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El Estado de bienestar y sus detractores

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Colección Con vivencias

34. El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición en papel: julio de 2013

Primera edición: diciembre de 2013

 

 

© Josep Burgaya Riera

(JosepBurgayaR - burgaya@yahoo.es)

 

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5, pral. — 08010 Barcelona

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ISBN: 978-84-9921-483-2

 

 

Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Fotografía autor: el autor

Realización y producción: Editorial Octaedro

 

Digitalización: Editorial Octaedro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y desdichados.

Adam Smith

 

La idea de una sociedad en la que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva.

John Stuart Mill

4160.png Introducción

La actual crisis económica se presenta como una magnífica ocasión para desmantelar el modelo del Estado de bienestar, vigente durante más de sesenta años en Europa Occidental y que, de manera más tardía y en formas más o menos profundas, se ha ido implantando en la mayor parte del mundo desarrollado. Los que durante años se han esforzado en reducir su papel y desnaturalizarlo bajo la acusación de ser económicamente insostenible encuentran ahora el terreno abonado, pues hay una gran propensión a creer que ha sido el gasto público descontrolado lo que nos ha llevado a la situación en la que estamos. A pesar de tener poco que ver con la realidad, las voces condenatorias de los estados sociales se hacen oír más que las de sus defensores. Poco importa que las causas de la crisis, en sus diversas variantes, tengan relación con burbujas especulativas fruto, justamente, de los delirios desreguladores que consiguieron imponer los partidarios de la liberalización extrema y de los estados «pequeños». Como las doctrinas mayoritarias que fijan las medidas para superar la crisis actual son las mismas que implantaron las recetas económicas que nos trajeron a la situación presente, apuestan decididamente por la reducción del déficit público y la deuda para tranquilizar unos mercados financieros que han vivido y viven en la apoteosis especulativa.

La historia económica de los últimos ochenta años nos enseña que las políticas de austeridad por sí solas no hacen otra cosa que acentuar la espiral de pobreza. El saneamiento contable de los estados no es garantía de recuperación de la actividad económica ni implica el crecimiento necesario para salir de la recesión y crear ocupación. Justamente en estas últimas ocho décadas hemos visto y experimentado que con el estímulo de la demanda, focalizando la creación de ocupación y con un papel activo del Estado a través de la inversión pública se actúa de manera anticíclica y se supera el ciclo depresivo. Como decía hace poco un comentarista económico, uno de los problemas de nuestros políticos es que no conocen ni saben historia. Por el grado de improvisación y aplicación de medidas contradictorias y fuera de tiempo, tampoco saben mucho de economía.

Parecería que, justamente, el modelo que conocemos como el Estado de bienestar es lo más adecuado en momentos difíciles como el actual, de cara a impedir una profundización en la pobreza de una parte de la sociedad, evitar la creciente desigualdad y la rotura de la cohesión social, actuar como una garantía de mínimos y proveyendo de ciertos niveles de seguridad al conjunto de la sociedad. No se puede olvidar que los modelos de protección social se crean precisamente en momentos de desorden económico y político.

El new deal se implantó en Estados Unidos para paliar y contribuir a superar una profunda depresión económica. En Europa, el contexto de derrota posterior a la Segunda Guerra Mundial justifica y pone las condiciones para el gran pacto que dio lugar a la creación del Estado de bienestar en sus diversas modalidades. El problema radica en que llevamos tres décadas de predominio político y económico de planteamientos ultraliberales y neoconservadores que tienen el objetivo ideológico de acabar con este sistema, puesto en cuestión y criticado durante muchos años, sin atreverse a asumir el coste social y político que tendría su liquidación definitiva. La crisis económica actual pone las condiciones justificadoras en la medida que la sociedad está notablemente desarticulada y es propensa a aceptar lo que haga falta, especialmente cuando los que tendrían que ser los defensores de un sistema más igualitario y de cohesión han dado por buenas una parte de las argumentaciones neoliberales, aceptando que el Estado de bienes­tar se tiene que revisar y reformar, eufemismos para justificar su laminado y, lo que es peor, abandonar la filosofía sobre la que se sostenía. Hace poco lo decía Paul Krugman en una entrevista en La Vanguardia con Xavier Sala-Martín, a raíz de las exigencias del Banco Central Europeo de condicionar las ayudas financieras a los recortes del Estado de bienestar en algunos países: «No lo hacen porque crean que esto contribuirá a salir de la crisis. Lo hacen porque odian profundamente el Estado de bienestar».

Es fundamental entender que el debate sobre el Estado de bienestar y sobre las políticas intervencionistas del Estado en la economía es un debate básicamente ideológico y político y, solo de manera subordinada, tiene carácter económico o técnico. La eficacia como sistema y su viabilidad económica queda suficientemente justificada por décadas de implantación y funcionamiento en las cuales los países que han hecho la apuesta han vivido su mejor época histórica de prosperidad material y de satisfacción social, eso sí, con un elevado grado de redistribución de la riqueza y del bienestar y poniendo límites a la concentración de la renta. Unos beneficios que han sido fundamentalmente colectivos, sociales y que limitaron, aunque no impidieron, el extremado enriquecimiento individual en la medida que este se hace en detrimento del desarrollo del conjunto. Una vez abandonados los sueños del socialismo revolucionario con pretensiones igualitaristas, sin propiedad privada y abandonadas también las pretensiones del Estado corporativo totalitario, la disyuntiva política y social oscila entre proyectos que priorizan el individualismo y la desigualdad como motor de la sociedad, fomentando aquellos proyectos que hacen compatible la libertad y la iniciativa individual, con un cierto grado de nivelación que garantice la igualdad de oportunidades. Se plantea la disyuntiva de inclinarse hacia economías regidas exclusivamente por el mercado y sociedades competitivas, que contribuyan a la desigualdad y a la exclusión de una gran parte de la población; o bien, hacia economías con un cierto grado de regulación que estén al servicio de sociedades niveladas, cohesionadas e inclusivas.

Como intentaremos explicar, el Estado de bienestar es una construcción histórica, que fue posible en unas coordenadas económicas, políticas y sociales concretas, que se dieron especialmente en Europa Occidental al acabar la Segunda Guerra Mundial. Su despliegue, su profundidad, y también sus resultados, tienen que ver con las especificidades de cada país. Las hegemonías políticas eran diferentes en Suecia o en Gran Bretaña por ejemplo, como también lo eran las mentalidades y el grado de cohesión social preexistentes. A pesar de la diversidad de los modelos de bienestar que se ponen en marcha, los resultados en términos de crecimiento económico, de seguridad y de nivelación social son espectaculares en todos los casos, si se tiene en cuenta cuál era la situación de derrota de la cual se partía, especialmente notoria en Alemania. En buena parte de los países democráticos de Europa Occidental se dieron las condiciones para un gran pacto político entre la socialdemocracia, que ya había abandonado las pretensiones revolucionarias y consideraba que la justicia social se podía adquirir gradualmente a través de la acción parlamentaria y gubernamental, y una derecha liberal-conservadora, mayoritariamente democratacristiana, que había abandonado los objetivos más clasistas y consideraba que un estado social podía ser un buen antídoto contra las pretensiones revolucionarías de los trabajadores, toda vez que la revolución de Marx había triunfado en Rusia y podría tener un efecto contagio. Pero hubo también un pacto social entre los trabajadores industriales, representados por la socialdemocracia y los sindicatos obreros, con unas clases medias que entendían que el estado social también les beneficiaría y que, al menos, les daría seguridad y estabilidad social y política. A este consenso necesario para que el modelo social fuera asumido por los dos lados de la balanza política, hay quien llega desde considerandos de justicia social, y otros, desde visiones compasivas o incluso puramente pragmáticas. En cualquier caso, el llamado modelo social europeo fue el resultado de estas circunstancias y de estos puntos de vista. No sé si Europa ha sido, en palabras de Jeremy Rifkin, «un gigantesco laboratorio experimental en que todo es posible para repensar la condición humana», pero lo que sí es cierto es que su modelo social fundamentado en el intervencionismo estatal de la economía fue exportado en mayor o menor grado, incluso más allá del mundo occidental.

Aparte del voluntarismo político inherente a querer construir sociedades más justas, más igualitarias y más cohesionadas en el fundamento del Estado de bienestar y del modelo social europeo, hubo la necesidad de un intervencionismo estatal en la economía que regulara las disfunciones del mercado que, como se había puesto de manifiesto en la depresión de los años treinta, tendía a la sobreproducción en la misma medida que la desigualdad en la distribución de la renta significaba el subconsumo y el debilitamiento de la demanda agregada. La aportación de Keynes fue fundamental, no solo porque explicaba hacia dónde llevaban los mercados totalmente desregulados, sino también porque ponía en relación la necesidad de políticas redistributivas que limitaran la tendencia a la polarización de la renta en los extremos, con el crecimiento económico, la plena ocupación y el bienestar. Vinculaba lo que era deseable socialmente con lo que era necesario económicamente. Por eso, las políticas económicas keynesianas —la economía de la demanda—, y el despliegue del Estado de bienestar estuvieron absolutamente ligados y fueron interdependientes. Constituyeron la base del crecimiento económico y del nivel de bienestar social del que el mundo occidental, y especialmente Europa, ha disfrutado durante décadas. El impulso liberal, que desde la década de los ochenta pone en cuestión y critica la validez del modelo keynesiano, fue el primer paso para poner en cuestión el modelo socialmente integrador que había prevalecido. Las políticas económicas neoliberales practicadas por los nuevos conservadores, pero también por las terceras vías procedentes de la socialdemocracia —economía de la oferta—, son incompatibles filosófica y técnicamente con el sistema de prestaciones y seguridades del Estado de bienestar. Si su liquidación no fue inmediata, fue debida a que la dependencia electoral requería de una cierta moderación si no se quería pagar un elevado precio político. Solo era una cuestión de tiempo.

El concepto del Estado de bienestar se formaliza y se convierte en propuesta política y en modelo general de Estado y de organización social a partir de 1945. Expresa más una idea genérica, o una tendencia, que un programa plenamente definido. Se entendía que el Estado proporcionaba ciertos servicios al conjunto de la ciudadanía, les ofrecía garantías y una cierta protección en pro de generar sociedades más inclusivas que las que había generado el capitalismo hasta entonces. Estas preocupaciones sociales y el mismo concepto en sí, tienen precedentes notorios antes de imponerse a la luz del estado de ánimo general que provocó la Segunda Guerra Mundial. Lo que sí era compartido era la necesidad de un intervencionismo regulador del estado en la economía cuyos aspectos cruciales eran evitar el paro, la caída de la demanda, la desigualdad social y la proliferación de la pobreza.

La pretensión de este trabajo es explicar la construcción histórica del Estado de bienestar, así como los fundamentos económicos y políticos sobre los que se estableció. Nos interesa analizar el sustrato ideológico y económico que lo hace posible e ilustrar el hecho de que es un modelo social y económico que tiene, desde los inicios, sus detractores. Unos planteamientos críticos que se volverán hegemónicos en el terreno político y del pensamiento económico, que persiguen el laminado y liquidación del sistema, a pesar de sus buenos resultados. Nuestra pretensión no consiste en hacer una defensa acrítica del Estado de bienestar como un modelo cerrado, incuestionable y que no tiene que ser sometido a revisión. Es evidente que algunos programas del Estado de bienestar han resultado más eficientes que otros, que algunos planteamientos pueden haber generado efectos perversos, que lo que ha sido válido en un momento y un lugar, no tiene por qué serlo en otros contextos. Parece lógico que la misma conceptualización del modelo social europeo requiera y tenga mecanismos de reforma, de revisión y de adecuación para hacerlo eficiente, viable y sostenible. Pero es evidente, también, que el debate general sobre el tema, a pesar de utilizar los mismos términos, tiene mucho que ver con el interés notorio para suprimirlo, en base a sucesivos procesos de adelgazamiento. La crisis financiera y económica actual se presenta como la evidencia del fracaso para sus detractores, pero también como una oportunidad para la liquidación definitiva del modelo social europeo.

Asimismo, es notoriamente evidente que la configuración interna de las sociedades europeas y occidentales ha cambiado bastante desde 1945 precisamente, y en buena parte, gracias al funcionamiento de las políticas niveladores del Estado de bienestar. El pacto entre los trabajadores y las clases medias, que está en la base del consenso fundamental de este modelo, ya no puede ser el mismo en la medida en que la composición social básica de las sociedades europeas está relacionada justamente con las muy diversas tipologías de las clases medias y su gran diversidad cultural. El que se requiere del estado asistencial es ahora menos básico y más complejo, más sofisticado si se quiere. Y el Estado tiene que responder a estas nuevas demandas si se pretende renovar el consenso básico que haga posible sociedades integradoras. Al fin y al cabo, las ideologías políticas clásicas y el mismo sistema de partidos políticos son poco clarificadores sobre la disyuntiva planteada: ¿se quiere una sociedad cohesionada y nivelada, donde la economía esté al servicio del bienestar general, o bien se pretende un conjunto de normas básicas de convivencia a partir de las cuales el individualismo se manifieste a través de la acumulación de riqueza y donde la desigualdad se convierta en el motor de la sociedad?