un destacado funcionario de Justicia de la administración zarista que bien podrían reflejar no solo la síntesis de su vida, sino la de muchas vidas, quizás, la de cualquier vida. Porque difícilmente un ser humano, en un momento u otro de su existencia, deja de apreciar que entre lo que hubiera pensado o deseado vivir y aquello que se ha dado realmente media, a veces, una considerable distancia. La misma, o parecida, que la con frecuencia observada entre los comportamientos de las personas y la valoración ética que debieran merecerles.

A pocas horas de abandonar este mundo como se encontraba el personaje ideado por L. Tolstói, pudiera parecer que poco habría de importarle ya si la realidad vivida había sido otra distinta de la imaginada y, menos aún, a qué pudo ello deberse. Su tiempo se estaba agotando. No obstante, el que le quedaba, iba a tener para Iván Ilich una especial significación. Apurando ya sus últimos momentos de lucidez, el moribundo magistrado no se interroga por las razones de esa «considerable distancia» entre «lo que debería haber sido» y no fue su vida. Solo advierte que se ha producido. Quizás, de haber sentido la necesidad de indagar acerca de las posibles causas de esa divergencia, Iván Ilich hubiera considerado cómo ciertas ignorancias, algunos incontrolados deseos o determinadas decisiones sobradas de vanidad le habían llevado a cometer lamentables errores. Aunque también es factible que hubiera pensado en tono de justificación: ¿Cómo prevenirse de las indeseables consecuencias que se derivan de los desvaríos de nuestro pensar, nuestras carencias o los impulsos de nuestro temperamento? ¿Cómo enfrentarnos al caos y a la inabarcable complejidad del vivir que siempre desborda nuestras previsiones? En realidad todos interpretamos mejor la vida mirándola en sentido contrario a como se va desarrollando. Todos sabemos más de ella conforme nos acercamos a su final. «Nada se puede hacer para evitar esta dinámica, la fatalidad del vivir, los acontecimientos debidos a múltiples azares», cabe imaginar a Iván Ilich exclamando con aliviada resignación. Pero, quizás también, diciéndose «puede que de haber aprendido a tiempo ciertas cosas, esa “considerable distancia” se hubiera reducido». Lo cierto es que a Lev Tolstói todas estas posibles reflexiones de su personaje debieron parecerle fuera de lugar. Al igual que responder a su pregunta «¿En qué consistirá eso de «hacer lo que se debe»?». Es probable que, sabiamente, L. Tolstói entendiera que esos aprendizajes siempre llegan tarde y que, como la vida, también la ética se mueve en el terreno de la incertidumbre. Mejor, pues, alejarse de la tentación de referirse a unas u otras normas que siempre conllevan inevitables e inadecuadas rigideces.

Con todo, horas antes de morir junto a su hijo y no siempre bien amada mujer, el escritor parece «conceder» a Iván Ilich la posibilidad de transformar todas las fragilidades de su vida en inesperadas consistencias. «En ese preciso instante —relata Tolstói— Iván Ilich se precipitó en el fondo del agujero, vio la luz y descubrió que su vida no había sido como habría debido ser, pero que aún estaba a tiempo de remediarlo. Se preguntó cómo debería haber sido, y a continuación guardó silencio y se quedó escuchando. Entonces se dio cuenta de que alguien le estaba besando la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo. Y sintió pena de él. También se acercó su mujer. Iván Ilich la miró. Con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por la nariz y las mejillas, lo contemplaba con expresión desesperada. Iván Ilich sintió pena también de ella.» Herido en su espíritu por las piadosas mentiras que continuamente escuchaba acerca de su salud, deseando recibir el afecto, las caricias y el compadecimiento que solo encontraba en Guerásim, su criado, un agonizante Iván Ilich supo, finalmente, mirar a los otros y sentirse en paz. Puede que esta fuera la propuesta acerca del «en qué consistirá eso del deber», que el gran escritor ruso quiso poner a la consideración de sus lectores: mirar a los demás.

Somos, en efecto, seres frágiles e inconsistentes que acostumbramos a reconocer muy tardíamente, cuando el tiempo, como a Iván Ilich, se nos agota o desgracias de diverso orden nos asolan, a dónde nos lleva a veces la condición humana y los desvaríos de la razón. No solemos reparar en las limitaciones de esta como tampoco en la notable influencia que ejerce sobre nuestras mentes su pasado histórico-evolutivo. De ambas cosas trataremos en las páginas que siguen con el ánimo, eso sí, de no abonar forma alguna de pesimismo paralizante. Muy al contrario, nuestra propuesta será la de confiar en que un mejor conocimiento de la manera en que nos afectan las influencias socioculturales puede evitarnos dolorosos desengaños, cuando no, desoladoras catástrofes. Por ajeno que nos resulte, parte de ese conocimiento guarda relación con la historia del órgano que nos permite adquirirlo y sus (nuestros) pasados, tanto el personal como el vinculado a nuestra evolución como humanos. O sea, con las interpretaciones que el cerebro/mente hace, en función de esos pasados, de las señales que percibe del medio físico y social en que nos desarrollamos. En definitiva, con cuanto supone para cada individuo el encuentro entre su condición de humano y la cultura que le modela.