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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esposa a cualquier precio, n.º 136 - enero 2018

Título original: Married for the Tycoon’s Empire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-870-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

BENJAMIN Carter estaba sentando en una butaca de cuero en un rincón de un club privado. La iluminación era tenue y el ambiente transmitía quietud y exclusividad. La luz dorada de los candelabros aumentaba la sensación de privacidad refinada. El humo del puro que llegaba desde otro rincón oscuro le daba un aroma exótico y difuminaba la luz.

El club garantizaba una discreción absoluta y por eso lo había elegido. Miró, uno a uno, a los tres hombres que lo acompañaban a la mesa por petición de él.

El jeque Zayn Al-Ghamdi, el gobernante absoluto de un país desértico repleto de petróleo y minerales y cuya riqueza era asombrosa.

Dante Mancini, un italiano, magnate de las energías renovables, cuyo exterior apuesto y encantador escondía una inteligencia aguda, una perspicacia enorme para los negocios y una lengua tan afilada que podía despellejar a cualquiera, como había comprobado Ben en una operación especialmente áspera que negociaron hacía unos años. En ese momento, no irradiaba encanto, miraba a Ben con una expresión sombría.

El último, aunque no por eso inferior, era Xander Trakas, un griego multimillonario que era el consejero delegado de una multinacional de productos de lujo. Era frío y distante y tenía unos rasgos duros que no dejaban entrever nada. Ben le había dicho una vez que debería jugar al póquer si alguna vez perdía su inmensa fortuna y quería recuperarla, lo cual era tan improbable como que hubiera una tormenta de nieve en el infierno.

Él no gobernaba un reino en el desierto ni media Europa, pero sí gobernaba Manhattan con sus imponentes grúas y los profundos cimientos que le permitían construir edificios nuevos y de una ambición increíble.

La tensión era palpable. Esos hombres habían sido sus oponentes durante tanto tiempo, y los oponentes entre ellos mismos, que era irreal que estuviesen sentados allí en ese momento. Lo que había empezado con pequeñas zancadillas en algunas operaciones había ido creciendo a lo largo de los años y se había convertido en una guerra declarada entre enemigos formidables a los que había que derrotar y subyugar. El único problema era que todos eran tan despiadadamente prósperos y obstinados como los demás y solo llegaban a una serie de tensos empates.

Ben notó que Dante Mancini estaba a punto de estallar y comprendió que había llegado el momento de decir algo.

–Gracias por haber venido.

El jeque Zayn Al-Ghamdi lo miró con unos ojos negros e implacables.

–No me gusta que me convoquen como si fuera un niño que se ha portado mal, Carter.

–Aun así, has venido –Ben miró alrededor–. Todos habéis venido.

–¡El premio por decir lo evidente va a Benjamin Carter!

Dante Mancini levantó la copa de cristal en dirección a Ben y el líquido color ámbar que había dentro reflejó todo el lujo que los rodeaba. Se lo bebió de un sorbo e hizo un gesto al camarero.

–¿No te tienta beber algo más fuerte que el agua, Carter?

Ben tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse por la pulla de Dante. Era el único que no se premiaba con el mejor whisky de malta que podía encontrarse fuera de Escocia e Irlanda.

Miró fijamente a los demás.

–Caballeros, por muy divertido que haya sido enfrentarnos durante la última década, estaréis de acuerdo en que ha llegado el momento de que dejemos de dar motivos a la prensa para que nos azucen a los unos contra los otros.

Xander Trakas fue mirándolos uno a uno.

–Tiene razón. La prensa se ha cebado con nosotros y lo que empezó con unos cotilleos ingeniosos en el Celebrity Spy! se ha convertido en algo mucho más grave. Si bien creo que tenemos la culpa por lo relajado de nuestras relaciones públicas, yo pongo el límite en las falsas afirmaciones de que voy de fiesta en fiesta y de cama en cama y, lo que es más perjudicial, de que voy poco por la oficina –el magnate griego endureció el gesto–. Me enfurece que digan que he estado de juerga cuando he pasado la noche trabajando en la oficina. La semana pasada perdí un contrato muy lucrativo porque pusieron en duda mi competencia. Ha llegado demasiado lejos.

Dante Mancini dejó escapar un gruñido de conformidad.

–Yo estoy a punto de perder una operación porque quieren a alguien con valores familiares, sea eso lo que sea –comentó el italiano antes de dar un generoso sorbo.

Que Dante Mancini y Xander Trakas siguieran allí y estuviesen de acuerdo le indicaba que había hecho lo que tenía que hacer al convocarlos, y que la amenaza era verdadera.

–Nos están reduciendo a unas caricaturas y esas exageraciones sobre nuestra vida privada están empezando a ser demasiado perjudiciales como para pasarlas por alto –añadió Ben–. Puedo ir a las obras y soportar que mis hombres me tomen el pelo por un cotilleo, pero me parece inaceptable cuando eso afecta al precio de mis acciones y a mi reputación profesional.

Trakas lo miró con un brillo burlón en los ojos.

–No estarás intentando decir que tu examante se lo inventó todo, ¿verdad, Carter?

Ben se acordó del explícito titular, «¡el hombre duro de la construcción es igual de duro en la cama!», y tuvo que replicar.

–Su historia era tan verdadera como tu infame agenda negra en la que estaban los nombres y los números de muchas de las mujeres más hermosas del mundo. ¿Qué dijeron, Trakas? ¿Líbrenos Dios de las aguas mansas…?

Trakas frunció el ceño y Dante intervino en tono despectivo.

–Como si Trakas tuviese el monopolio de las mujeres hermosas. Todo el mundo sabe que yo…

Una voz impasible lo interrumpió.

–Si hemos terminado con el concurso de burlas, es posible que podamos hablar de cómo salir de este embrollo. Estoy de acuerdo con Carter en que ha llegado demasiado lejos. Esas habladurías no solo afectan a la confianza en mí como gobernante, también afectan a mis intereses empresariales. Incluso, afectan a las posibilidades de que mi hermana pequeña encuentre el matrimonio que ella quiere, y eso es inaceptable.

Los tres miraron al jeque Zayn Al-Ghamdi. La luz tenue resaltaba la expresión arisca de su atractivo rostro. Todos iban vestidos con el clásico esmoquin negro, menos Mancini, quien llevaba una chaqueta blanca y la pajarita deshecha. Eso le recordó a Ben la función donde habían estado antes.

–No se trata solo de nuestros intereses empresariales o de nuestras familias –comentó Ben en tono severo.

Mancini se inclinó hacia delante y frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir?

Ben los miró detenidamente.

–La presidenta de la organización benéfica se me acercó esta tarde y me dijo que si no acababa el acoso de la prensa, tendría que cesarnos como patronos, que había notado el efecto adverso, que se habían vendido menos entradas y que había acudido menos gente.

Dante Mancini dejó escapar un expresivo improperio en italiano.

–¿Por eso nos has pedido que nos reuniéramos contigo? –le preguntó pensativamente el jeque.

–Sí –contestó Ben–. Creo que todos estaremos de acuerdo en que no queremos que la organización benéfica salga perdiendo por nuestra culpa.

Esa organización benéfica era lo único que los unía, aparte de incordiarse los unos a los otros en las operaciones empresariales, y la función era la única ocasión del año en la que estaban a la vez en la misma habitación, lo que generaba mucho interés para la prensa. La Fundación Esperanza financiaba a jóvenes, a chicos y chicas con orígenes humildes que mostraban aptitudes para los negocios y la empresa.

–Carter tiene razón –reconoció Dante–. No podemos perjudicar a la fundación.

Por primera vez, Ben había captado cierta afinidad. Todos se preocupaban sinceramente por lo mismo y eso era algo desconcertante cuando solo había dependido de sí mismo durante tanto tiempo. No le desagradaba del todo, era casi como si le hubiesen quitado un peso de encima.

–Entonces, ¿puede saberse cuál es la solución? –preguntó el jeque Zayn en su tono imperturbable.

Ben lo miró antes de mirar a los demás.

–Me imagino que lo habréis consultado con vuestros servicios legales y os habréis dado cuenta de que no compensa demandar a Celebrity Spy! y darle más publicidad.

Todos asintieron con la cabeza y Ben siguió en un tono tan sombrío como los rostros que lo rodeaban.

–Emitir una declaración tampoco nos llevará a ninguna parte, ya hemos sobrepasado ese punto y, si lo hiciésemos, parecería que rectificamos, que intentamos defendernos –Ben suspiró ruidosamente–. La única solución es que nos vean enmendar lo que hemos hecho de una forma clara y a largo plazo. Si no, no creo que vayan a cesar. Si acaso, empezarán a indagar más y os aseguro que no tengo ganas de que lleguen más lejos.

Dante lo miró con los ojos entrecerrados.

–¿No quieres que recuerden a la gente que tu historia de… ascenso social no es exacta del todo?

Ben se puso en tensión y miró con rabia al italiano.

–Nunca he ocultado mis orígenes, Mancini. Digamos que no me apetece que vuelvan a remover esa historia. Como estoy seguro de que tú también prefieres que se olviden de los orígenes de tu familia.

Ben se refería a lo celoso que era Dante con la privacidad de su familia, lo que solo podía significar que tenía algo que ocultar. Después de un instante muy tenso, Dante esbozó una levísima sonrisa y levantó el vaso casi vacío.

Touché, Carter.

–Creo que todos agradeceríamos que nos dejaran en paz –intervino el jeque Zayn–, sea por el motivo que sea.

Ben se dio cuenta de que Xander Trakas se movía con incomodidad a su derecha, de que, evidentemente, también estaba repasando los esqueletos que tenía guardados en el armario. Se hizo un silencio reflexivo hasta que el jeque habló con un gesto de fastidio.

–Estoy de acuerdo con Carter en que parece que la única solución viable es que limpiemos nuestra vidas personales. Sé, por mucho que he intentado evitarlo, que lo único que me devolverá la confianza de mi pueblo es un matrimonio estratégico y que engendre un heredero al trono.

Ben se dio cuenta del estremecimiento que sintieron todos ellos y tuvo que reconocer, a regañadientes, que había llegado a una conclusión parecida después de haberlo hablado mucho con su asesor de imagen.

–¿Matrimonio? –preguntó Dante sin disimular el espanto–. ¿De verdad tenemos que tomar una medida tan drástica?

–Hasta yo puedo ver las ventajas de casarme con alguien adecuado –contestó Ben–. Nos devolverá la confianza y nos desembarazaremos de la prensa. También se fiarán de nosotros. Me he encontrado en más de una situación en la que la esposa de un cliente ha mostrado un interés por mí más que evidente, para enojo de su marido. Una operación acaba frustrándose por los celos, o, peor aún, por creer que ha pasado algo –Ben miró a los otros hombres–. Nos consideran una amenaza en más de un sentido y eso no es bueno.

–Has dicho alguien adecuado, ¿qué es adecuado? –preguntó Dante con una irritación evidente–. ¿Existe esa mujer?

El jeque Zayn contestó con la firmeza de un hombre que procedía de una sociedad en la que los matrimonios concertados estaban a la orden del día.

–Claro que existe. Es una mujer que se siente feliz de ser un complemento en tu vida, que es discreta y fiel por encima de todo.

–Vaya, genio, ¿y dónde encontrarnos ese dechado de virtudes? –preguntó Dante arqueando una ceja.

Se hizo el silencio y Ben se puso tenso otra vez. Dante Mancini podía haberse excedido. El jeque Zayn era un jefe de Estado y estaba acostumbrado a que lo trataran con más respeto.

Sin embargo, el jeque echó la cabeza hacia atrás y se rio ruidosamente.

–No sabéis lo estimulante que es que alguien me hable así.

La tensión que se había adueñado de ellos desde que se sentaron pareció relajarse perceptiblemente. Dante sonrió y señaló al jeque con su vaso.

–Si aceptas hablar de energías alternativas conmigo, te faltaré al respeto todo lo que quieras.

–Es una oferta que tendré en cuenta –replicó el jeque con un inusitado brillo burlón en los ojos.

–Por muy cálido y confuso que sea este cese de hostilidades –intervino Ben–, tenemos que centrarnos en que hemos acordado que la mejor manera de afrontar la situación es promover un frente más… asentado. Para eso, tenemos que encontrar una mujer que esté dispuesta a casarse con nosotros cuanto antes. Como ha dicho el jeque, podemos fiarnos de las mujeres discretas y fieles.

–Tienes más posibilidades de encontrar el cuerno de la abundancia en una papelera de la Quinta Avenida –replicó Dante en tono sombrío.

Lo pensaron un momento en silencio, hasta que Xander Trakas habló en voz baja.

–Yo conozco a alguien.

Todos miraron al hombre que, como se había percatado Ben, había estado sospechosamente silencioso hasta ese momento.

–¿A quién? –preguntó Ben con curiosidad.

–Es una mujer y dirige una agencia matrimonial muy discreta que está pensada para personas como nosotros. Conoce nuestro mundo de arriba abajo…

–¿Qué tiene que ver contigo? –le interrumpió Dante–. ¿Es una examante?

Xander lo miró con rabia, no fue nada distante en ese momento.

–Eso no es asunto tuyo, Mancini. Confía en mí cuando digo que, si hay alguien que puede encontrarnos a la mujer indicada, es ella.

–Muy bien –el magnate italiano levantó las manos–, no te alteres.

Ben, que había estado asimilando todo eso, miró al jeque Zayn.

–¿Y bien?

Pareció como si el jeque prefiriese apuntarse a un curso de corte y confección, pero acabó hablando con pesadumbre.

–Creo que podría ser la mejor alternativa. Si vamos a hacerlo, el tiempo es esencial… para todos –añadió con una mirada muy elocuente a cada uno de ellos.

–Muy bien –concedió Dante por fin sin disimular la reticencia–, tomaré nota de sus datos, pero no prometo nada.

Ben le pasó el teléfono a Xander Trakas e intentó pasar por alto la sensación de que el cuello de la camisa lo asfixiaba.

–Introduce su número de teléfono, la llamaré la semana que viene.

Mientras Xander introducía loa datos en el teléfono de Ben, el jeque Zayn se inclinó hacia delante y habló con otro brillo burlón en los ojos.

–¿Sabéis una cosa? Ya ni me acuerdo de qué fue lo que nos enfrentó en un principio…

–Creo que tenemos que reconocer que es posible que ser adversarios nos gustara tanto que no queríamos renunciar a ello –comentó Ben con una sonrisa melancólica.

Xander dejó el teléfono de Ben en la mesa y levantó su vaso.

–Entonces, también es posible que haya llegado el momento de que reconozcamos la derrota de todos para lograr una victoria superior; recuperar la fe en nuestra reputación, que nos devolverá la confianza en nuestras empresas y aumentará los beneficios. Todos sabemos que eso es lo más importante.

–Atención –Mancini levantó su vaso–. Por el principio de una hermosa amistad, caballeros.

Ben miró a los demás y pensó que, a pesar del tono ligeramente sarcástico de Mancini, algo había cambiado esa noche. Esos hombres ya no eran enemigos, eran aliados y, efectivamente, podían llegar a ser amigos. Levantó su vaso. Nada iba a interponerse en su camino, ni siquiera las mujeres que tomarían como esposas de conveniencia.

Capítulo 1

 

BEN Carter estaba junto al ventanal de su despacho en Manhattan. La vista era impresionante, pero lo que más le gustaba era ver las grúas que se elevaban por toda la isla. En ese momento, sin embargo, estaba de espaldas a la vista y todo su cuerpo tenía una actitud defensiva, desde los brazos cruzados hasta la tensión de su rostro.

–Creo que eso es suficiente.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle con sorna si quería saber el color de la ropa interior que llevaba puesta ese día. La mujer que estaba sentada junto a su mesa lo miró con ironía.

–No le gusta contestar a preguntas personales, ¿verdad?

Ben mostró los dientes con una sonrisa forzada.

–¿Qué le hace pensar eso?

Elizabeth Young, la… intermediaria, se encogió de hombros y tecleó algo en su tableta electrónica.

–Creo que se adivina porque parece como si estuviese a punto de saltar por la ventana.

Ben fue hasta su mesa con el ceño fruncido. Había puesto más distancia entre ellos con cada pregunta que le había hecho, desde las más inocuas como cuál era su destino favorito para pasar las vacaciones hasta las más peliagudas como qué era lo que esperaba de una relación. Por mucho que reconociese que necesitaba una esposa, la diferencia sideral que había entre las relaciones sin ataduras con mujeres hermosas y una relación formal, aunque fuese conveniente, hacía se le pusiera la carne de gallina. Después de presenciar el hundimiento del matrimonio de sus padres, que había caído como un castillo de naipes ante el primer contratiempo, nunca había albergado esperanzas de conocer la felicidad doméstica. La intermediaria tenía razón; si pudiese saltar por la ventana, quizá ya lo habría intentado.

Frunció más el ceño y se sentó. ¿Podía saberse quién había tenido esa idea? Xander Trakas. Se acordó de la reacción del griego aquella noche, cuando Mancini le preguntó si esa mujer era una examante, y miró con detenimiento a la esbelta rubia que estaba sentada enfrente de él. Llevaba el pelo, que parecía con tendencia a rizarse, recogido en un moño bajo. Iba vestida de forma despreocupada, aunque elegante, con unos pantalones hechos a medida y una blusa amplia bajo una delicada chaqueta de cuero. Irradiaba elegancia y, tuvo que reconocerlo, discreción y profesionalidad. Xander había tenido razón.

Entonces, ella lo miró y él se dio cuenta de que los ojos eran de un color ámbar muy poco frecuente. Esperó un segundo para comprobar si sentía alguna reacción física. Ninguna. Eso estaba bien, no quería que le distrajera alguien a quien deseara de verdad. Se acordó del motivo por el que estaba allí.

–Ahora que ya me ha sacado hasta el más mínimo detalle, ¿quién cree que es mi mejor opción como pareja?

Él captó un brillo escepticismo en los ojos de ella, quien esbozó media sonrisa muy leve.

–No se preocupe –replicó Elizabeth–, no me hago ilusiones. Ya sé que solo me ha contado lo que estaba dispuesto a contarme. Conozco a los hombres como usted, señor Carter, y por eso hago tan bien mi trabajo.

Ben decidió pasar por alto las ganas de preguntarle a qué se refería exactamente con los hombres como él. Le daba igual si eso le ayudaba a conseguir lo que necesitaba para salir airoso de esa crisis. Apoyó la barbilla en las manos y reconoció, a regañadientes, que tenía que admirarla porque no se sentía intimidada por él, como les pasaba a muchas.

–Xander Trakas la recomendó.

La mesura de esa mujer se alteró un poco, como le pasó a Xander aquella noche en el bar, hacía casi una semana. Ya no era tan segura de sí misma. Eludió la mirada de Ben y se concentró en la tableta.

–Tengo muchos contactos, él solo es uno más.

Ben se quedó intrigado por la fibra que acababa de tocar, pero no lo bastante intrigado como para perder de vista su objetivo. Se inclinó hacia delante.

–Olvídese de que lo he dicho. Entonces, ¿tiene pensando a alguien concreto?

Ella dejó la tableta en la mesa, le dio la vuelta hacia él y se la acercó.

–Hay algunas posibilidades. Écheles una ojeada y compruebe si hay alguna que le pica la curiosidad.

Ben tomó la tableta y fue pasando fotos de mujeres con algunos datos de sus biografías. Todas eran impresionantes por algún motivo. Había una abogada de derechos humanos, una consejera delegada de una empresa informática, una intérprete de las Naciones Unidas, una supermodelo… pero ninguna le llamó la atención. Iba devolverle el aparato cuando una mujer apareció en la pantalla y algo se le inmovilizó por dentro. Ni siquiera miró su biografía, estaba absorto por la foto. El viento le arremolinaba el pelo castaño oscuro alrededor de la cara y los hombros y la sonrisa le formaba dos hoyuelos en las mejillas. Tenía los pómulos prominentes y unos labios carnosos. No recordaba la última vez que había visto una mujer con hoyuelos. Los ojos eran azul oscuro y con unas pestañas largas y tupidas. Era sensual e inocente a la vez, tenía una belleza exquisita y vibrante. La costó respirar durante un segundo y, además, tuvo la sensación de que le resultaba ligeramente conocida.

Naturalmente, Elizabeth captó su interés.

–Se llama Julianna Ford. Es impresionante, ¿verdad? Es británica y vive en Londres. Eso podría ser una pequeña complicación, pero la suerte ha querido que esta semana esté en Nueva York por un acto benéfico.

Ben frunció el ceño y levantó la mirada.

–¿Ford? ¿Como la hija de Louis Ford?

–¿La conoce? –preguntó Elizabeth ladeando la cabeza.

Él volvió a mirar la foto y le devolvió la tableta a Elizabeth.

–He oído hablar de ella. Conocí a su padre hace unos años. Intenté convencerle de que me vendiera su empresa. Me habló de ella y vi su foto en casa de su padre, pero no estaba allí en aquel momento.

Ben intentó hacer memoria. Estaba de vacaciones, ¿esquiando? Fuera lo que fuese lo que le dijo su padre sobre ella, confirmó la idea que se había formado en aquel momento, que era la hija única, mimada y malcriada de un padre multimillonario. Vivió aquella escena cuando estaba en Londres, donde los ricos iban de fiesta con la realeza y cometían todo tipo de excesos. Lo había detestado. Le había recordado claramente que, si su padre no hubiese sido tan corrupto, él también formaría parte de ese mundo, que viviría una vida privilegiada y no vería la cruda realidad. La cruda realidad que lo había convertido en el hombre que era en ese momento. No tenía que dar explicaciones a nadie y su prosperidad estaba tan asentada que nunca sufriría el mismo destino que sus padres, quienes estuvieron a expensas de la volatilidad de los mercados y no tuvieron inversiones sólidas.

Dejó a un lado esos recuerdos dolorosos y se concentró en la intermediaria, y en el futuro, no en el pasado. Lo que estaba ofreciéndole era una oportunidad que no podía desdeñar. Construcciones Ford, con sus letras en negro sobre un fondo verde oscuro, estaba omnipresente en los solares en construcción de Gran Bretaña. Él sabía que adquirir una empresa tan respetable e introducirse en Europa sería todo un golpe de mano y por eso lo había intentado antes. Louis Ford se resistió entonces, a pesar de que se rumoreaba que estaba mal de salud, pero él no le había quitado el ojo de encima desde entonces y se había dado cuenta de que Ford estaba callado durante los últimos meses, muy callado.

En ese momento, su hija estaba allí y buscaba una cita. Se dio cuenta de que Julianna Ford representaba la solución para todos sus problemas. Si iba a dar al radical paso de comprometerse con una mujer por el bien de su reputación y de su empresa, ¿por qué no intentar conseguir un matrimonio que llegaría acompañado de una más que posible expansión de su empresa? Si aceptaba casarse con él, su imperio se extendería por Europa y habría llegado a la cima de todo lo que se había propuesto conseguir. Además, con una esposa increíblemente hermosa.

Miró a Elizabeth y una sensación deliciosa le atenazó las entrañas.

–Es la mujer que quiero conocer. Puede concertar la cita.

 

 

Lia Ford estaba intentando contener la furia, pero no era fácil. Sus zapatos de tacón de aguja retumbaban en la acera de Manhattan como si subrayaran su humor. En primer lugar, estaba furiosa con su padre por ser tan entrometido aunque lo hiciese con buena intención. Luego, estaba furiosa con la secretaria de su padre por haber obedecido sus instrucciones y haberle dado información suya a Soluciones Leviatán. Estaba furiosa por la foto que le había dado a la agencia, una que le había tomado su padre, cuando estaba desprevenida, durante un viaje en barco muy feliz. ¡Era un recuerdo demasiado personal para una página de contactos!

Como la sede central de Leviatán estaba en Nueva York, había acudido a las oficinas de Elizabeth Young en cuanto se enteró, cuando su padre se lo comentó por teléfono como un hecho consumado.

–¡Cariño, lo he hecho todo por ti! ¡Ahora, lo único que tienes que hacer es conocer a un joven encantador!

Había ido para exigir que retiraran todos sus datos, pero le habían comunicado que ya habían expresado interés en quedar con ella. Además, Elizabeth Young le había sorprendido. Había esperado… La verdad era que no sabía cómo se había esperado que fuera una casamentera multimillonaria, pero no se había esperado que fuera una hermosa joven de su edad y con una elegancia clásica y desenfadada que era la que más le gustaba a ella. Elizabeth también había sido la discreción profesional personificada y ella había reaccionado a pesar de sí misma. Si bien se había resistido a aceptar la cita, Elizabeth, hábilmente, había conseguido convencerla para que le diera una oportunidad. Además, le había enseñado una foto del hombre en cuestión.

Había tardado unos cuantos segundos en dejar de mirar los penetrantes ojos azules y esos rasgos descaradamente viriles y atractivos. Tenía el pelo moreno y tupido e irradiaba una confianza en sí mismo muy sexy. Era exactamente el tipo de hombre al que eludía instintivamente porque era una personalidad que sacaba a relucir sus vulnerabilidades más secretas. Además, le recordaba a otra personalidad demasiado segura en sí misma que no había tenido tiempo para la timidez innata de ella; su madre, quien les había abandonado, a su padre y a ella, cuando tenía diez años.