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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 218 - enero 2020

 

© 2011 Barbara Hannay

El secreto de Gray

Título original: Rancher’s Twins: Mom Needed

 

© 2012 Barbara Hannay

El secreto de Jude

Título original: Falling for Mr. Mysterious

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-910-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El secreto de Gray

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

El secreto de Jude

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SE HABÍAN dormido. Por fin.

Holly contuvo el aliento mientras cerraba el libro de cuentos y se disponía a salir de la habitación con el máximo sigilo. Aquellos niños podían dormir profundamente a pesar del estruendo del tráfico de Nueva York pero, al mínimo chirrido en el interior del apartamento, se despertaban llenos de pánico.

Para su alivio, ambos pequeños dormían plácidamente en la litera, abrazados a sus peluches preferidos: Anna, un koala; Josh, un canguro.

Holly llegó a la puerta y apagó la luz. Por primera vez, no hubo protestas. Sólo un bendito silencio.

Atravesó el pasillo de puntillas… y el silencio continuó. Con suerte, sería una buena noche, sin pesadillas ni colchones mojados. En el último mes había habido muy pocas noches buenas.

Antes de que pudiera suspirar aliviada, sonó su teléfono móvil.

«¡No!». Con la rapidez del rayo, se metió en su dormitorio y cerró la puerta.

La pantalla indicaba quién le llamaba: Brandon, su novio. «Fabuloso».

–Hola, Brand –susurró.

No llegaba ningún sonido del dormitorio al final del pasillo, así que se sentó aliviada en la cama.

–¿Por qué susurras, Holly?

–Acabo de conseguir que los mellizos se duerman.

Brandon suspiró.

–¿Qué tal han pasado la semana?

–Un poco mejor.

–Eso es genial.

Holly no describiría el leve avance de los niños como «genial», pero no iba a corregirle, con todo lo que la había apoyado durante la repentina y trágica muerte de su prima, Chelsea, y todo lo posterior.

–He oído tu mensaje –comentó él.

Holly se recostó sobre los cojines y alegró su tono de voz.

–¿Qué me dices? ¿Puedes conseguir el fin de semana libre?

Cruzó los dedos mientras esperaba la respuesta. «Ven, Brand, por favor. Te necesito».

La familia de Brandon poseía una granja lechera en Vermont, y su padre no andaba muy bien de salud, así que la responsabilidad de gestionar la granja había recaído enteramente en él.

Holly sabía que esperar que fuera a verla a Nueva York otra vez tan pronto era mucho pedir. El mes pasado, tras la muerte de Chelsea, él se había tomado casi toda la semana libre para estar a su lado y ayudarla con los niños. Algo admirable y que le había sorprendido muy gratamente. Desde que se había marchado de Vermont para estudiar en Nueva York, había asumido que, si quería ver a su novio, debía ser ella quien hiciera el esfuerzo. Holly también había crecido en una granja lechera, así que comprendía lo que exigía. A pesar de todo, sólo había podido ver a Brandon unas cuantas veces durante el año.

Si se encontraban el fin de semana, se aseguraría de que pasaran tiempo a solas. Brandon y ella llevaban siendo pareja desde el instituto, casi seis años. Dentro de poco, acabaría sus estudios, Anna y Josh se irían a Australia con su padre, y ella regresaría a Vermont para asentarse allí con Brandon.

Podía imaginar claramente su vida juntos: él ocupándose de las vacas mientras ella trabajaba en la escuela local, ambos conciliando su trabajo con la vida personal y, en algún momento, con su propia familia, niños rubios como su padre.

Esa imagen le hacía muy feliz. Pensar en su novio siempre le hacía sentirse protegida y en casa. Tal vez ése no era el ideal de muchas chicas, pero ella no buscaba un novio que despertara su pasión. Su prima Chelsea, la madre de los mellizos, había corrido ese riesgo y el resultado había sido un divorcio y el corazón roto.

–No creo que pueda ir este fin de semana –anunció Brandon.

Holly reprimió un suspiro.

–Lo entiendo, cariño, pero…

–¿De verdad lo entiendes? –le cortó él con inesperada impaciencia–. Porque yo sí que no entiendo por qué estás complicando esto, Holly. El padre de los niños por fin va a ir a buscarlos, ¿para qué me necesitas a mí?

–Sería agradable tenerte cerca, sólo eso. Llevo un mes cuidándolos y ahora voy a separarme de ellos.

Contuvo otro suspiro. Los mellizos se encontraban en casa el día que Chelsea había sufrido el infarto, y había sido Josh, con sus seis años, quien valientemente había llamado a la ambulancia. No sólo habían perdido a su madre, además habían sufrido un horrible trauma. Las pesadillas de Anna resultaban aterradoras.

Holly tendría que explicarle todo aquello a su padre, además de las necesidades y costumbres de los pequeños, y sería mucho más fácil si su novio, que le aportaba seguridad, también estaba a su lado. Como un ancla, o una red de seguridad.

–De hecho, no voy a ir este fin de semana.

El repentino nerviosismo de Brandon sacó a Holly de sus pensamientos. Él nunca se ponía nervioso.

–Tengo que decirte algo… –añadió él, y carraspeó–. No he querido decírtelo antes, por lo de Chelsea y todo eso…

Carraspeó de nuevo.

A Holly se le encogió el corazón. ¿Estaba intentando romper con ella?

Recuerdos de valor incalculable acudieron a su mente: el baile del colegio donde se habían conocido; la mesa de la cocina donde él le ayudaba con los deberes; la textura familiar de sus labios; el relicario con forma de corazón que él le había regalado por San Valentín hacía tres años; la gustosa sensación de hundir la nariz en su cuello cuando él la abrazaba; la seguridad que siempre había sentido a su lado…

Un pánico asfixiante la invadió. No soportaba la idea de perderlo, especialmente después de haber perdido a Chelsea. El temor le hizo un nudo en el estómago.

–Estarás de acuerdo en que lo nuestro no funciona –señaló Brandon.

–¿A qué te refieres?

–Sólo nos vemos unas cuantas veces al año.

–Pero ya casi he terminado mis estudios –le recordó ella, casi como un ruego–. Pronto regresaré a casa y podremos…

–Lo siento, Holly. El asunto es que… he conocido a otra.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CUANDO el taxi se detuvo delante del bloque de apartamentos de Manhattan, Gray Kidman estaba recordando la primera vez que había subido allí. Entonces era un novio lleno de amor, seguridad y esperanza, que no sabía que más adelante se le rompería el corazón.

Pero ahora sí sabía por qué estaba allí, y conocía los desafíos y la posibilidad de fracasar.

Bajó del taxi y elevó la vista al piso donde le esperaban sus hijos. El corazón se le aceleró. Estaba tan nervioso, que la mano le tembló y no acertaba a llamar al telefonillo.

Los niños contestaron inmediatamente.

–¡Hola, papá!

Cerró los ojos, abrumado por la emoción al oír las voces de sus hijos. Llevaba tres largos meses esperando aquel momento. Primero, la temporada de inundaciones le había impedido salir del rancho, y luego se había roto un tobillo al intentar atravesar la crecida de un río.

–Buenos días, campeones –saludó por el micrófono.

–¡Te abro la puerta! –gritó Anna ilusionada.

–Ya la he abierto yo –anunció Josh dándose importancia, e igualmente emocionado.

Gray sonrió y las puertas se abrieron, dándole acceso al vestíbulo del edificio. Se echó su mochila al hombro y entró cojeando levemente. Llamó al ascensor.

Enseguida vería a sus hijos…

El corazón se le aceleró. Hacerse cargo él solo de Anna y Josh era una ardua tarea, probablemente el desafío más difícil al que se había enfrentado. Quería lo mejor para ellos: un hogar seguro y agradable, una familia amorosa y la mejor educación posible.

Irónicamente, ya tenían todo eso: aquel bloque de apartamentos era seguro y moderno; estaban a cargo de la prima de su exmujer, Holly, una niñera excelente; vivían cerca de sus abuelos; y estudiaban en uno de los mejores colegios del país.

Le había roto el corazón que su esposa se marchara del rancho, llevándose además a los niños, pero se había visto obligado a aceptar que Anna y Josh estaban mejor en Nueva York que en el remoto outback australiano.

Y sin embargo, ahí estaba de nuevo, para llevarse a los mellizos al lugar del cual su madre había huido. No tenía otra opción. Su rancho era su única manera de ganarse la vida.

Temía que no fuera suficiente para ellos.

El ascensor subió a la tercera planta y, cuando se abrieron las puertas, sus hijos estaban esperándolo.

–¡Papá! –exclamó Anna, abalanzándose sobre él.

Gray dejó su mochila en el suelo y la subió en brazos, mientras ella lo abrazaba por el cuello.

–Hola, papá –saludó Josh, mirándolo expectante.

Gray se agachó, sentó a Anna en una rodilla, y abrazó a su hijo. Qué hombrecito tan valiente, que había llamado a la ambulancia al ver desmayarse a su madre.

Qué maravilla estar con ellos… por fin.

Le preocupaba encontrarlos tristes y apagados, pero parecían felices, advirtió aliviado.

–Eso sí que es una bienvenida –dijo alegremente una voz.

Gray elevó la vista y vio a Holly O’Mara, la prima de Chelsea, en la puerta del apartamento. Sonrió emocionado. Se puso en pie, con una mueca de dolor por el tobillo, y alargó la mano.

–Hola, Holly.

–Me alegro de verte, Gray.

No conocía mucho a aquella joven. Cuando habían coincidido en alguna reunión familiar, ella siempre se había mantenido en segundo plano, como si estuviera más a gusto sola, así que nunca se había acercado a charlar con ella. Además, estaba preparándose para convertirse en profesora de Lengua, con lo cual sería igual de culta que su exesposa, es decir, otra mujer que le recordaría sus deficiencias educativas. Pero no podía negar que le debía mucho. Se había ocupado de los niños ella sola durante tres largos y difíciles meses.

Con los mellizos pegados a sus piernas, siguió a Holly al interior del apartamento. Y allí, repentinamente, fue consciente de que nunca volvería a ver a su bella exmujer.

Era una locura sentir eso en aquel momento. Ya había llorado su pérdida tres años atrás, cuando ella le había dejado, y, llegado el momento, había continuado con su vida, encontrando consuelo en un saludable cinismo hacia el matrimonio.

En aquel momento, la sensación de pérdida le abrumó.

«No te derrumbes, no delante de los niños».

–Has hecho un viaje muy largo –oyó que decía Holly amablemente–. ¿Por qué no vas al salón y dejas el equipaje? He preparado café.

Gray agradeció la normalidad y familiaridad de su bienvenida.

–Gracias –dijo–. Gracias por todo, Holly.

Sus miradas se encontraron y se produjo una conexión inesperada. Holly sonreía, pero a Gray le pareció ver lágrimas en sus ojos oscuros, y se le hizo un nudo en la garganta.

–Vamos, niños, enseñadme el camino –gruñó.

Holly se obligó a sonreír hasta que Gray y sus hijos se marcharon por el pasillo. Sin embargo, a solas en la cocina tuvo que contener las lágrimas.

Habían pasado dos meses desde la ruptura con Brandon, pero la llegada, al fin, de Gray lo había revivido todo. Y por si fuera poco, por encima de ese dolor, se sentía tensa por aquel encuentro.

Estaba muy feliz por Anna y Josh. Comprendía lo mucho que necesitaban a su padre, y era maravilloso verlos tan emocionados. Pero no sabía si soportaría que se marcharan a Australia. Por supuesto, Gray tenía todo el derecho a llevárselos a su casa, y no había duda de que los amaba. Había visto la emoción de su rostro al abrazarlos después de tanto tiempo. Ahí también había estado a punto de echarse a llorar.

Hasta entonces, no había sido consciente de lo frágil que se había vuelto tras la presión emocional de los últimos tres meses.

Los niños y ella habían vivido muchas cosas juntos, y se habían unido increíblemente. Ante la muerte tan repentina de Chelsea, todo su mundo se había tambaleado y, profundizando, había descubierto una sensibilidad y una sabiduría que no sabía que poseía.

Aunque los padres de Chelsea vivían cerca, se habían quedado tan afectados que le habían cedido el cuidado de sus nietos gustosamente, hasta que su padre fuera a buscarlos.

Mirando hacia atrás, Holly no sabía muy bien cómo se las había arreglado. En muy corto espacio de tiempo, había perdido a Chelsea, su prima y mejor amiga, y luego a Brandon. Se habría escondido de todo durante un par de décadas, si no fuera porque las necesidades de Anna y Josh eran aún mayores que las suyas.

Para poder darles el amor y la atención que necesitaban, se había visto obligada a dejar a un lado su corazón roto.

Así que, en cierto modo, los pequeños la habían salvado. Y le resultaba difícil aceptar que su papel en aquel pequeño equipo estaba a punto de terminar. No se imaginaba viviendo sin ellos.

 

 

–Mira, papá –dijo Anna, levantándose el labio superior y enseñándole un hueco, orgullosa.

–Qué bien, te falta un diente.

–Lo dejé bajo mi almohada y vino el Ratoncito Pérez –explicó, y miró a su hermano–. A Josh aún no se le ha caído ninguno.

Gray advirtió la mirada avergonzada del pequeño.

–Josh debe de tener los dientes más fuertes –sugirió.

El niño le sonrió agradecido.

–Os he traído un regalo –informó Gray, sacando un pequeño paquete de su bolsa de viaje–. Es un juego para que lo compartáis, cartas con fotos del outback australiano.

Los mellizos tenían tres años cuando se habían marchado de allí, dudaba de que lo recordaran.

Fue colocando las cartas sobre la mesa: brillantes fotos de canguros, árboles de caucho y amplias llanuras rojas bajo un cielo azul intenso.

–¿Aquí es donde vas a llevarnos? –preguntó Josh.

Gray asintió.

–¿Tu casa es como ésta? –inquirió Anna con preocupación, señalando la imagen de una casa algo desvencijada, con tejado de metal, y sola en mitad del desierto.

–Más o menos –admitió él–. Pero nosotros tenemos más árboles y un jardín más que decente.

Se sentía como un agente inmobiliario intentando vender una propiedad que no lo valía.

–Mi rancho está pintado de blanco, y tiene muchos edificios extra –añadió–: cobertizos para maquinaria, almacenes y casas para los vaqueros.

Debería haber llevado fotos de Jabiru Creek en lugar de aquéllas genéricas.

–¿Podremos montar a caballo? –preguntó Josh.

Su entusiasmo contrastó enormemente con el terror de Anna. A Gray se le encogió el corazón. Su hija era clavada a la madre: igual de delicada, y, en aquel momento, igual de preocupada y triste.

–Tengo un poni muy bueno que puedes aprender a montar –le dijo a Josh, y se giró hacia Anna–. Pero tú no tendrás que hacerlo si no quieres.

Intentó animarla guiñándole un ojo, pero la niña cada vez estaba más preocupada. Maldición, él no tenía ninguna experiencia en tratar con niños, donde la cosa más tonta podía convertirse de pronto en un enorme problema.

Holly, que había entrado con una cafetera y dos tazas, agarró una foto de una poza reflejando el cielo.

–Mira, Anna, ¿a que es precioso?

Por encima de las cabezas de los mellizos, sus expresivos ojos enviaron un silencioso mensaje a Gray: debían cambiar de tema.

–¿En tu rancho tienes lugares tan bonitos como éste? –añadió.

–Por supuesto.

–¿Y puede uno bañarse? –siguió, con afán de animarlo.

«No, a menos que quiera arriesgarse a ser devorado por un cocodrilo».

–Cerca de casa hay una presa donde es posible bañarse –respondió en su lugar.

«Cuando no hace demasiado calor ni está embarrado».

Acarició el brazo de su hija y le dio un vuelco el corazón. Detestaba la idea de que se ensuciara de barro, o se quemara, o se viera sometida a alguno de los múltiples peligros del difícil entorno que era su hogar. ¿Sería capaz de cuidarla adecuadamente? Intentó decir algo positivo.

–¿Te gustan los cachorros, Anna? Tengo una perrita que, para cuando lleguemos a casa, habrá parido unos tres o cuatro.

Anna abrió mucho los ojos.

–¿Y todos están en la tripa de su mamá? ¿Como hicimos Josh y yo?

Gray se tensó, creyendo que su hija se echaría a llorar al mencionar a su madre. ¿Qué debía hacer y decir?

Holly habló por él.

–Eso es, Anna. Los cachorros están juntos en la tripa de su mamá –contestó con tranquilidad, como si no hubiera sucedido nada extraño o peligroso–. Si hay tres cachorros, serán trillizos. Y cuatro, cuatrillizos.

Para sorpresa de Gray, Anna sonrió, claramente encantada con la respuesta de Holly.

–¿Qué tal si os vais a jugar un rato mientras papá se toma un café? –sugirió Holly–. Llevaos las cartas a vuestra habitación. Os avisaré en cuanto la comida esté preparada.

–¿Papá va comer con nosotros? –inquirió Josh.

–Por supuesto. Va a quedarse aquí unos cuantos días.

Satisfecho, el chico recogió las cartas y ambos trotaron felices hacia su dormitorio.

Gray miró a Holly con una sonrisa de sorpresa.

–Han hecho justo lo que les has pedido. ¿Siempre son tan obedientes?

Ella rió.

–Ni mucho menos. Aunque van mejorando cada vez más –respondió, y le tendió una taza–. Bébetelo mientras esté caliente.

Gray le dio las gracias y bebió un trago. El café era fuerte y de muy buena calidad.

Observó disimuladamente a Holly. Se habían visto pocas veces, pero aseguraría que ella estaba diferente. ¿Acaso se le había afilado el rostro? ¿Por eso sus ojos parecían más grandes, su boca más carnosa y sus pómulos más marcados? ¿O lo diferente era su expresión?

No sabría decirlo, pero percibía una profundidad en la que no había reparado antes. Los últimos tres meses debían de haber sido muy duros para ella, sin duda había tenido que madurar rápido.

Fuera lo que fuera, le sentaba muy bien. Y era evidente que había cuidado de maravilla a los mellizos.

–Espero que sepas lo agradecido que te estoy por cuidar de los niños –comentó–. No debió de ser fácil encontrarte con todo esto después de que Chelsea…

Holly asintió.

–Ha habido momentos duros, pero cada día es mejor que el anterior.

Gray se preguntó con cierta ansiedad qué momentos duros habría superado. Se quedó en silencio, sumido en su preocupación, mientras se bebían el café.

–¿Cómo está tu tobillo? –inquirió Holly.

Gray recordó su ira ante las inundaciones, y su frustración tras el accidente.

–Ahora está bien. No te imaginas lo exasperante que ha sido no poder llegar aquí antes.

–Reconozco que tampoco fue fácil intentar convencer a Anna y Josh de que estabas retenido por las inundaciones.

–Lo siento.

–No podías evitarlo –replicó ella–. Y fue buena idea el pedirme que no les dijera nada. Acababan de perder a su madre, se habrían derrumbado al saber que su padre también se encontraba herido.

Gray se inclinó hacia delante, deseoso de hacerle la pregunta que le corroía:

–¿Qué tal crees que les sentará regresar a Australia conmigo?

Esperaba una respuesta tranquilizadora, del tipo: «Bien, ya han pasado lo peor». Para su desgracia, vio que ella clavaba la vista en su taza. Se le hizo un nudo en la garganta.

–Creí que mi casa, al ser un lugar completamente distinto, los ayudaría a salir adelante. Pero conoces a mis hijos mejor que yo.

Holly sonrió levemente.

–Deseo que lleven bien el cambio, pero no puedo prometer que vaya a ser fácil, Gray. No soy ninguna experta, pero según lo que he leído…

–¿Según lo que has leído? –le interrumpió él, tenso.

Como ranchero, confiaba en las habilidades prácticas, y le costaba aceptar que los libros pudieran enseñar algo.

Holly se ruborizó, pero elevó la barbilla y entrecerró los ojos.

–Nunca había experimentado este dolor, y menos aún ayudado a unos niños tras la muerte de su madre. Así que consulté a un médico, a una psicóloga, y además he investigado por mi cuenta. Después de todo, los libros están escritos por expertos.

Gray notó que le quemaba la nuca. Sin mirar a Holly a los ojos, le preguntó:

–¿Y qué dicen los expertos?

–Según parece, a los niños que han sufrido una pérdida les ayuda tener una rutina, una vida predecible. Así se sienten más seguros.

A él se le encogió el corazón. Una vida segura y predecible era casi impensable en el outback, donde se vivía a merced de los elementos, o de los cambiantes mercados. A diario surgían problemas relativos al aislamiento y las enormes distancias.

Recordó todo lo que su exesposa detestaba de su estilo de vida, y lo que él mismo había vivido en los últimos tres meses: retenido por las inundaciones, a punto de quedarse desabastecido, con un pie roto por la crecida de un río.

Las dudas se apoderaron de él. ¿Cómo iba a apartar a sus hijos de aquel mundo que conocían y adoraban?

Se puso en pie bruscamente y se acercó a la ventana, desde donde se veían las abarrotadas calles y el tráfico. Se cruzó de brazos con la mandíbula apretada.

–Si los expertos de tus libros tienen razón, lo último que mis hijos necesitan es otro gran cambio.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

POR un instante, Holly se sintió tentada de decirle a Gray que sus hijos estarían mucho mejor si se quedaban allí. Durante los últimos tres meses, siguiendo el consejo de la psicóloga, había llenado la vida diaria de los niños de pequeños rituales para que tuvieran ilusión por el futuro: confeccionaba los menús a partir de sus comidas preferidas, preparaba actividades gustosas para ellos después del colegio, les leía sus cuentos favoritos antes de dormir y los abrazaba a menudo.

Claro que Gray también sería capaz de cubrir las necesidades de sus hijos. No sólo era un hombre orgulloso reclamando sus derechos, además amaba profundamente a sus pequeños. Ella sabía, por los padres de Chelsea, que en los últimos tres años, había viajado de Australia a Estados Unidos varias veces al año, sólo por verlos.

El que ella quisiera que los niños se quedaran en Nueva York era egoísta. Inspiró hondo.

–Anna y Josh quieren estar contigo, Gray. Eres su padre. Te han echado mucho de menos.

El rostro de él se relajó levemente.

–Pero va a ser duro para ellos dejar esto, ¿cierto?

–Deberás estar preparado para algún que otro momento difícil –reconoció ella.

–Tenía la esperanza de que, si me quedaba en Nueva York unos días y les daba la oportunidad de acostumbrarse a mí de nuevo…

–Seguro que eso ayuda. Y, mientras estás aquí, podemos hablarles de lo que se van a encontrar al llegar a Australia.

Gray asintió pensativo y luego sonrió a Holly. Ella apartó la mirada al ver el repentino destello de aquellos ojos azules, y la clavó en la mochila de cuero que reposaba en el suelo, junto al sofá. El tipo de mochila que encajaría en una camioneta polvorienta, pero que en aquel apartamento resultaba totalmente fuera de lugar, casi como un símbolo del error que había sido la boda entre Gray y Chelsea.

Su prima apenas había comentado los problemas que le habían hecho huir de Jabiru Creek a Nueva York. Quedaba claro que había sido una decisión dolorosa, porque no había dejado de amar a Gray, pero amaba aún más su danza. En el outback australiano no había trabajo para una coreógrafa de su calibre y, al final, le había resultado demasiado difícil renunciar a la vida urbana y a su carrera.

–Fue una atracción fatal –le confesó una vez–. Gray y yo éramos lo opuesto en casi todo. Creo que ambos intuimos desde el principio que el matrimonio no funcionaría, pero nuestros sentimientos eran tan intensos que tuvimos que intentarlo.

En aquel momento, sentada a escasos metros de Gray Kidman, Holly comprendió que su prima se arriesgara. Él seguía siendo muy atractivo, con una presencia profundamente masculina.

Se obligó a ponerse en pie. Necesitaba poner distancia entre ambos.

–Si has terminado el café, te mostraré tu habitación y podrás dejar tus cosas –anunció, y atravesó la habitación.

–Holly, antes de que te vayas…

Ella se giró lentamente y vio la sonrisa tímida de él.

–Seguramente estoy pasado de moda. Sé que eres una mujer moderna y urbana, pero prefiero asegurarme de que no te supone un problema que me quede en tu apartamento.

–Por supuesto que no hay problema –respondió ella, intentando sonar desenfadada.

–¿Y tu novio? ¿A él también le parece bien?

Holly sintió una puñalada en el corazón, igual que le ocurría siempre que alguien mencionaba a Brandon. Después de dos meses, el shock seguía vigente, sobre todo tras el doloroso descubrimiento de que Brandon había estado saliendo seis meses con Maria Swain, antes de reunir el valor de contárselo.

Logró articular una sonrisa despreocupada.

–Tampoco hay problema por eso. Ahora no tengo novio –dijo, y se apresuró hacia la habitación de invitados para no ver su reacción–. Es importante que te quedes aquí, Gray, necesitas aprovechar al máximo tu tiempo con los niños antes de que os marchéis.

–Te lo agradezco –respondió él, siguiéndola por el pasillo.

–No es gran cosa, pero sí mejor que nada –afirmó ella al llegar a la habitación de invitados.

–Es fabulosa –alabó Gray, dejando su mochila a los pies de la cama–. ¿Y tú, Holly?

–¿Yo? Mi… dormitorio está… al final del pasillo.

Gray pareció avergonzado y se frotó la mandíbula.

–No me refería a dónde estaba tu dormitorio, sino a cuáles van a ser tus planes cuando ya no tengas que ocuparte de los niños.

Holly tragó saliva. Hablar de dormitorios con aquel hombre tan atractivo le había confundido las ideas.

–Acabo de terminar mis exámenes de fin de carrera, así que he empezado a buscar empleo. ¿Quién sabe dónde terminaré?

«Con suerte, en cualquier lugar excepto Vermont».

–Ahora mismo, lo que voy a hacer es preparar la comida.

–¿Puedo ayudarte en algo?

–No, gracias, sólo es una ensalada de pollo. Ve a jugar un rato con los niños.

 

 

Gray sugirió a los niños que pasearan por Central Park después de comer. Se sentía más cómodo en espacios abiertos, con césped, árboles y el cielo encima de ellos, en lugar de cemento, tiendas y multitudes con prisas.

Holly los acompañó.

En principio, Gray no la había invitado. Había supuesto que desearía disponer de esas horas de libertad para pintarse las uñas, ir de compras o lo que las mujeres de ciudad hicieran cuando tenían tiempo para ellas.

Pero cuando estaban a punto de salir del apartamento, Holly le había entregado un folleto.

–Aquí viene todo lo que hay en Central Park.

–No lo necesitamos –había dicho él al instante–. Ya nos apañaremos, ¿verdad, niños?

Aunque conocía muy poco de Central Park, sabía encontrar el zoo y el tiovivo, y Anna y Josh nunca se habían quejado.

–Pero aquí vienen todas las actividades para los más pequeños –insistió ella sorprendida–. Y hay un teatro de marionetas.

–¡Marionetas! –exclamaron al unísono los mellizos–. ¡Queremos verlas, por favor, papá!

A Gray le invadió el pánico. Las palabras del folleto bailaban ante sus ojos, y los sentimientos de frustración e insuficiencia, contra los que llevaba toda la vida peleando, resurgieron.

–¿Por qué no vienes con nosotros? –le pidió entonces–. Y trae tu folleto.

Ella se ruborizó, lo que resaltó aún más sus ojos y su cabello oscuros. Tal vez era más tímida de lo que él había creído.

–Sí, Holly, ven con nosotros –rogó Anna, agarrándola de la mano–. ¡Por favor!

–Pero es vuestro momento para estar con vuestro padre –dudó ella, aunque no necesitó mucho para acceder–. ¿Queréis que compruebe si quedan entradas para las marionetas?

Llamó y tuvieron suerte, quedaban cuatro entradas para la función de la tarde.

Cuando salieron hacia el parque, Gray advirtió que la timidez de Holly se evaporaba rápidamente. Pronto le quedó claro que a ella le encantaba pasar tiempo al aire libre con los niños. Rió mucho, con los ojos brillantes, y estaba perfecta con sus pantalones vaqueros ajustados, su sencilla camiseta gris, el cabello recogido en una coleta y el rostro sin maquillaje.

De pronto, le inquietó darse cuenta de que sus hijos iban a echar mucho de menos a Holly cuando llegara el momento de separarse. A su lado se los veía relajados y cariñosos. Josh era feliz de su mano cuando cruzaban la calle, y Anna celebraba con ella sus rápidas bajadas por el tobogán con una naturalidad que denotaba costumbre.

El folleto de Holly demostró ser un fabuloso hallazgo. Después de que los niños se subieran a todos los columpios, recorrieran el zoo, jugaran al disco volador y comieran un helado, todos se dirigieron al teatro de marionetas, en una antigua cabaña sueca.

La función fue muy divertida, y requirió la ayuda de los niños para aconsejar y advertir del peligro, ¡casi levantaron el techo de tanto gritar! Nada que ver con los ballets a los que Chelsea le había arrastrado, pensó Gray.

Hubo un momento en que se giró y vio a Holly mirándolo divertida. ¡Él había soltado una carcajada! Ya ni recordaba la última vez que se había reído así.

Salieron del teatro a media tarde, y los niños los precedieron con amplias sonrisas, imitando al Lobo Malo y jugando al escondite entre los árboles. Gray también estaba totalmente relajado, descubrió con sorpresa. Hasta entonces, no había sido consciente de su tensión desde que le anunciaran la muerte de Chelsea.

–No tienes por qué cocinar de nuevo esta noche –le dijo a Holly–. ¿Y si cenamos fuera? Invito yo.

Ella rió.

–Iba a sugerirte eso mismo. Tenemos la tradición de cenar en nuestra cafetería preferida los sábados por la noche.

Él temía que Anna y Josh echaran de menos sus hábitos. ¿Querrían crear nuevos con él? No podía llevarlos a cenar fuera, la cafetería más cercana a Jabiru Creek se hallaba a cientos de kilómetros. ¿Una hoguera junto al río valdría?

 

 

Al entrar en la cafetería, los envolvió el sonido de risas y animada conversación, y el aroma a beicon y café. Los camareros saludaron afectuosamente a Holly y a los niños.

–Éste es mi padre, es de Australia –presentó Josh lleno de orgullo.

Se sentaron a una mesa, Gray y Anna en un lado, y Holly y Josh en el otro. La camarera les entregó los menús.

–Tomaré una hamburguesa –anunció Gray, sin mirarlo siquiera.

–¿Cuál? Tienes seis para elegir –preguntó Holly, algo sorprendida.

Él se encogió de hombros y sonrió con despreocupación.

–La que sea más grande.

–Entonces, la Mighty Mo –apuntó la camarera con una sonrisa.

–Gracias, suena estupendo –dijo Gray y se giró hacia su hija–. ¿Y tú, princesa, qué quieres comer?

La observó estudiar el menú, siguiendo la lista con un dedo.

–Un sándwich de queso gratinado –decidió.

–Yo quiero un perrito caliente –dijo Josh.

–«Por favor, papá» –le recordó Holly.

–Por favor, papá –repitió el niño sonriente.

–Sois unos lectores excelentes –alabó Gray.

Vio que le sonreían sin darle importancia.

–¿Y tú, Holly, qué vas a tomar? Déjame adivinarlo: ¿una ensalada griega?

Eso era lo que Chelsea pedía siempre y, a juzgar por lo delgada que estaba su prima, debía de cuidar igualmente su dieta.

–De hecho, preferiría unos nachos con queso, guacamole y crema amarga –contestó ella con una sonrisa.

 

 

Horas después, cerca de la medianoche, Holly se despertó al oír un grito de terror. Se levantó con el corazón desbocado: Anna estaba teniendo otra pesadilla.

Se apresuró a su dormitorio sin encender la luz, conocía el camino de sobra. Pero esa noche, en mitad el pasillo, se dio de bruces con algo sólido: un hombre de metro ochenta de estatura, con el torso desnudo, y hombros anchos y musculosos. Y que sólo llevaba puestos unos pantalones cortos. Holly se sonrojó.

–¿Qué le ocurre a Anna? –inquirió él, camino de la habitación de los mellizos.

–Es una de sus pesadillas.

Conforme le seguía, Holly se reprendió mentalmente. De acuerdo, encontrarse a aquel hombre medio desnudo volvería loca a cualquier mujer, pero ¿dónde estaban sus prioridades? ¿Y la pobre Anna?

En el dormitorio, encendió una lamparita que bañó todo en luz rosada. Anna estaba hecha un ovillo en mitad de su cama, llorando y gritando: «¡Mamá! ¡Mamá!».

Gray no sabía qué hacer, pero Holly estaba tristemente acostumbrada a esa escena. Se arrodilló junto a la cama y abrazó a la pequeña.

–Ya, cariño. No pasa nada. Puedes despertarte, estás bien.

El colchón se hundió bajo un peso extra: Gray se había sentado al otro lado de la cama, con cara de preocupación. Acarició suavemente a su hija en la mejilla.

–Anna, mi pequeña –susurró.

–¡Papá!

La pequeña se soltó del abrazo de Holly y se fundió con su padre. A los pocos minutos, dejó de llorar y temblar.

Holly no podía culparla. ¿Qué niña no querría que la rodearan aquellos brazos fuertes y masculinos? Al mismo tiempo, no pudo evitar sentirse rechazada. Tras semanas de atender a la pequeña en sus crisis nocturnas, de pronto ya no era necesaria.

Miró a la cama de Josh. Al principio, era el primero en levantarse e intentar tranquilizar a su hermana. Últimamente, se quedaba tumbado, sabedor de que Holly acudiría y, pasados unos instantes, la tormenta se calmaría.

–Buenas noches, campeón –le susurró Holly.

–Buenas noches –respondió el niño, y bostezó.

–Vuelve a dormirte –dijo ella y lo besó en la mejilla.

Era un niño estupendo. Lo adoraba. Los adoraba a ambos.

Al girarse para ver cómo seguía Anna, se encontró con la mirada ardiente de Gray, y sólo entonces recordó que no era el único adulto semidesnudo en la habitación. A ella, el camisón le cubría poco más que una camiseta larga.

Intentó hacer caso omiso de la intimidad de aquella situación, pero tras la velada en el parque y la posterior cena, sus lazos se habían estrechado. Parecía casi como si fueran una pequeña familia.

«¡Por todos los… ¿Qué estoy pensando?».

¿Cómo podía traicionar a Chelsea con pensamientos así? Pronto estaría despidiéndose de aquel padre y sus hijos. Y en otoño, se embarcaría en una emocionante aventura nueva, su carrera.

–Creo que Anna estará bien –dijo suavemente, decidida a ser juiciosa–. Tal vez quiera un poco de agua.

Le tendió a Gray el vaso que había en la mesilla y observó a Anna mientras daba unos sorbos.

–Dejaremos la lámpara encendida cinco minutos más –anunció.

–¿De acuerdo, princesa? –comentó Gray, dejándola de nuevo en la cama.

–Buenas noches –se despidió Holly, arropándola con las sábanas.

La pequeña pareció tranquila de nuevo, con sus rizos rubios brillando mientras se abrazaba a su koala de peluche.

Gray la besó, y a Josh le dio un suave toque en el hombro.

–Buenas noches, papá.

De vuelta en el pasillo, Gray dejó escapar un suspiro.

–Cielo santo, qué susto –murmuró–. Prefiero oír el gruñido de un cocodrilo junto a mi tobillo que a mi hija gritar.

–Los gritos de Anna le encogen a uno el corazón –secundó Holly.

–¿Esto ocurre a menudo, desde que Chelsea…?

Holly asintió.

–Al principio era peor, pero la cosa va mejorando. Es la primera pesadilla en bastante tiempo.

–Tal vez hoy ha tenido demasiadas emociones fuertes.

–Puede ser.

Gray suspiró pesadamente.

–Ahora no podré volver a dormirme –comentó, peinándose el cabello con una mano temblorosa–. Son las dos de la tarde en Australia. ¿Sería mucha molestia si me preparo un té? ¿Quieres tú uno?

–Ningún problema, pero me temo que sólo tengo té verde o manzanilla.

–Entonces, ¿qué tal algo de vino? Compré un par de botellas de tinto australiano en el aeropuerto.

Debería marcharse directa a su habitación, pensó ella, en lugar de tomarse una copa de vino en mitad de la noche, vestida sólo con su camisón, con el apuesto padre de sus adorados sobrinos…

–Tomaré una copa. Sólo voy a… por algo de abrigo.

«De acuerdo, soy una tonta, pero tengo una buena excusa», se consoló mientras salía corriendo. Gray necesitaba hablar de sus hijos, sobre todo después del susto con Anna.

Cuando entró en la cocina, tapada con una bata de seda que le cubría hasta las rodillas, Gray se había puesto unos vaqueros y una camiseta, afortunadamente, y estaba descorchando una botella.