Pedro José Martínez Martínez

 

Malaika

La hormiga que
me enseñó a pensar

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Primera edición: julio de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Pedro José Martínez Martínez

 

ISBN: 978-84-17467-28-9

ISBN Digital: 978-84-17467-29-6

 

Difundia Ediciones

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IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Dedico este libro a mi guia interior...
que se disfrazó de hormiga

 

 

PRÓLOGO

Hace más de una década que conozco al autor. Persona, vitalista, llena de entusiasmo Por Ser, afán por comprender todo, explicarlo, hacer síntesis, científico con alma, espíritu de docente. De maestro sabio. En su hacer con sí mismo y con los otros. Un filósofo de siglo XXI.

No me sorprendió, cuando me pidió que prolongase, este delicioso género literario que se mueve entre fábula, cuento metafísico simbólico. Tan profundo, pleno de lucidez y sentido como la misma Naturaleza. Una obra de arte está narración que interpreta la realidad de lo humano, de forma deliciosa, instructiva y divertida. Lean con atención este universo luminoso y auténtico

Aprovechar lo hondo de sus reflexiones, de sus certidumbres pues comprende el pensar el sentir y construir de forma poética, amena, plena alegórica de lo humano.

Gracias Pedro por estas deliciosas cavilaciones. Un grado en Psicología y Filosofía.

Florencio Gomez de Valcarcel.

 

 

CAPÍTULO 1

Hoy permanece intacto en mi memoria, aquel asombroso día en que descubrí a Malaika. Ese sorprendente día cambió mi vida… Hace ya 45 años y sin embargo parece que fue ayer. Me he sentido al evocar aquellos recuerdos con las mismas sensaciones como si estuviera de nuevo allí. Ha recorrido todo mi cuerpo un chispazo de energía y de vitalidad, envuelto en una aureola de nostalgia.

Aquellas experiencias que fueron a caballo entre la magia y lo natural, me permitieron llegar a comprender las verdades más profundas de la naturaleza, así como las relaciones entre los seres que habitamos en ella.

Hoy al revivir de nuevo, durante varios minutos, aquel día tan sorprendente me he desplazado en el tiempo y en el espacio como una centella… Y estuve otra vez allí… Reconozco que me resulta muy difícil describir lo que he sentido. Quizá más adelante con el transcurso de mi relato entenderéis lo que ahora yo no he sabido explicar.

Con el paso del tiempo he sido capaz de reconocer la verdadera dimensión de los encuentros con la hormiga Malaika ¡Ojalá que os ayude tanto como a mí!

Cada año cuando acababa el colegio, me iba a casa de mi abuela para pasar las vacaciones del verano. Estaba deseando que llegara esa época porque allí me sentía muy feliz, experimentaba una renovación por dentro y por fuera que me ayudaba a tomar vitalidad y energía para el resto del año. Luego al acabar cada verano, era como si hubiera cubierto otra de las diferentes fases de mi metamorfosis, para llegar al estado final, el ser humano, evolucionado y libre.

Mi abuela vivía en una casa de campo, en un pueblecito cerca de las montañas. Tenía casi de todo tipo de animales, gallinas, varios patos, palomas, conejos. También había dos cabras, una de color rojizo que le llamábamos «caramelo» y otra totalmente negra, con un collar verde, del que colgaba una campanita, que atendía por «cariño».

Cuando oíamos el tintineo del collar, sabíamos que venía alguien por el camino que llegaba del pueblo hasta la casa. Rápidamente cariño se metía en el establo, era algo tímida y bastante asustadiza de los extraños.

Además había en la granja dos perros. Uno de tamaño mediano, de color blanco con algunas manchitas negras, que le llamábamos «tremendo» y otro mucho más pequeño, de color marrón completo. El pequeño era muy inquieto, juguetón y bastante alborotador, su nombre era «comotú».

Allí fui muy feliz, cada verano que pasé junto a mi abuela. Me quería y me mimaba como lo hacen todas las abuelas con sus nietos. Tenía un comportamiento tierno y acogedor, esa forma dulce, amable y serena que va apareciendo con el paso de los años. Fui muy dichoso cada día que pasé en aquellos parajes en su compañía.

Recuerdo que al acostarme por las noches, mi abuela y yo nos quedábamos un buen rato recordando todos los acontecimientos agradables del día. Me decía que había que preparar la mente con todo lo mejor de ese día.» Así, se queda preparada y dispuesta para recibir la siguiente jornada con ánimo y con ilusión». Luego solíamos rezar oraciones de agradecimiento a Dios, por ese magnífico día y por los que estaban por llegar. A veces, me imaginaba el cielo como un sitio parecido a aquel.

La estancia en aquel lugar, el contacto con los animales, el campo, el bosque y el agua fresca del arroyo, me ha generado una forma diferente de ver la vida. Esas experiencias me han producido una forma de pensar, de sentir, de comportarme que me ayudaron a orientar mi brújula en la dirección adecuada. Me he dirigido, siempre hacia el NORTE, que no significa que haya sido por el camino más corto, ni tampoco el más fácil.

Mi forma de ser y de actuar, ha sido y sigue siendo diferente a la de aquellas personas que no han tenido esa convivencia con la naturaleza, no digo que sea mejor, ni peor, sino totalmente diferente.

Como resultado de mis vivencias, me siento sensible a circunstancias y a acontecimientos, que otras personas como mis compañeros de trabajo, mis vecinos e incluso mis amigos no entienden. Ahora comprendo y soy consciente que el entorno donde nos desenvolvemos, juega un papel importante en el desarrollo de nuestra personalidad, por tanto reconozco que hay cosas que son casi imposibles de explicar.

Sé que hay sensaciones difíciles de comunicar para quien no las ha experimentado jamás. No se puede definir el olor de la hierba fresca o el de la tierra mojada después de la lluvia. Así como tampoco se puede describir el aroma de las flores del almendro, a mediados del mes de febrero o del tomillo cuando empieza a florecer, al llegar la primavera. Esas sensaciones quien no las ha experimentado por sus sentidos, ni las puede entender, ni mucho menos definir.

 

 

CAPÍTULO 2

Mis amigos me preguntan con frecuencia que como conocí a Malaika, entonces yo les relato las vivencias que cambiaron mi vida. Aquella aventura que me hizo aprender a pensar de una forma totalmente diferente, sin duda la experiencia más sobrecogedora que he tenido y que me dejó marcado para el resto de mi vida.

Aquellos acontecimientos dejaron en mí, un sello imborrable. Al tiempo que me señaló un nuevo camino. Yo recorro esa senda cada día y pienso seguir por ella a lo largo de toda mi trayectoria en esta residencia universal, el planeta AguaTierra.

Tenía yo 14 años aquel verano y me fui con mi abuela a pasar las vacaciones, lo mismo que los anteriores. Solía llevarme libretas, estuche con lápices y sobre todo colores, porque me encantaba dibujar, pero especialmente colorear.

A veces me quedaba extasiado por las noches dibujando una y otra vez, hasta que mi abuela se levantaba de la cama y con voz serena, pero muy firme, me decía ¡Ya está bien por hoy, mañana seguirás! Entonces me tomaba del brazo con suavidad y me conducía hasta mi cama.

Acostumbraba a levantarme bastante temprano, a veces con desgana, pero mi abuela era muy firme en esos aspectos y no le gustaba nada ceder a la pereza, ni mucho menos a la holgazanería. Ella me comentaba. ¡Es preciso, aprender a hacer cualquier tarea que nos interese, aunque no tengamos gana! Es muy importante, seguía diciendo, aprender a esforzarnos y hacer aquello que nos resulta incómodo o desagradable, pero que nos conviene hacer, como si fuera lo más bonito que hemos hecho jamás. Ese ejercicio mental, fortalece nuestra disciplina y tonifica nuestro espíritu. Además de esa manera, nuestro cerebro se acostumbra a hacer cualquier trabajo con afán y con agrado, aunque no te apetezca. Y al acabar, independientemente del resultado, es muy fortalecedor aprender a felicitarnos por el esfuerzo y por el trabajo realizado. Me comentaba mi abuela, que nunca, jamás va reñida la disciplina con el regocijo, ni tampoco con el disfrute al hacer las tareas.

Pero sí, es conveniente aprender primero una manera adecuada de pensar, para que nuestros sentimientos sean de ánimo, de ilusión y de ganas, que nos permita actuar con entusiasmo.

Para motivarse y animarse, mi abuela era una verdadera artista, porque se mostraba muy creativa. Comenzaba a tararear alguna cancioncilla conocida y luego, le ponía al ritmo musical la letra que le apetecía. Sus letras, casi siempre arrancaban diciendo. Me encanta, me encanta y me encanta…solía repetir el inicio en multitud de ocasiones, de tal manera, que a veces yo de forma inocente y algo ingenua, le preguntaba ¿Qué te encanta tanto, abuela?

Y ella con una sonrisa burlona me decía. Hacer todo lo que no tengo ganas como si fuera un placer. Luego continuaba con su retahíla de cosas que tenía pendientes, aquellas faenas, que yo acostumbraba a quejarme, diciéndole que no tenía ganas.

Cada mañana arrancaba con alegría cantando «Me encanta echarle de comer a las cabras. Me encanta limpiar los gallineros. Me encanta cavar las patatas del huerto…» Así una y otra vez, hasta que por fin acababa diciendo. Y quiero aprender a hacerlo como si fuera lo más divertido que he hecho en toda mi vida.

Cuando la propuesta que me hacía no me gustaba y con desgana le comentaba. ¡Abuela, no tengo ganas!, ella arrancaba con su cantinela. Llegó un momento, que se me hizo automático aprender a pensar de ese modo motivado y animoso. Así que, cuando la labor era antipática o no me apetecía, solo con decirme. «Me encanta…, me encanta» dos o tres veces, ya estaba preparado mi ánimo y mi cuerpo para hacer la tarea. Y a continuación comenzaba con ella con agrado. Luego siguiendo las instrucciones de mi abuela, me felicitaba efusivamente, por mi decisión y también por mi esfuerzo. Me repetía en varias ocasiones. ¡¡¡Muy bien por mi capacidad para hacer todo lo que no me apetece, y a pesar de mi desgana lo hago!!! ¡Muy bien! ¡Muy bien! y ¡Muy bien!

Esa forma de comportarme me ha servido en diferentes momentos a lo largo de mi vida para hacer aquellas actividades que requerían más trabajo y más tesón. Aquellas encomiendas, que me resultaban menos agradables, porque eran muy difíciles o muy arriesgadas y que yo tenía muchísimo miedo de fracasar. De este modo lograba hacerlas con entusiasmo y con satisfacción interior. Me quedaba un instante meditando, hasta que oía en mi mente, el sonsonete de mi abuela. «Me encanta…me encanta…» Y enseguida arrancaba mi labor.

Ese entrenamiento mental me ayudó y aún me sigue ayudando en mi vida cotidiana. A veces mis amigos o los compañeros del trabajo me preguntan ¿Cómo te apetece a la hora que es, cuando casi estamos a punto de marcharnos, trabajar de ese modo tan decidido?

Mi respuesta, es idéntica a la que me daba mi abuela. Me quedo mirándolos con una sonrisa pícara, ellos hacen un gesto de desaprobación… y al cabo de un instante, murmurando entre dientes, suelen marcharse.

 

 

CAPÍTULO 3

Una mañana después de acabar las tareas, le dije a mi abuela que me acercaría al arroyuelo. Se encontraba unos cientos de metros más abajo de su casa. Bajaba con mucha fuerza desde la montaña, parecía que tenía muchas ganas de llegar al mar. Delante de nuestra casa pasaba deslizándose serpenteante y salpicando entre las piedras. El agua bien fresquita discurría por el cauce del arroyo con gran alegría, por lo menos eso me parecía a mí, cuando estaba sentado junto a la orilla y cerraba los ojos para oír su murmullo.

Allí, solía sentarme para ver los peces como nadaban con sus barrigas casi pegadas al fondo, me impresionaban los giros tan rápidos y tan instintivos que hacían cuando lanzaba algún objeto al agua. A veces tiraba una ramita y otras ocasiones solía arrojar algún guijarro que tomaba de la orilla...

Me gustaba mucho bajar al arroyo a buscar ranas y renacuajos. Otras veces, seguía el curso del rio, por la orilla, hasta la montaña en donde aparecía el arroyo, como un hilo de agua. Aprendí a escuchar y descifrar el canto de los pájaros. También aprendí a mantenerme bastante rato en silencio disfrutándolo.

Cuando volvía de regreso, miraba despacio por entre los árboles y casi siempre descubría algún nido de jilgueros o de verdecillos que abundaban mucho en aquellas zonas. Me gustaba ver como saltaban las ranas desde la orilla de forma acompasada una tras otra, cuando yo pasaba. Me complacía ir caminando muy despacio, con todos los sentidos en alerta, para absorber poco a poco la magia y los secretos del bosque. ¡Me sentía inmensamente feliz!

Aunque en ocasiones, aquel entorno me generaba sentimientos contradictorios. Unas veces, me sentía insignificante, pequeño y minúsculo, en medio de tanto árbol, de tantas montañas y de tanta inmensidad. Sin embargo otras, me sentía como si fuera el dueño y señor de todos aquellos parajes, poco visitados y alejados de la convivencia humana.

En mi estancia durante los veranos, sentía como cada día que pasaba me permitía ir empapándome de aquellos aromas, de aquellos colores y sonidos. Lo hacía igual que la lluvia va calando profundamente la hojarasca del suelo y poco a poco penetra hasta la tierra, de modo que esa humedad y esa penumbra permite que convivan materiales inertes con seres vivos.

Pues en mi interior también iban compartiendo espacios los colores, los olores y las imágenes que me iban aportando mis sentidos con las experiencias de cada día. Esa amalgama iba pausadamente dándole forma a mi carácter, a mis sentimientos y a mi forma personal de ver la vida. Esa combinación de percepciones me dio una estructura mental que todavía perdura y creo que seguirá en mí mientras continúe con vida.

Sin embargo reconozco que el encuentro con Malaika fue el detonante que acabó de configurar y consolidar mi evolución mental.

 

 

CAPÍTULO 4

Aquella mañana, después de pasear, me senté en la piedra con forma de bota, que se encontraba junto a la orilla del arroyuelo. Solía acomodarme allí con bastante frecuencia, porque me permitía poner una pierna apoyada encima de un tronco que estaba en la orilla del río y la otra pisando firme sobre la tierra. El agua del rio se deslizaba por debajo de mis piernas. Así tenía la impresión que estaba a caballo entre la tierra y el agua. Me sucedía cada vez que me sentaba allí. En ese lugar yo me permitía poner en marcha mi imaginación y fantasear…Eso de transportarme y viajar a través de mi ingenio, de mi creatividad y de mi intuición me generaba un maravilloso recreo.

Por eso denominé a mi lugar preferido «El rincón de los sueños». Así le comentaba a mi abuela cada vez que decidía dar una vuelta andando y bajar hasta el arroyo. Siempre que ella me preguntaba hacia donde pensaba ir, sin dudarlo yo le comentaba. ¡Abuela al rincón de los sueños! Ella conocía mi escondrijo, había estado conmigo en más de una ocasión.

Serena y quieta, me miraba con su mirada tierna y comprensiva, dándome su conformidad con una sonrisa.

¡¡¡Abuela,… abuela!!! Le decía a gritos, cuando se encontraba haciendo alguna labor lejos de donde yo estaba.

¡Abuela, me bajo al rincón de los sueños!

A la bota-piedra, donde me gustaba sentarme le puse de nombre de Rocinante, porque cuando estaba sentado sobre ella, tomando de la mano una vara larga que había cogido una mañana en la orilla del rio, me sentía como si fuera Don Quijote.

Con aquella vara que no sé bien si era de fresno o de roble, yo impulsaba a mi caballo de piedra y hacíamos largos recorridos por aquellos lugares y por otros confines de mi fantasía. A veces mi caballo imaginario y yo, dábamos largos paseos por diferentes lugares del universo, que solo estaban confinados en mi imaginación.

Mi fantasía volaba con celeridad dibujando aventuras y pasajes, donde unas veces circulaba en una balsa por el rio como los exploradores, otras en canoas como las de los pieles rojas y las más cabalgaba por la orilla del arroyo, salpicando el agua con sus patas y viviendo grandes aventuras. Allí, las hazañas se sucedían una tras otra, día a día.

Como nuestros órganos se potencian y se desarrollan con la práctica, pues mi imaginación se iba potenciando con el ejercicio diario. De ese modo vivía tan intensamente mis experiencias fantasiosas, que cuando se las relataba a mi abuela con tanta intensidad, creía que la hacía dudar sobre si se correspondían o no con la realidad.

Al acabar los relatos, con una mirada concentrada y serena, me decía: ¿Pero de verdad que ha pasado eso?

Entonces yo respiraba profundamente y me tomaba un tiempo de disfrute interior, pensando lo bien que había relatado, para conseguir inspirar que mi historia se semejara a la realidad.

Me serenaba y con una sonrisa muy placentera, le decía: ¡No, abuela, eso no ha ocurrido!

Ella también se sonreía. Ahora creo que me preguntaba para darle más importancia a mi aventura. Pero en eso momentos, la pregunta ingenua e inocente de mi abuela, me generaba mucha confianza y determinación.

Reconozco hoy la fuerza que tiene para un niño que las personas adultas en las que deposita su confianza lo escuchen, le den valor a sus aventuras y le aprueben sus decisiones atrevidas. Eso multiplica de forma eficaz sus capacidades y refuerza las convicciones en sus propios talentos, en sus propias aptitudes y en sus competencias. Le permiten aprender a confiar en sí mismo y creer en él.

Esa escucha activa, dándole importancia a sus relatos, sin menospreciar sus historias, nunca jamás, es muy eficaz porque fortalece su confianza y sirve para asentar su propio valor.

Creo en este momento, que aprender a escuchar al niño, valorarlo, permitirle descubrir sus fortalezas y motivarlo, es tan necesario como el abono para las plantas. A las que no se les echa el sustrato orgánico también crecen y se desarrollan, pero no con la fuerza, la robustez, la energía y la vitalidad que lo hacen las que reciben los fertilizantes.

Mi abuela hizo esta labor en mi proceso educativo. Le reconozco y le debo un profundo respeto y una gran admiración. Siento por ella mucho agradecimiento, porque soy consciente que una persona sin instrucción en el tema educativo, que se dejaba llevar solo de su buen juicio y de su sentido común, pudiera haberme ayudado tanto en mi forma conveniente de aprender.

Mi abuela nunca utilizaba el recurso del castigo, ni siquiera cuando me equivocaba o cuando obraba mal. Ella siempre repetía:

«La letra con suavidad entra». Después de un error me invitaba a sentarme junto a ella. Entonces me hacía analizar la equivocación, involuntario o a veces no tanto. Me explicaba, entonces pausadamente, que yo era el responsable de mis actos y que podía hacerlo tan bien como me lo propusiera.

Me comentaba todas las muchas ocasiones en las que había obrado de modo correcto. Me recordaba mis cualidades y mis capacidades, con mucho énfasis. Por fin me relataba un pequeño cuento fábula donde la moraleja iba encaminada a mi modo de obrar, con tanta precisión, que casi siempre daba en la diana.

Sin embargo la característica que más resalto de mi abuela, es su enorme paciencia para hablar conmigo. Me daba la impresión, cuando yo le comentaba algo, que había acabado todas sus tareas y no tenía nada más que hacer. En ese instante se había acabado todo. Yo disponía entonces de todo el tiempo y de toda la atención de mi abuela para escucharme. Me sentía la persona más importante del universo. ¡Que delicia aquella etapa! Hoy, en este momento de mi vida, después de haber leído muchos libros de pedagogía y de psicología, por mi profesión. Sé que mi abuela era una verdadera maestra.

 

 

CAPÍTULO 5

Sin embargo, este relato si fue real, aunque parezca fantástico. Creo sinceramente, que no habría tenida capacidad para inventarme una aventura de tal magnitud. ¡No! Sinceramente, no creo que hubiera sido capaz de hacerlo tal como sucedió. Es sin ninguna duda el suceso más fascinante que me ha ocurrido en mi vida y que con toda seguridad me puede suceder.

Aunque bien pudiera, como ya he dicho antes estar enmarcada en cualquiera de mis elaboradas fantasías, pero aunque yo la hubiera inventado, no me podría haber acercado ni remotamente a la realidad.

Me encontraba aquella mañana sentado sobre Rocinante, con la vara levantada, sujeta por la mano derecha como una lanza y casi seguro, preparada para alguna de las batallas.

Estando allí apostado en mi caballo-piedra, una vocecita, que me susurraba desde el suelo. Apenas la oía. La voz me preguntaba y me preguntaba ¿Qué haces ahí? Al principio, creí que se correspondía con uno de mis diálogos internos. Sospeché que se trataba de la voz de alguno de mis personajes de mi imaginación. No le presté, por tanto demasiada atención y continué con mis cavilaciones sin darle la mayor importancia.

Pero, se volvió a repetir el rumor y esta vez lo oí con mucha más precisión. Me quedé parado y atento, casi paralizado, mis orejas creo que se pusieron de punta como las de un lobo. Permanecí algo tembloroso y muy asustado. Me había sorprendido aquella vocecita de tal modo que se me erizo toda la piel de la espalda.

No me había sucedido nada igual en tantos años como llevaba transitando por estos parajes. Nunca había sido sorprendido por una voz y menos que procediera del tronco de un árbol o quizá de la maleza. Daba la impresión como si la tierra me hablara.

Fue una sensación tan sorprendente, que todavía hoy, después de tantos años me cuesta describir, aún se me erizan los pelos.

Es difícil comprender como entre esa soledad tan envolvente, desde esa paz y sobre esa calma tan majestuosa, donde todos los sonidos ya han sido catalogados como habituales. Donde cualquier crujido, gruñido o chasquido que aparezca, mi mente lo considera normal, sin el más mínimo estremecimiento, porque en algún instante anterior ya lo he percibido, lo ha catalogado y lo ha interpretándolo como habitual.

Sin embargo aquella vocecita quebraba todos los esquemas anteriores y permitía que saltaran las alarmas de mi cerebro, descifrándolo como fuera de lo corriente. Rápidamente mi cuerpo respondía con una reacción de alerta y disponiéndose para huir o para la defensa de mi integridad.

Hoy cuando recuerdo aquella experiencia, para volver a relatarlo, enseguida se me pone la piel con todos los vellos al trote. Mi cuerpo sigue reaccionando con celeridad cuando mantengo esos recuerdos. Y eso que ya hace bastantes años…

Ahora si soy consciente que mi estado emocional depende de los pensamientos que yo produzco. Comprendo muy bien que me conviene aprender a pensar de forma atrevida, para poder actuar con atrevimiento. Porque si pienso de forma acobardada, entonces actúo con temor. Me interesa, comprendo ahora, aprender a pensar de forma constructiva, para generar emociones negativas o positivas, pero sanas y de ese modo aprender a actuar con atrevimiento, con confianza y con serenidad, ante cualquier situación.

Cuando oí la siguiente vez con nitidez la pequeña voz, en principio a malas penas conseguía ponerme de pie. Luego reaccioné con firmeza y puse la vara hacia adelante, como si realmente fuera D. Quijote. Mi intención, ahora lo sé, creo que más que defenderme era la de salir corriendo despavorido.

No obstante, recogiendo una pizca de valor de la más profunda de las galerías, donde se encuentra el filón del coraje, pude decir con voz temblorosa. ¿Quién está ahí? ¿Quiiiieenn….eeen se encuentra ahiiii?

Intuyo, que la voz salió de la parte más primitiva de mi ser, de las interioridades de mi esencia, que se resistían a abandonar aquel lugar y salir corriendo, ante algo o alguien que todavía no conocía.

¿Quién está ahí?…Repetí de nuevo y esta vez, seguí preguntando, manteniendo ahora un poco más de firmeza, al observar que no tenía respuesta. Eso me dio un pelín de fortaleza y dije con cierta bravura… ¿Hay alguien aquí? Me mantuve fuertemente agarrado a la vara como si fuera el mástil de un barco que naufragaba.

Estaba plantado sobre mis pies, parecía que había echado raíces. Escuchaba tan minuciosamente, que creo hubiera sido capaz de oír el roce del cuerpo de un gusano restregándose sobre el suelo, incluso el crujido sutil de una hoja al desprenderse de la rama del árbol.

Estaban todos mis sentidos al máximo de su capacidad, de tal modo que creo que nunca, nunca,…en mi vida, he vuelto a mantener esa capacidad de atención y de escucha. Jamás he mantenido la alerta sensorial que tuve en ese instante.

Fueron unas sensaciones y unas emociones muy complicadas y peliagudas de describir. Nunca, jamás, repito con énfasis he mantenido mis receptores sensitivos en ese nivel de vigilancia.

La respuesta llegó tan rápido como la pregunta., aunque a mí se me figuró que habían transcurrido varias horas.

La contestación fue clara y concreta, al mismo tiempo que iba envuelta en la musiquita que se desprendía de aquella voz.

¡¡¡ Soy Malaika!!! Estoy aquí… y recalcó varia veces aquí, aquí…

Miré al suelo y antes de llegar mi mirada a la hojarasca que cubre el bosque como si fuera un tapiz. Mi vista divisó, en una ramita que apenas sobresalía de la base del tronco de un roble, una hormiga.

Me quedé perplejo, pensando que no era posible que de ese pequeño animalito salieran aquellas palabras.

Ella pareció adivinar mis pensamientos y de nuevo comentó con una voz estridente. ¡Soy yo, Malaika! Me ves aquí.

Ahora ya no tenía ninguna duda, era una hormiga la que pronunciaba sonidos y palabras como un ser humano.

Entonces mis temores, mis miedos y mi pánico se transformaron en una mezcla de extrañeza, perplejidad y asombro… Al mismo tiempo sentía una gran decepción.

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