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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Barbara Hannay

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enamorada de nuevo, n.º 2275 - julio 2019

Título original: Her Cattleman Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-436-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

KATE Brodie, con la maleta en el suelo y la chaqueta colgada del brazo, observó la tierra quemada, el horizonte infinito; el lugar en el que había sufrido su primera y más grave desilusión amorosa.

Había esperado no sentir nada en su vuelta al desierto australiano después de nueve años, pero nada más ver la vieja casa cociéndose bajo el sol su estómago empezó a dar vueltas como una secadora.

Una reacción muy molesta después de tantos años.

Ya no era la ingenua adolescente inglesa que había ido al rancho de su tío a pasar unas vacaciones… y se había enamorado locamente de Noah Carmody, el guapo capataz.

Kate volvió a mirar la silenciosa casa, con su tejado inclinado sobre la barandilla del porche como un viejo sombrero, y se le hizo un nudo en la garganta.

Casi podía ver a su tío Angus de pie en el primer escalón, esperando para darle la bienvenida; su pelo blanco brillando bajo el sol y una sonrisa tan abierta como los brazos.

Angus había vivido prácticamente toda su vida en Australia, un sitio que a Kate siempre le había parecido el fin del mundo, pero era su único pariente varón y le encantaba saber que estaba allí, como un ancla. Era tan difícil aceptar que se había ido para siempre…

El autobús que la había llevado allí desde Cunnamulla ya había desaparecido por la carretera y lo único que tenía delante era un vasta extensión de tierra rojiza con grisáceos matojos de hierba seca hasta donde podía alcanzar la vista.

En las cartas, su tío le había hablado de la prolongada sequía en aquella zona de Australia, pero se quedó sorprendida por aquella desolación.

Nueve años antes, esos mismos matojos grisáceos eran briznas de hierba y los riachuelos llevaban agua fresca. La casa estaba rodeada por un bonito jardín lleno de flores…

Ahora el jardín había desaparecido y la hierba estaba calcinada por completo. Como la casa, que había perdido su esplendor. Tenía un aspecto triste y descolorido, como si también ella hubiera sucumbido a la crueldad del sol.

Cuatro solitarios frangipani habían sobrevivido a la sequía y permanecían de pie, dos a cada lado de los escalones del porche, como damas de honor en una boda. Sus flores de colores: amarillo limón, rosa profundo y rico albaricoque, eran un contraste casi ridículo con el desolado paisaje.

El sueño de un fotógrafo.

Pero aquél no era momento para fotografías.

Un golpe de viento levantó una nube de polvo y Kate cerró los ojos. Que le entrase tierra en los ojos era demasiado. Estaba agotada, exhausta después del viaje desde Europa.

Y aún tenía que encontrarse con Noah.

Pero eso no iba a ser un problema. Estaba segura de que Noah Carmody habría olvidado mucho tiempo atrás su loco enamoramiento adolescente. Además, eso había ocurrido cuando tenía diecisiete años. El pobre Noah debió de sentir pena por ella y decidió darle un beso…

Desgraciadamente, ella había respondido con una pasión que lo dejó sorprendido. Eso era lo más embarazoso. Y Kate esperaba fervientemente que lo hubiese olvidado.

Entonces era una cría alocada y desesperadamente enamorada. Concentrándose en el beso más que en el posterior rechazo, había vuelto a Inglaterra con la cabeza llena de sueños: iba a dejar el colegio, a buscar trabajo y a ahorrar dinero para volver a Australia.

Había planeado volver y estaba segura de que, con el tiempo, habría podido ganarse su corazón.

¡Qué tonta, qué patética había sido negándose a ir a la universidad! Lo había dejado todo por ese sueño…

Y entonces, justo cuando había ahorrado suficiente dinero para volver a Australia, le llegó la noticia de que Noah se había casado con una chica australiana.

Incluso ahora, después de tantos años, el recuerdo de la carta de su tío le encogía el corazón. Gracias a Dios que, con el tiempo, se había recuperado. Ahora tenía novio, Derek Jenkins, un banquero londinense, y estaba convencida de que por fin había olvidado a Noah. Completa y permanentemente.

Kate se acercó resueltamente a los escalones y el viejo perro ovejero que dormitaba a la sombra del porche se levantó con dificultad para acercarse, moviendo la moteada cola gris y blanca.

Ella se detuvo, asustada. Esperaba que se pusiera a ladrar, pero el animal permaneció en silencio.

–¿Hay alguien en casa?

El perro volvió a mover la cola y luego se retiró a la sombra del porche.

Kate entendía que se apartara del sol porque ella misma estaba sudando, de modo que subió los escalones del porche para buscar la sombra…

Y se detuvo de golpe.

El hombre en el que había pensado durante años estaba tirado sobre una silla. Sin camisa.

Kate tragó saliva.

Tenía la cara tapada por un sombrero, un akubra típico de la zona, pero ella nunca podría olvidar esos anchos hombros. Su torso, desnudo y bronceado, bajaba y subía rítmicamente.

Por contraste, la respiración de Kate era extrañamente agitada.

Era la sorpresa, se decía a sí misma, de encontrar a Noah Carmody dormido a mediodía. Lo último que habría esperado.

Sabía que estaba invadiendo su intimidad, pero no podía dejar de mirarlo.

En silencio, dio otro paso adelante y los tablones del suelo crujieron, pero Noah no se movió. Los ojos de Kate estaban clavados en su mano izquierda, de dedos largos, apoyada sobre la hebilla del cinturón.

Con cuidado, dejó la maleta en el suelo y siguió mirando. Tenía las caderas delgadas, los muslos fuertes y las piernas, envueltas en unos gastados vaqueros, parecían interminables. Se había quitado una bota y su pie derecho parecía ahora extrañamente vulnerable, el calcetín azul marino con un agujero. Sin duda, el pobre se había quedado dormido antes de poder quitarse la otra bota…

Los labios de Kate formaron el nombre de Noah, pero de su garganta no salió sonido alguno. Se quedó en silencio.

Miró alrededor, pero todo estaba solitario. No iba a encontrar ayuda por allí.

Y la casa estaba en total silencio, la puerta ligeramente abierta. Al lado de la puerta colgaba un viejo sombrero y un cinturón de cuero con un cuchillo de monte en el bolsillo. La posibilidad de que su tío hubiera dejado eso allí para usarlo en algún momento hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas.

Alguien debía de estar despierto… la mujer de Noah o la cocinera, alguien. Pero si levantaba la voz, lo despertaría, y no quería hacer eso. La idea de que Noah Carmody, el chico del que se había enamorado con diecisiete años, clavara en ella sus ojazos grises la hacía encogerse de miedo.

Pero no tendría que despertarlo si iba por la puerta de atrás, pensó. Seguramente su mujer estaría en la cocina. Era casi mediodía, alguien tendría que estar levantado.

Dándose la vuelta con cuidado, se dirigió a los escalones de puntillas para que la madera no crujiera bajo su peso. Pero cuando estaba a medio camino oyó una grave voz tras ella.

–Kate.

Ella se dio la vuelta.

Noah se había levantado de la silla. Tan alto. Tan increíblemente atractivo.

–Eres Kate, ¿verdad?

–Sí –consiguió decir ella–. Hola, Noah.

–Sí, claro que eres tú –la sonrisa de Noah Carmody dejaba ver unos dientes muy blancos en contraste con su rostro bronceado–. Nadie más tiene ese color de pelo.

Cuando se acercó, Kate pensó por una décima de segundo que iba a abrazarla y, con alarmante tranquilidad, se preparó para estar entre sus brazos.

Su torso desnudo sería cálido y fuerte; su piel, tan suave, escondería unos músculos duros como las piedras después de tantos años trabajando en el rancho. Esos asombrosos brazos estarían a su alrededor una vez más. Tan seductores, tan estimulantes después de un largo y duro viaje.

Pero Noah no la abrazó. No, claro. Debería haber imaginado que se mostraría atento pero distante, como siempre.

Noah alargó la mano para estrechar la suya.

–Menuda sorpresa… una bonita sorpresa. Me temo que la casa está un poco desorganizada desde la muerte de Angus, pero me alegro mucho de verte.

–Yo también.

Tenía ojeras y sus pómulos parecían más prominentes que nueve años antes.

–Me llevé un disgusto horrible al enterarme de la muerte de mi tío –murmuró Kate.

Noah clavó en ella sus ojos grises, observando su piel de porcelana, la ropa arrugada del viaje, el pelo rojo como el fuego…

Luego pareció darse cuenta de que no llevaba camisa y sonrió, como disculpándose. Tomó la camisa, de descolorido algodón azul, y se la puso. Sus anchos hombros casi hicieron estallar las costuras.

Kate lo observaba abrochar los botones despacio, como un striptease pero al revés, hasta que el fantástico torso desapareció bajo la tela.

Esperaba no haber suspirado, pero no podía estar segura.

Luego Noah volvió a sentarse para ponerse la bota.

–Como puedes ver, no estaba esperándote. Lo siento, me temo que el funeral acabó muy tarde.

–¿El funeral? –repitió ella.

–Claro, se celebró ayer. Y luego, en su honor, nos reunimos en el pub Blue Heeler, en Jindabilla. Fue todo el mundo, gente de todo el estado –los ojos de Noah brillaron un momento–. Hicimos lo que a tu tío le habría gustado.

–Pero… pero… –Kate no pudo disimular el temblor de su voz–. ¿Ya se ha celebrado el funeral?

Noah pareció darse cuenta entonces de lo que había pasado.

–Lo siento muchísimo. Nadie nos había dicho que ibas a venir.

Ella lo miró, incrédula.

–¿No? –exclamó, con los ojos llenos de lágrimas. ¿Cómo podía haber pasado algo así? Había ido desde Inglaterra precisamente porque no quería perderse el funeral de su tío–. ¿Por qué no me habéis esperado?

–Lo siento mucho. No sabíamos… yo no sabía que ibas a venir.

–Pero dije que vendría –protestó Kate–. Llamé por teléfono y hablé con alguien. Le dije que llegaría un día más tarde de lo previsto, pero que vendría seguro.

Tuvo que morderse los labios para contener un sollozo. Noah no sabía cuánto había querido a su tío. Y no podía entender que había sacrificado un importante encargo fotográfico para ir a Australia. O que había ido a pesar de la sorprendente indiferencia de su madre ante la muerte de su hermano.

Cuando anunció que pensaba ir al funeral de Angus, su madre se había mostrado sorprendida, casi ofendida.

–Cariño, nadie te espera allí.

Pero Kate estaba acostumbrada a la antipatía que sentían por sus parientes australianos y decidió no hacer caso. Su novio, en cambio, la había animado a ir con desconcertante interés.

–Pues claro que debes ir. Quédate el tiempo que quieras… tomate unas pequeñas vacaciones.

No había dicho que iba a echarla de menos. Hasta que le preguntó. Y entonces, naturalmente, contestó que no dejaría de pensar en ella.

De modo que, a pesar de todo, Kate estaba decidida a ir. Más que nada, había querido demostrarle a aquella comunidad que, al menos, a alguien de la familia de Angus Harrington le importaba de verdad su muerte.

Por eso quería asistir al servicio religioso, con un sacerdote rezando por su eterno descanso. Sin eso, sentía como si no pudiera decirle adiós de verdad.

Y todo… los casi veinte mil interminables kilómetros en avión, después en una avioneta no mucho más grande que un pájaro y luego, por fin, en un viejo autobús por esa carretera llena de baches… para nada.

Kate levantó la mirada.

–Hablé con una mujer… pensé que era la cocinera. No me puedo creer que no os dijera que iba a venir.

Noah apretó los labios.

–No puedes haber hablado con Ellen. Estaba tan disgustada tras la muerte de Angus que tuve que llevarla a la ciudad, con su hermana.

Kate resopló, enfadada.

–Pues no sé quién era, pero yo hablé con alguien. La llamada se cortó varias veces, pero le dije que estaba en Heathrow. Había habido una tormenta de nieve en toda Inglaterra y los aviones salían con un retraso de veinticuatro horas.

Suspirando pesadamente, Noah metió las manos en los bolsillos del pantalón.

–Lo siento mucho, de verdad. Nadie me dio tu mensaje. Creo que… debiste de hablar con Liane.

–¿Tu mujer?

–Mi ex mujer. Volvió para el funeral.

–¿Ex?

–Nos divorciamos antes de Navidad.

Kate tuvo que hacer un esfuerzo para respirar. Nada fácil cuando una cadena de explosiones estaba detonando dentro de su corazón. Noah no estaba casado.

–Siento mucho lo del funeral, Kate.

Su derrotado tono de voz la sorprendió, pero no le dio más explicaciones. Era casi como si le pareciese normal que a su ex mujer se le hubiera olvidado darle el recado.

Y Kate no tuvo más remedio que aceptar que se había perdido el funeral. Era un hecho consumado.

Pero había sido un viaje tan largo…

Noah tomó su maleta y, con el lacónico tono del desierto australiano, le dijo:

–Será mejor que entres. Voy a hacer un café.

–La verdad es que preferiría un té.

Él le hizo un gesto para que entrase y atravesaron un largo pasillo que, si no recordaba mal, daba directamente a la cocina.

–Voy a dejar tu maleta en la habitación de invitados.

–¿Estás solo aquí?

–Por el momento. Pero Ellen volverá pronto.

–¿Puedo quedarme esta noche?

–Sí, claro –Noah la miró con sorpresa–. Nadie espera que vuelvas a tomar un avión de vuelta a Inglaterra.

–No podría hacerlo ahora mismo, la verdad.

–Esta habitación es tuya durante el tiempo que quieras.

–Gracias.

Kate miró alrededor, asombrada por lo familiar que le resultaba después de tantos años. Reconocía la cama con cabecero de bronce, la puerta acristalada que daba al porche, la colcha de ganchillo banco…

Las cortinas habían perdido el color, pero el viejo armario de roble con un espejo ovalado frente a la cama seguía allí. Estaba segura de que era la habitación en la que había dormido nueve años antes.

Sí… reconocía la fotografía de su abuelo en la pared. Con su pelo blanco, el poblado bigote y erecta postura; sentado en una silla de mimbre en el porche, con su fiel perro a los pies, parecía un rajá.

Recordaba la emoción que había vivido ese verano, cómo se quedaba en el porche esperando ver a Noah. La locura del amor juvenil, sobre todo cuando éste no era correspondido. Y la vergüenza. Kate sintió un escalofrío aunque, afortunadamente, Noah no pareció darse cuenta.