PREFACIO

 

Casi diez años después de haber publicado su Areopagítica (1644), John Milton declaró cuál había sido su propósito al llevar tan atrevido discurso ante el Parlamento inglés: “Librar a la prensa de las restricciones con las que fuere lastrada, de manera que el poder de determinar lo que era verdad y lo que era mentira, lo que había de publicarse y lo que había de suprimirse, dejare de confiarse a unos cuantos individuos iletrados e ignorantes, los cuales habrían de negar su licencia a toda obra que contuviere parecer o sentimiento apenas superior al nivel de la vulgar superstición”. Ya del todo ciego para 1654, Milton se propone en su Pro populo anglicano defensio secunda llevar a cabo una suerte de apología de sí mismo y de sus actos públicos, ante el escarnio recibido a través de una invectiva que, si bien sospechosamente anónima y crasa en su apasionamiento, pudo ocasionar en el poeta zozobra suficiente para justificar algunas de sus radicales posturas políticas y religiosas. El ánimo escaldado de su Segunda defensa no fue gratuito: se le había llamado “monstruo horrendo, feo, enorme, de luz privado”. Y es que la mayoría de las ideas de Milton fueron, en su momento, inusitadas por su carácter frontal y controvertidas por la contundencia en cuanto a sus alcances retóricos, morales y políticos. La necesidad de justificar, entre otras muchas cosas, textos como la Areopagítica muestra que, como alocución, el razonamiento miltoniano a favor de la libertad de prensa tocó más de una fibra intelectual y sentimental a pesar de carecer, al momento de su exposición, de algún efecto político significativo.

Como el título del tratado lo indica, al dirigirse al Parlamento Milton tiene en mente la Corte del Areópago, o Consejo de los Areopagitas, el cual poseía la autoridad de interpretar las leyes y juzgar a los ciudadanos de Atenas en la Grecia de Solón. Esto presupone que el poeta y orador, cual Isócrates de la Modernidad temprana, considera a sus pares varones dignísimos en asuntos gubernamentales —si bien en una medida retórica de convencimiento— que, dada su clásica estatura intelectual y moral, sabrán oponerse a los indignos grilletes impuestos a la palabra escrita por parte de una ley obtusa y en todos sentidos opuesta al libre albedrío otorgado por Dios a los hombres.

El discurso de Milton intenta responder a la infame Orden de Licencias de 1643 que dictaba licenciamiento a cualquier texto antes de su publicación, encuadernación o venta al público. Las implicaciones de semejante ley se manifestaron como indignas ante la consideración de un hombre que, aun inmerso en una férrea moralidad y continencia puritana, previó la arbitrariedad de censores ignorantes e iletrados, carentes de las capacidades intelectuales mínimas para dilucidar la gloria de la razón humana encarnada en los libros. Si bien Milton no se oponía a la censura de publicaciones escandalosas, inmorales, difamatorias y heréticas (en particular aquellas relacionadas con el catolicismo papista, tan escandalosamente intolerante a la tolerancia en las mentes reformadas), sí encontraba que la supresión de obras inéditas era en sí misma, y por sus implicaciones para el exterminio del intelecto, una aberración afín a las más crueles torturas inquisitoriales. El público lector requería, por otra parte, alguna protección legal contra las amenazas inherentes a publicaciones licenciosas y difamatorias, siempre y cuando las medidas necesarias se tomasen posteriormente a las labores del impresor y los autores asumiesen la responsabilidad de sus respectivos escritos.

La tarea intentada en la Areopagítica es, por todo esto, una labor delicadísima. Al emular el estilo oratorio clásico, cuya complejidad retórica recuerda en muchos momentos las más vehementes disputas ciceronianas, Milton se propone contravenir un mandato de censura que, en principio, condena la naturaleza de su propio discurso: es su alegato un documento carente de licencia —y, por lo tanto, ilegal— que pretende convencer al auditorio parlamentario puritano de que sus medidas son en mucho equivalentes a las supersticiosas normas represoras de una Iglesia romana enemiga de Inglaterra y del mundo protestante. El reto a los talentos verbales del orador y a la tolerancia de los legisladores ingleses no podría ser más grande.

No obstante, la habilidad discursiva y poética que caracteriza a Milton excede con creces la necesidad primaria de convencer a sus escuchas. La confluencia de las dos tradiciones donde abreva el intelecto miltoniano, la clásica y la bíblica, desemboca en una disuasiva aunque sutil lisonja a las autoridades parlamentarias de la Mancomunidad inglesa, que constantemente se ven elevadas al nivel de los más iluminados estudiosos y exégetas de las Escrituras, así como a aquel de los juiciosos oficiales de las adelantadas civilizaciones ateniense y romana. Aquí, Milton favorece, quizá por encima de la virtud cristiana, su poderosa vena grecolatina: dado que sólo los necios criticarían las leyes atenienses, las cuales no contemplaban prohibición alguna a los libros, los lores y comunes de su propia nación, por sabiduría y sentido común, revocarán un mandato ofensivo al buen juicio y discordante con la razón. Pero ni la erudición ni la elocuencia hacen a Milton menos idealista con respecto de la libertad o más descuidado en cuanto a las implicaciones que en sus expresiones públicas tendrían las sanciones a la escritura inédita: ya a principios de 1664 se había presentado al Parlamento una petición para ejercer el Mandato en contra de, entre otros, John Milton mismo, autor de un incendiario documento intitulado “Doctrina y disciplina del divorcio”, cuya segunda edición acababa de ser publicada sin licencia. Aunque la petición no pasó a mayores, se citaba ya a Milton como ejemplo de autoría licenciosa y motivo suficiente para el reforzamiento de la ley en ocasiones posteriores.

Y no obstante las consecuencias personales, para Milton la amenaza del Mandato de Licencias se extendía mucho más allá del ámbito de las letras y del discurso público. Milton temía que, al igual que las leyes sobre el divorcio, la represión ocasionada por la ley de licencias se tradujese en una traición a los ideales y propósitos de la Revolución inglesa: cabía la posibilidad de que lo que él consideraba la tiranía conservadora de la Iglesia de Inglaterra simplemente fuera sustituida por la de la Iglesia presbiteriana, cuyos representantes parlamentarios buscaban adjudicarse la responsabilidad de distinguir la verdad de la mentira, lo admisible de lo reprobable.

Queda claro que la impunidad literaria está lejos de constituir una posibilidad en la república que Milton hubo previsto para el pueblo inglés. A pesar de la posible disonancia entre su condena hacia textos dañinos (carentes, por cierto, de definición concreta en el discurso) y su ardiente defensa del derecho a publicar, vale la pena reflexionar sobre la diferencia entre los temas que en la Areopagítica se ven limitados por las peculiares circunstancias religiosas y sociales de la época de Milton y la innegable relevancia de los principios generales que en ella se proponen.

Es verdad que la Areopagítica no es un texto fácil de leer (¡imagínese usted la experiencia de escucharlo sentado en una curul parlamentaria!): la sintaxis latinizante de sus largas oraciones, la constante concatenación de imágenes y la erudición que denuncian sus referencias remiten al público a una era de barrocas libertades y expresiones, muy distintas de la literalidad y la “corrección política” que se persiguen en nuestros días. Nuestro deseo es que el lector, a través de la traducción que aquí presentamos, distinga las razones por las que este discurso de John Milton constituye un hito en la historia moderna de las ideas, así como un ejemplo sobresaliente de prosa política y poética en cualquier tiempo.

Mario Murgia

AREOPAGÍTICA

Discurso del Sr. John Milton
por la libertad de prensa sin licencia ante el Parlamento de Inglaterra

aeropagitica

Esto es la libertad: “¿Quién quiere, si lo tiene,
proponer públicamente algún consejo útil
para la ciudad?”
Y el que lo desea, se luce, y el que no quiere, se calla.
¿Qué es más equitativo que esto para una ciudad?

Eurípides, Las suplicantes1

A aquellos que a los estadistas y gobernadores de la mancomunidad dirigen su discurso, a la Suprema Corte del Parlamento, o a quienes, careciendo de tal acceso en condición privada, escriben lo que, presuponen, pudiese procurar el bien común, considérolos, como al inicio de algún no vano esfuerzo, no poco alterados y afectados internamente en su razón: algunos con duda de cuál será el asunto, otros con pavura de lo que será el juicio; algunos con esperanza, otros con confianza en lo que tienen que decir. Y a mí tal vez cada una de estas condiciones, según el tema con el que he iniciado, podría en otras ocasiones haberme afectado variamente; y es posible que ahora, en estos importantes discursos, revele también cuál de ellas haya prevalecido: que el intento mismo de la alocución así realizada, y el pensamiento de aquel a quien ésta acude, posee en mí el poder de despertar un entusiasmo mucho más bienvenido que apropiado para un proemio.

En éste, si bien no reparo en confesarlo antes que alguno me pregunte, no tendré otra culpa que la alegría y la gratulación que prevalecen en todos aquellos que desean y promueven la libertad de su país; de lo cual todo el discurso propuesto aquí será testimonio cierto, si no un trofeo. Pues ésta no es libertad que podamos anhelar, que queja alguna surja nunca en la mancomunidad: esto no ha de esperarlo jamás hombre de este mundo; sino que cuando a las quejas libremente se atienda, profundamente se considere y expeditamente se reforme, entonces se alcance la extrema frontera de libertad civil que los sabios buscan. La cual, si ahora manifiesto con la voz misma de esto que pronunciaré que a ella hemos ya en buena parte arribado —y que aun así estamos en pronunciada desventaja de tiranía y superstición, tan enraizadas en nuestros principios que aún nos alejan de la humana salvaguarda romana—, ha de atribuirse primero, cual se debe, al poderoso auxilio de Dios nuestro libertador, junto a vuestra fiel pauta e impertérrita sabiduría, lores y comunes de Inglaterra. No es en estima de Dios una disminución de su gloria que se pronuncien cosas honorables sobre varones buenos y magistrados valiosos; lo que, si ahora me dispusiere a hacer en primera instancia, tras el justo avance de vuestras laudables obras y tan grande obligación del reino entero para con vuestras infatigables virtudes, podría considerárseme entre los más remisos y los menos dispuestos de quienes os alaban.

Sin embargo, hay tres asuntos principales, sin los cuales cualquier alabanza no es sino cortesía y lisonja: primero, cuando sólo se alaba aquello que con solidez merece la alabanza; luego, cuando se dan grandes probabilidades de que tales cosas estén verdadera y realmente en aquellas personas a las que se les atribuyen; y el otro, cuando quien alaba, al mostrar que tal es su convicción sobre el que escribe, puede demostrar que no lisonjea; los dos primeros de éstos hasta el momento he procurado, rescatando este afán de quien se propuso perjudicar vuestros méritos con encomio trivial y maligno;2 el último, inherente en primera instancia a mi propio descargo, que a quien ensalzara no hubiere lisonjeado, ha sido reservado oportunamente para esta ocasión.

Porque quien libremente magnifica lo que se ha hecho con nobleza, y no teme declarar con igual libertad lo que pudiese hacerse mejor, os ofrece la más grande garantía de su fidelidad; sus afectos más leales y su esperanza sirven a vuestros efectos. Sus más caras alabanzas no son lisonjas, y su más llano consejo es una suerte de alabanza. Porque he de afirmar y sostener con argumentos que irían más acorde con la verdad, con la sapiencia y la mancomunidad, el que uno de vuestros Mandatos publicados, el cual mencionaré, fuese revocado; mas al mismo tiempo no podría sino redundar mucho en el lustre de vuestro templado e imparcial gobierno el que los particulares se animen de esta guisa a pensar que estáis más complacidos con la opinión pública de lo que otros estadistas se han regodeado hasta ahora en la lisonja del pueblo. Los varones advertirán, entonces, qué diferencia hay entre la magnanimidad de un Parlamento trianual y aquella celosa altanería de prelados y asesores de gabinete que se han arrogado recientemente, cuando os observen en medio de vuestras victorias y éxitos, tolerando recusaciones escritas contra un Mandato votado más mansamente de lo que otras cortes, que no hayan producido nada digno de memoria sino una débil ostentación de riqueza, hubiesen soportado el menor disgusto por cualquier proclama repentina.

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