Émile Zola

Germinal

(texto completo, con índice activo)


Título original: Germinal (1885)

e-artnow, 2013
ISBN 978-80-268-0294-5



Parte 2

Capítulo 1

La casa de los Grégoire, una posesión magnífica que se llamaba La Piolaine, se hallaba a unos dos kilómetros de Montsou, hacia el este, en el camino de Joiselle. Era un caserón grande y cuadrado, construido a principios del siglo anterior, y sin estilo arquitectónico definido.

De los grandes terrenos que le habían rodeado en otro tiempo, no quedaban más que unas treinta o treinta y cinco hectáreas, cerradas por una tapia. Había dentro de aquel muro una huerta y algunos árboles frutales muy estimados, porque decía la gente que daban las frutas y las legumbres más ricas de la comarca. No tenía parque; en su lugar se había conservado un pedazo de bosque. Una avenida de tilos bastante bien cuidados, conducía desde la verja de entrada a la puerta de la llanura estéril, donde apenas existía algún árbol que otro desde Marchiennes a Beaugnies.

Aquella mañana, los señores de Grégoire se habían levantado a eso de las ocho. Ordinariamente no se levantaban hasta una hora después, porque eran dormilones como ellos solos; pero la tempestad de la noche anterior les había desvelado. Y mientras el marido, al levantarse, salió a la huerta para ver si el viento les había hecho algún destrozo, la señora de Grégoire bajó a la cocina, en zapatillas y con una bata de franela. Aquella buena mujer, que pasaba ya de los cincuenta y ocho años, baja y regordeta, había conservado una cara sonrosada, de muñeca de porcelana, a pesar de la blancura mate de sus cabellos.

-Melania -dijo a la cocinera-; puesto que tiene usted masa, debería hacernos hoy un pastel. La señorita tardará aún media hora en levantarse, y tomaría un poco con el chocolate. ¡Eh! ¡Qué sorpresa!

La cocinera, una vieja que los servía desde hacía treinta años, se echó a reír.

-Verdaderamente será una grata sorpresa -dijo-. Tengo el horno encendido, y además, Honorina puede ayudarme.

Honorina, muchacha de veinte años de edad, a quien la familia había recogido siendo niña, y que estaba educada en la casa, hacía en la actualidad las veces de doncella. Todo el personal de la servidumbre se componía de las dos mujeres y un cochero, Francisco, que además ayudaba a todo lo que era menester; un jardinero y su mujer cuidaban del jardín, de la huerta y del corral; y como en aquella casa había costumbres patriarcales, toda aquella gente, señores y criados, vivían en paz como buenos amigos.

La señora Grégoire, que había meditado en la cama lo de la sorpresa del pastel, se quedó en la cocina para ver meter la masa en el horno. Aquella habitación, la más importante de la casa, era muy grande, estaba muy limpia y atestada de cacerolas, sartenes, y todo género de utensilios culinarios. Olía bien por todas partes. Los armarios y las alacenas estaban llenos de toda clase de provisiones.

-¡Que esté muy doradito!, ¿eh? -dijo la señora, despidiéndose para entrar en el comedor.

A pesar de que una estufa templaba toda la casa, en la chimenea del comedor ardía un magnífico fuego de hulla. Por lo demás, no se veía lujo ninguno; una mesa grande para comer, las sillas, un buen aparador de caoba, y solamente dos amplias poltronas de muelles daban fe del gusto por el bienestar y las largas digestiones reposadas.

Casi nunca iban a la sala; generalmente recibían allí, en familia.

El señor Grégoire entraba en aquel momento, vestido con un chaquetón de abrigo. Muy bien cuidado para sus sesenta años, y con facciones de hombre honrado a carta cabal. Había visto al cochero y al jardinero; ningún desperfecto importante: todo se reducía a una chimenea derribada. Por las mañanas le gustaba dar una vueltecita por La Piolaine, que ni era una posesión demasiado grande para proporcionarle quebraderos de cabeza, ni tan pequeña que le hiciera carecer de ninguna de las ventajas del propietario rural.

-¿Y Cecilia? ¿No se levanta hoy esa chiquilla? -preguntó- No sé cómo será eso. Me parecía haberla oído hace rato.

La mesa estaba puesta; había tres cubiertos encima del blanco mantel. Mandaron a Honorina fuese a ver qué le sucedía a la señorita. Pero la doncella bajó enseguida, conteniendo la risa, y hablando en voz baja, como si estuviera todavía en la alcoba de su ama.

-¡Oh! ¡Si los señores vieran a la señorita! Duerme, duerme, como un lirón. Parece mentira. ¡Da gusto verla!

El padre y la madre cambiaron una mirada de ternura. Él dijo sonriendo:

-¿Vienes a verla?

-¡Pobrecilla! -murmuró ella-. Claro está que voy.

Y subieron juntos. La alcoba de Cecilia era la única habitación verdaderamente lujosa que había en la casa; estaba tapizada de seda azul, ocupada con muebles de un gusto exquisito, de doradillo con filetes azules también; aquél era un capricho de niña mimada, satisfecho por sus padres. Entre la vaga blancura de la cama, gracias a la claridad que entraba por la entreabierta colgadura, dormía la joven con la mejilla apoyada en su brazo desnudo. No era bonita, pero tenía un aspecto muy saludable; estaba siempre sana, y se hallaba completamente desarrollada a los dieciocho años; tenía unas carnes magníficas, frescas, blancas, el pelo castaño y abundante, la cara redonda con una naricita voluntariosa, ligeramente respingada. La colcha se había caído al suelo, y la joven respiraba tan suavemente, que ni siquiera se agitaba lo más mínimo su ya abultado pecho.

-¡Este maldito viento no la habrá dejado dormir! -dijo la madre en voz baja-. ¡Pobrecita mía!

Pero el padre la hizo callar con un gesto. Uno y otro se quedaron un rato inclinados hacia el lecho, mirando con adoración, en su desnudez de virgen, a aquella hija por tanto tiempo deseada, y que había venido muy tarde, cuando ya desesperaban de que naciese. Y ella seguía durmiendo sin sentirlos, tan cerca de sí, que los semblantes de los dos casi rozaban con el suyo. De pronto, una sombra pasó rápida por su rostro inmóvil; y, temiendo despertarla, el padre y la madre se alejaron de puntillas, sin hacer el menor ruido.

-¡Chist! -dijo él, ya en la puerta-. Por si ha estado desvelada, hay que dejarla dormir ahora.

-¡Todo lo que quiera, pobrecita! -añadió la madre-. Esperaremos.

Y volvieron a bajar, y se instalaron en las poltronas del comedor, mientras las criadas, riendo del pesado sueño de la señorita, ponían, sin impacientarse, el almuerzo a la lumbre para que no se enfriara. Él había cogido un periódico, ella trabajaba en un cubrepiés de ganchillo.

Estaba la habitación muy caliente, y en la casa no se oía ni el más ligero ruido.

La fortuna de los Grégoire, que sería de unos cuarenta mil francos de renta, estaba invertida por entero en acciones de las minas de Montsou. Ellos hablaban con complacencia del origen de su capital, que databa de la fundación de aquella Compañía minera.

Allá en los comienzos del siglo pasado se había desarrollado en el país una especie de locura minera desde Lille a Valenciennes. Los primeros éxitos de los concesionarios, que más tarde formaron la Compañía de Anzin, exaltaron los ánimos. En todos los distritos de la comarca se sondaba el suelo y se formaban sociedades, y surgían concesiones en una noche. Pero entre los maniáticos de aquella época, el barón Desrumaux había dejado recuerdo por su heroica inteligencia. Durante cuarenta años luchó sin cesar contra todo género de obstáculos: con lo infructuoso de los primeros trabajos, con los filones falsos, que había que dejar después de muchos meses de trabajo; con los desprendimientos que cegaban las minas y con las repentinas inundaciones que ahogaban a los obreros; en una palabra: cientos de miles de francos inútilmente enterrados; y enseguida el barullo de la Administración, el pánico de los accionistas y la codicia de los terratenientes, que se negaban a reconocer las concesiones si no se trataba antes con ellos. Al fin acababa de fundar la sociedad Desrumaux, Fauquenoix y Compañía, para explotar la concesión de Montsou; y las primeras minas empezaban a dar algunos, aunque escasos beneficios, cuando dos concesiones contiguas a la suya, la de Cougny, que pertenecía al conde de Cougny, y la de Joiselle, que era de la Sociedad Cornille y Jenard, estuvieron a punto de arruinarle, haciéndole la competencia. Felizmente, el 23 de agosto de 1760 se firmaba un contrato entre las tres sociedades, convirtiéndolas en una sola. La Compañía de las minas de Montsou quedó formada tal y como existe en la actualidad. Para el reparto, se había dividido, según el tipo de moneda de aquella época, la propiedad total en veinticuatro sueldos, cada uno de los cuales se subdividía en doce dineros, y como cada dinero era de diez mil francos, el capital total representaba una suma de cerca de tres millones. A Desrumaux, agonizando ya pero vencedor al cabo, le habían correspondido en este reparto seis sueldos y tres dineros.

Por aquella época, el Barón tenía La Piolaine, con trescientas hectáreas de tierra, y a su servicio, como gerente a Honorato Grégoire, mozo natural de Picardía, que era el bisabuelo de León Grégoire, padre de Cecilia. Cuando se celebró el contrato de Montsou, Honorato, que conservaba guardados en un calcetín unos cincuenta mil francos, producto de sus economías, se dejó ganar, aunque temblando, por la inquebrantable fe de su amo. Sacó diez mil libras en buenos escudos, y compró un dinero, con el miedo de cometer un robo en perjuicio de sus herederos. Su hijo Eugenio percibió, en efecto, beneficios muy pequeños; y como se había hecho burgués, y había cometido la tontería de comerse tranquilamente los otros cuarenta mil francos de la herencia paterna, vivió con bastante estrechez. Pero los intereses del dinero iban subiendo poco a poco, y la fortuna empezó a sonreír ya a Feliciano, el cual pudo realizar el sueño que, siendo niño, le había hecho concebir su abuelo, el antiguo gerente del Barón, esto es, comprar La Piolaine, desprovista por entonces de gran parte de las tierras que le pertenecían, y adquirida como procedente de bienes nacionales, por una cantidad insignificante.

Sin embargo, los años siguientes fueron malos, porque hubo que aguardar el desenlace de las catástrofes revolucionarias, y luego la caída sangrienta de Napoleón. Y nadie más que León Gregoire pudo aprovecharse, en asombrosa progresión, del empleo medroso que había dado su bisabuelo a las economías que conservara en el calcetín. Aquellos miserables millares de francos crecían al compás de la prosperidad de la Compañía. Ya en 1820 producían el ciento por ciento, es decir, diez mil francos. En 1844 rentaban veinte mil, y cuarenta mil en 1850. Hasta hubo años en que los dividendos subieron a la cifra prodigiosa de cincuenta mil francos: el valor del dinero se cotizaba a un millón en la Bolsa de Lille; es decir, se había centuplicado en el transcurso de un siglo.

El señor Grégoire, a quien aconsejaron que vendiese cuando llegó a tan extraordinaria alza la cotización, se negó a ello con la sonrisa bonachona que le era habitual. Seis meses después se produjo una crisis industrial, y el dinero bajaba a seiscientos mil francos de un golpe. Pero él seguía sonriendo y sin arrepentirse, porque los Gregoire tenían una fe ciega en su mina. Ya subirían las acciones con la ayuda de Dios. Además, a esa creencia religiosa, se mezclaba una gratitud profunda hacia el papel que desde hacía más de un siglo daba de comer a la familia sin necesidad de trabajar. Era aquella acción de la sociedad minera algo así como una divinidad propia, a la cual ellos en su egoísmo, rodeaban de un verdadero culto, como el hada bienhechora del hogar, la que los mecía en su mullido lecho de pereza, la que los engordaba en su bien provista mesa de gastrónomos. Esto venía sucediendo de padres a hijos. ¿A qué arriesgarse a tentar a la suerte, dudando de ella? Así es que, en el fondo de su fidelidad, había un temor supersticioso: el miedo a que el millón de la acción que Poseían se derritiese enseguida, al convertirlo en metálico para encerrarlo en el fondo de un cajón. Lo creían mejor guardado en el fondo de la mina, de donde un pueblo entero de obreros, generaciones y más generaciones de seres hambrientos, sacaba para ellos un poquito cada día, según las necesidades.

Por otra parte, la felicidad derramaba sus dones sobre aquella casa. Siendo muy joven, el señor Grégoire se había casado con la hija de un boticario de Marchiennes, una señorita fea y sin un céntimo, a la cual adoraba y que le había hecho muy feliz. Ella se había dedicado exclusivamente al cuidado de la casa, en éxtasis delante de su marido y sin tener más voluntad que la de éste; jamás los había dividido una diferencia de gustos, y el mismo ideal de bienestar confundía sus deseos. Así vivían desde hacía cuarenta años, prodigándose todo género de ternezas y de cuidados recíprocos. Era una existencia perfectamente regulada: los cuarenta mil francos comidos sin ruido y las economías gastadas en Cecilia, cuya venida al mundo había trastornado por una temporada el presupuesto doméstico. Todavía hoy continuaban satisfaciendo todos sus caprichos; otro caballo, dos carruajes más y algunos trajes que le enviaban desde París. Pero aquello era para ellos un motivo de contento, pues nada les parecía demasiado para su hija, a pesar de que los dos tenían tal horror a las innovaciones, que seguían la moda de cuando eran jóvenes. Todo gasto al que no se le sacaba provecho, les parecía estúpido.

De pronto se abrió la puerta del comedor, y se oyó una voz fuerte, que gritaba:

-¿Qué es eso? ¿Almorzáis sin esperarme?

Era Cecilia, que acababa de saltar de la cama, y que llegaba con los ojos hinchados aún de tanto dormir. No había hecho más que recogerse el pelo y ponerse una bata de lanilla blanca.

-No por cierto, -dijo la madre-: ya ves que te esperábamos. ¿Eh, qué tal? Ese maldito viento te habrá tenido sin dormir toda la noche, ¿verdad, hijita?

La joven la miró muy sorprendida.

-¿Ha hecho viento? Pues no lo he oído; he dormido toda la noche de in tirón.

Aquello les pareció gracioso, y los tres se echaron a reír, y las criadas, que entraban con el almuerzo, soltaron también la risa, como si el que la señorita hubiera dormido doce horas de un tirón fuera un motivo de alegría para todos los de la casa. La vista del pastel acabó de poner alegres todos los semblantes.

-¡Cómo! ¿Está ya hecho? -decía Cecilia-. Buena sorpresa me habéis preparado. ¡Qué rico va a estar, así calentito, con el chocolate!

Y se sentaron a la mesa, donde ya humeaba el chocolate, hablando largo rato del pastel. Melania y Honorina, en pie, daban pormenores sobre el dulce y la manera de hacerlo, y miraban a sus amos atracarse de lo lindo, asegurando que daba gusto hacer pasteles para que los señores les hicieran tan bien los honores.

De pronto los perros comenzaron a ladrar; creyeron que sería la maestra de piano que iba desde Marchiennes todos los lunes y todos los viernes. Cecilia recibía también las lecciones de un profesor de literatura. Toda la educación de la joven se había hecho en La Piolaine, en una feliz ignorancia, entre sus caprichos de niña mimada, que tiraba el libro por la ventana cuando le aburría una lección.

-Es el señor Deneulin -dijo Honorina, que había ido a ver quién era.

Y detrás de ella entró en el comedor, sin cumplidos, Deneulin, un primo de Grégoire, alto, apuesto, de fisonomía animada, y con todo el aire de un oficial de caballería. Aunque pasaba ya de los cincuenta años, sus cabellos, cortados a punta de tijera, y sus grandes y espesos bigotes, conservaban toda su negrura.

-Sí, yo soy. Buenos días. Que nadie se moleste. No hay que levantarse.

Y tomó asiento, mientras la familia le saludaba afectuosamente y acababa de tomar el chocolate.

-¿Qué te trae por aquí? -preguntó el señor Grégoire.

-Nada, absolutamente nada -se apresuró a decir Deneulin-. Salí a dar un paseo a caballo, y como pasaba por la puerta de vuestra casa, quise entrar a daros los buenos días.

Cecilia preguntó por Juana y Lucía, sus hijas. Estaban muy bien: la primera no soltaba los pinceles, mientras la otra, la mayor, no pensaba más que en cantar, acompañándose al piano todo el santo día. Y en su voz se notaba un ligero temblor, cierto malestar, que procuraba disimular fingiendo alegría.

El señor Grégoire replicó:

-¿Y en la mina, andan los negocios a tu gusto?

-¡Caramba! Me sucede lo que a todos; estoy fastidiado con esta maldita crisis que atravesamos. ¡Ah! Bien pagamos los años prósperos. Se han hecho demasiadas obras, demasiados ferrocarriles; se ha inmovilizado demasiado capital con la esperanza de una producción formidable. Y, es claro, hoy el dinero está muerto, y no hay medio de hacer funcionar todo eso. Afortunadamente, la situación no es desesperada, y se saldrá de este mal paso.

Lo mismo que su primo, había heredado una acción de las minas de Montsou. Pero como él era ingeniero, muy emprendedor, y deseaba poseer una fortuna real, se había apresurado a vender cuando las acciones se cotizaban a un millón. Hacía ya varios meses que estaba madurando un plan. Su mujer había aportado al matrimonio la pequeña concesión de Vandame, donde no había más que dos minas abiertas, Juan Bart y GastónMaría, en un estado de abandono tal, con un material tan antiguo y deficiente, que apenas cubrían gastos. Pues bien: ansiaba reparar Juan Bart, poniéndole maquinaria nueva, y ensanchando los pozos, a fin de extraer más y dejar Gastón-María nada más que para desahogo. Indudablemente, decía él, allí se va a sacar oro a paladas. La idea era buena. Pero el millón se había gastado en mejoras, y aquella maldita crisis industrial estallaba precisamente en el momento en que importantes beneficios le iban a dar la razón.

Por otra parte, mal administrador, de una bondad brusca, pero extremada, para sus obreros, se dejaba saquear desde la muerte de su mujer, abandonando la dirección administrativa de su casa a sus hijas, de las cuales la mayor estaba siempre hablando de dedicarse al teatro, y la más pequeña había enviado ya a las exposiciones varios cuadros que no le habían admitido; una y otra, sonrientes siempre, en medio de los apuros propios de los malos negocios, se preocupaban poco de la ruina que les amenazaba, porque pretendían ser muy mujeres de su casa y saber defenderse contra esa calamidad.

-Mira, León -replicó Deneulin, con la voz poco segura-, hiciste mal en no vender cuando yo. Y si me hubieras creído y me hubieras confiado tu dinero, sabe Dios cuantas cosas buenas habríamos hecho en nuestra mina de Vandame.

El señor Grégoire, que acababa de tomar el chocolate con la mayor calma, respondió tranquilamente:

-¡Jamás! Bien sabes que yo no sé, ni quiero especular. Vivo tranquilo, y sería una estupidez buscarme quebraderos de cabeza con los negocios. Por lo que toca a las acciones de Montsou, por mucho que bajen, siempre nos darán para vivir. ¡No hay que tener tanta ambición! Además, ten presente que, como te he dicho muchas veces, te has de arrepentir, porque las Montsou han de volver a subir, y puedes tener la seguridad de que los hijos de los hijos de Cecilia han de tener mucho dinero.

Deneulin lo escuchaba sonriendo con cierta turbación.

-¿De modo que si te dijera que invirtieses cien mil francos en mi negocio, te negarías?

Pero al ver la turbación de los Grégoire, se arrepintió de haber caminado tan de prisa, y se propuso aplazar para más tarde sus planes de hacer un empréstito, reservándolos para un caso apuradísimo.

-¡Oh! ¡No es que lo necesite!; ¡Era una broma! ¡Qué demonio! Tal vez tengas razón; el dinero que se gana sin trabajar es el que más engorda.

Cambiaron de conversación. Cecilia volvió a preguntar por sus primas, cuyas aficiones la preocupaban. La señora de Grégoire prometió que llevaría a Cecilia a casa de sus primas el primer día que hiciese sol. Pero el señor Grégoire, con aire distraído, no estaba en la conversación; y al cabo de un momento continuó hablando en voz alta:

-Yo, si estuviera en tu pellejo, no me empeñaría en hacer imposibles, y procuraría entrar en tratos con los de Montsou. Cree que lo desean mucho, y que recuperarías fácilmente el dinero.

Aludía al odio inmemorial que se profesaban los concesionarios de Montsou y de Vandame. A pesar de la poca importancia de esta última Sociedad, su poderosa vecina se moría de rabia viendo enclavado en sus vastísimas posesiones aquel trozo de terreno que no le pertenecía, y después de haber procurado inútilmente arruinarla, se hacía la ilusión de poderla comprar por poco dinero, cuando fuesen mal los negocios de Vandame. Mientras tanto, continuaban haciéndose una guerra sin cuartel, despiadada, por más que los directores e ingenieros de una y otra mantenían corteses relaciones.

Los ojos de Deneulin habían brillado furiosos.

-¡Jamás! -exclamó con énfasis-. Mientras yo viva, los de Montsou no serán dueños de Vandame. El jueves comí en casa de Hennebeau, y noté que trataba de conquistarme. Ya el otoño pasado, cuando estuvieron aquí los consejeros de Administración de la Compañía, me hicieron mil carantoñas. ¡Sí! ¡Buenos están! ¡Conozco yo a esos duques y marqueses, a esos generales y ministros, más que las madres que los parieron! Unos bandidos, capaces de quitarle a uno la camisa, si lo encontraran en un camino.

No transigiría por nada del mundo. Por otra parte, el señor Grégoire defendía al Consejo de Administración de Montsou, compuesto de los consejeros nombrados por el contrato de 1760, que gobernaban la Compañía despóticamente, y de los cuales vivían cinco, que a la muerte de cada uno elegían al nuevo consejero entre los accionistas más ricos e influyentes. La opinión del propietario de La Piolaine, cuyos modestos gustos hemos descrito, era que aquellos señores faltaban a menudo a las conveniencias, por su excesivo amor al dinero.

Melania había empezado a quitar la mesa. Los perros volvieron a ladrar, y ya Honorina se dirigía a la puerta, cuando Cecilia, a quien sofocaban el calor y lo mucho que había comido, se levantó de la mesa:

-No, deja; debe ser mi profesora.

También Deneulin se había levantado. Cuando vio que la joven no estaba allí, preguntó sonriendo:

-¿Y esa boda con Négrel?

-No hay nada decidido todavía -contestó la señora de Grégoire-, un proyecto en embrión. Es preciso pensarlo.

-Es verdad -contestó el pariente con su acostumbrada sonrisa-. Creo que la tía y el sobrino… Y lo que más me sorprende es que la señora Hennebeau, conociendo el proyecto, demuestre tanto entusiasmo por Cecilia.

Pero el señor Grégoire se indignó. ¡Una persona tan distinguida y que tenía catorce años más que su sobrino! Eso era monstruoso, y no le gustaba que se tuvieran aquellas bromas en su casa. Deneulin, sin dejar de sonreír, le estrechó la mano, y se fue.

-Pues no era la profesora tampoco -dijo Cecilia, volviendo a entrar en el comedor-. Es aquella mujer de un minero, que nos encontramos el otro día… aquella mujer de un minero, que viene con sus dos hijos. ¿Entran aquí?

Hubo un momento de duda. ¿Estarían muy sucios? No, no mucho; y además, dejarían los zuecos en la antesala.

El padre y la madre, que habían vuelto a repantigarse cómodamente en sus butacas, se acabaron de decidir por no variar de postura y tener que salir del comedor.

-Que entren, Honorina.

Entonces entraron la mujer de Maheu y sus dos pequeñuelos, los tres muertos de frío, hambrientos, asustados de verse en aquella sala donde hacía tanto calor y olía tan bien a pastel.

 

Capítulo 2

En el cuarto de Maheu, que, como hemos dicho, se había quedado todo en silencio y a oscuras, había ido luego entrando poco a poco la claridad por entre las rejillas de las persianas; el aire, sin renovar, se iba haciendo cada vez más pesado, y todos continuaban durmiendo a pierna suelta:

Leonor y Enrique, el uno en los brazos del otro, y Alicia con la cabeza echada atrás, apoyada en su joroba, mientras el abuelo Buenamuerte, que ocupaba la cama de Zacarías y de Juan, roncaba con la boca abierta. No se oía ni el menor ruido en el gabinete donde la mujer de Maheu se había quedado durmiendo y dando de mamar a Estrella, con la cabeza echada a un lado, su hija recostada sobre ella, y durmiendo a su vez después de harta de mamar.

El cu-cu de abajo dio las seis. Por todo el barrio se oyó ruido de puertas que se abrían y cerraban; después el de los zuecos pisando sobre las losas de las aceras: eran las cernedoras, que se iban a la mina. Y volvió a reinar el silencio hasta las siete.

A esa hora se descorrieron las persianas, y a través de las paredes se oyeron toses y bostezos. Pero en el cuarto de los Maheu nadie se despertaba.

De pronto, un ruido terrible de gritos y bofetadas que se oían a lo lejos hizo incorporarse a Alicia. Tuvo conciencia de la hora que era, y, saltando de la cama, fue a despertar a su madre.

-¡Mamá, mamá!; es muy tarde, y tienes que salir! Cuidado, que vas a aplastar a Estrella. Y salvó a la niña, medio ahogada ya por la masa de carne de los pechos.

-¡Maldita suerte! -murmuraba la mujer de Maheu, restregándose los ojos-. Está una tan cansada, que no se levantaría en todo el día. Viste a Leonor y a Enrique, para que vengan conmigo, y tú cuidarás de Estrella, porque no quiero llevarla, no vaya a ponerse mala con este tiempo tan crudo.

Mientras tanto, se lavaba apresuradamente, y se ponía una faldilla azul, ya muy vieja, que era la mejor que tenía, y un gabán de lana gris, al cual había puesto dos o tres remiendos el día antes.

-¿Y la sopa? ¡Maldita suerte! -volvió a murmurar.

Mientras su madre bajaba al comedor, tropezando con todo, Alicia volvió a la alcoba con Estrella en brazos. Ésta se había puesto a llorar otra vez. Pero estaba acostumbrada a los berridos de su hermana, y a pesar de sus ocho años escasos tenía ya astucias de mujer para engañar y entretener a la pequeña. La echó en su cama, aún caliente, y la durmió, metiéndole el dedo en la boca para que chupase.

Ya era tiempo, porque en aquel momento estallaba otra disputa entre Leonor y Enrique, que habían despertado al fin y entre los cuales tuvo ella que poner paz. Aquellos dos muchachos no congeniaban, ni estaban en paz y abrazados más que cuando dormían. La niña, que tenía seis años, se enredaba a pescozones con su hermanito, más pequeño, desde que se levantaban, y el pobre Enrique los sufría sin devolverlos. Los dos tenían la cabeza muy grande y desproporcionada, cubierta de encrespados cabellos pelirrojos. Fue menester, para que se restableciese la paz, que Alicia tirase a su hermana de los pies, amenazándole con arrancarle la piel a fuerza de azotes. Luego hubo llantos y furias al irlos a lavar y a vestir. No querían abrir la ventana, para que no se despertase el abuelo Buenamuerte, que seguía roncando en el camastro de sus nietos.

-¡Vamos, ya está esto! ¿Habéis acabado? -gritó la mujer de Maheu.

Había abierto las ventanas y avivado la lumbre, echándole más carbón. Su esperanza consistía en que el viejo no se hubiera comido la sopa. Pero como encontró el pucherete completamente limpio, puso a cocer un poco de verdura que tenía escondida. Tendrían que resignarse a beber agua, porque no debía de quedar café, ni mucho menos manteca; así es que se quedó sorprendida al ver que Catalina había hecho el milagro de dejar un poco de cada cosa. En cambio, el armario estaba completamente vacío: nada, ni una corteza de pan, ni un hueso que roer. ¿Qué iba a ser de ellos, si Maigrat se empeñaba en no fiarles más, y si las señoras de La Piolaine no le daban siquiera un par de francos? Porque cuando su marido y sus hijos volviesen del trabajo, había que comer irremisiblemente.

-¿Bajáis, o no? -gritó de nuevo-. Ya debía haberme ido.

Cuando Alicia y los dos niños entraron en la sala, dividió la verdura en tres platos. Ella no quería, porque no tenía ganas, según dijo. Aunque Catalina había vuelto a pasar por el colador el café del día antes, volvió a hacer lo mismo, y se bebió dos tazas seguidas de aquel brebaje, que parecía agua sucia. Pero, en fin, bueno estaba; al menos le quitaría el hambre, y la haría entrar en calor.

-Oye -dijo, dirigiéndose a Alicia-, ten cuidado de que no se despierte tu abuelo y de que no se rompa Estrella la cabeza; si se despierta y llora mucho, aquí tienes un terrón de azúcar, lo deshaces en agua, y le das unas cucharadas. Ya sé que eres buena, y que no te lo comerás tú.

-¿Y la escuela, mamá?

-¿La escuela? Otro día irás, porque hoy te necesito.

-¿Quieres que haga yo la comida, si vienes tarde?

-La comida, la comida… No; espera a que yo vuelva.

Alicia, que tenía la precoz inteligencia de casi todos los niños enfermos, sabía guisar muy bien. Pero debió de comprender lo que significaba la negativa de su madre, y no insistió. Estaba ya en pie toda la gente del barrio; bandadas de muchachos se dirigían a la escuela, haciendo sonar estrepitosamente sus zuecos en las losas de la calle. Dieron las ocho; de la casa contigua, donde vivían los Levaque, salía el ruido de animadas conversaciones. Las mujeres empezaban a trabajar en sus casas, afanándose alrededor de sus cafeteras, con los brazos en jarras y meneando las lenguas como aspas de molino. Una cara ajada, de labios gruesos, de nariz chata, se acercó a la ventana de la sala de los Maheu, diciendo:

-¡Hola, vecina! ¿Sabes que hay novedades?

-Bueno, bueno; luego me las contarás -contestó la mujer de Maheu-, tengo que salir.

Y temiendo caer en la tentación de ponerse a chismorrear, agarró de la mano a Leonor y a Enrique, y salió con ellos. En el piso de encima, el viejo Buenamuerte seguía roncando como un bendito.

Al salir a la calle, la mujer de Maheu se quedó sorprendida, notando que el viento había cesado completamente. Estaba deshelando, pero hacía un frío intensísimo; el cielo tenía color de tierra, las paredes chorreaban a causa de la humedad, los caminos estaban intransitables por el mucho barro, un barro especial, que sólo se conoce en el país del carbón, negro y tan áspero, que se dejaba uno en él la suela de los zapatos. Al poco rato tuvo que dar una bofetada a Leonor, porque la chicuela se entretenía en recoger el barro con la punta de sus zuecos, como si fueran una pala.

-¡Verás, verás tú, grandísimo tunante, si te cojo y te rompo el alma, para que no hagas más bolitas!

Era que Enrique había recogido un puñado de barro y se entretenía en hacer bolas con él. Los dos chiquillos, escarmentados por igual, entraron en orden, y ya muy formales siguieron andando con trabajo porque los piececillos se les clavaban en el fango a cada paso.

Por el lado de Marchiennes la carretera se extendía, bien cuidada, durante un par de leguas; pero por el de Montsou el camino tenía mucha cuesta, y estaba lleno de baches; en cambio, estaba mucho más animado porque a sus bordes comenzaba el pueblo. Multitud de casitas, pintadas unas de amarillo, otras de azul, otras con cal blanca, animaban el paisaje. Se veían también algunas casas más grandes, de dos pisos; estaban destinadas a vivienda de los jefes de taller. Una iglesia, también de ladrillos, que parecía un modelo de fábrica de nueva arquitectura, con su campanario cuadrado en forma de chimenea, y ennegrecido por el polvillo de carbón que invadía toda la campiña, era el edificio más saliente de todos. Ya dentro del pueblo, y aun en los caseríos de la carretera, predominaban las tiendas de bebidas, las tabernas, los despachos de cerveza, tan numerosos, que entre las mil casas del pueblo había quinientas tabernas lo menos.

Al aproximarse a las canteras de la Compañía, que eran una vasta serie de almacenes y talleres, la mujer de Maheu se decidió a coger un chico de cada mano. A la entrada de aquéllas se veía el palacio del director, señor Hennebeau; una especie de chalet enorme, separado del camino por una verja, y seguido de un jardín, donde crecían algunos árboles raquíticos. Precisamente a la puerta había un carruaje, del que se apearon un caballero y una señora envuelta en un abrigo de pieles: sin duda, alguna visita de París que había llegado aquella mañana a la estación de Marchiennes, porque la señora Hennebeau, que salió a recibirlos, lanzó una exclamación de sorpresa y alegría.

-¿Queréis andar, demonios? -gruñó la mujer de Maheu, tirando de sus dos hijos, que se atascaban en el fango.

Llegó a casa de Maigrat muy emocionada. Maigrat vivía al lado del palacio del director; una tapia separaba el hotel del señor Hennebeau de la estrecha vivienda que habitaba el comerciante, quien tenía un almacén y una tiendecilla, cuya puerta daba a la carretera. En ella vendía un poco de todo: especias, salchichería, frutas, pan, cerveza y objetos de fantasía. Había sido vigilante en la mina Voreux, y luego, al abrir tienda, empezó con una muy pequeña; pero después, gracias a la protección decidida de sus jefes, la había agrandado, aumentando su comercio, y acabando por matar la venta al por menor en Montsou. Acaparó las mercaderías, y su importante clientela de obreros le permitía vender a precios más baratos y abrir créditos mayores que todos los demás tenderos. Por otra parte, seguía siendo el protegido de la Compañía, que le había hecho de nueva planta la tienda y el almacén.

-Aquí estoy otra vez, señor Maigrat -dijo la mujer de Maheu con humildad al verle en la puerta.

Él la miró sin contestarle. Era un hombre alto, grueso, fornido, que pretendía ser enérgico, y que cuando tomaba una resolución, ésta era siempre irrevocable.

-Vamos, no me despida como ayer. Necesitamos comer pan, de aquí al lunes. Es verdad que hace dos años le debemos sesenta francos; pero…

Y siguió hablando con frase entrecortado y voz poco segura. Aquélla era una deuda antigua, contraída durante una huelga. Veinte veces habían prometido pagarla; pero como no podían, apenas le daban cuarenta sueldos cada quincena. Además, les había sucedido una desgracia; habían tenido que pagar veinte francos a un zapatero que quería embargarles, y por eso no tenían ni un céntimo. Si no, hubieran podido tirar hasta el sábado, como los demás compañeros.

Pero Maigrat, sin abrir la boca, sin mirarla siquiera, recostado en el quicio de la puerta, y con los brazos cruzados sobre el pecho, contestaba que no con la cabeza a cada una de aquellas súplicas.

-Nada más que pan, señor Maigrat. Ya ve que soy razonable; no quiero café, sólo dos panes de tres libras todos los días.

-¡No! -exclamó él al fin con toda su fuerza.

Su mujer había aparecido en aquel momento; era una pobre criatura, endeblucha, que pasaba los días sobre su libro de cuentas sin atreverse siquiera a levantar la cabeza. Pero se marchó enseguida, compadecida de aquella infeliz, que le dirigía miradas suplicantes. Se decía de ella que prestaba de buen grado el lecho conyugal a las muchachas de los parroquianos. Era cosa sabida: cuando un minero deseaba una prórroga de crédito, no tenía más que mandar a su hija o a su mujer, fuesen guapas o feas, con tal de que se mostraran complacientes.

La mujer de Maheu, que seguía suplicando con la vista, se sintió turbada ante la insistencia de los ojillos de Maigrat, que la contemplaban de un modo extraño. Aquello la puso fuera de sí; lo hubiera comprendido antes de tener siete hijos, cuando era joven y guapa. Y se marchó de allí arrastrando a Leonor y a Enrique, que se entretenían en recoger las cáscaras de nuez que había en el suelo de la tienda.

-Acuérdese de lo que le digo, señor Maigrat; esto le traerá alguna desgracia.

No le quedaba ya más esperanza que los señores de La Piolaine. Si éstos no le daban siquiera un par de francos, se morirían todos de hambre en su casa.

Había tomado el camino de Joiselle. Allá, a la izquierda, en un recodo de la carretera, estaba el palacio del Consejo de Administración, magnífico edificio, donde todos los años se reunían señorones de París, y príncipes, y generales, a celebrar con grandes banquetes el aniversario del establecimiento de la Compañía. Mientras caminaba iba gastando mentalmente los dos francos: primero pan, luego un poco de café, enseguida manteca y patatas para las sopas de por la mañana y el guisote de al mediodía, y tal vez pudiera permitirse también el lujo de un poco de carne de cerdo: su marido necesitaba tomar carne en alguna comida.

Se encontró con el cura de Montsou, el padre Joire, que pasaba por allí, remangándose la sotana con la delicadeza propia de un gato mimado y bien nutrido que teme mojarse la cola. Era un hombre de buen carácter, vivía en paz con todo el mundo, y procuraba ocuparse lo menos posible de las cosas de la vida.

-Buenos días, señor cura.

El padre Joire no se detuvo: dirigió una sonrisa a los niños, y la dejó plantada en medio del camino. La mujer de Maheu no tenía religión; pero, sin saber por qué, había supuesto que aquel cura iba a darle algo. Y continuó su camino por en medio del lodazal que produjeran las últimas lluvias.

Tenía que andar dos kilómetros más, y le era necesario tirar de los chicos, que ya no podían con su alma, y que, rendidos de cansancio, habían dejado de estar alegres y juguetones.

A un lado y otro del camino se veían casas iguales a las de antes: los mismos edificios de ladrillos con sus grandes chimeneas, ennegrecidas por el humo y el polvillo del carbón. Y más allá los campos áridos, inmensos, semejantes a un desierto negro, sin que la monotonía del paisaje se alterara en lo más mínimo hasta que la vista tropezaba en el horizonte con la línea verde oscuro del bosque de Vandame.

-Llévame en brazos, mamá.

Y ella los llevaba un rato a uno y otro a otro, por turno. El camino estaba lleno de charcos, y la pobre mujer se levantaba las faldas hasta la rodilla, temiendo llegar demasiado sucia. Dos o tres veces se vio a punto de caer, porque el suelo estaba muy resbaladizo, y cuando al fin llegaron a La Piolaine, tres perros enormes se abalanzaron hacia ellos, ladrando con tal furia, que los niños se asustaron. Hubo necesidad de que el cochero cogiese un látigo.

-Quitaos los zuecos y entrad -les dijo Honorina.

En el comedor, la madre y los chicos se quedaron inmóviles, aturdidos por la brusquedad del cambio de temperatura, y turbados ante las miradas de aquellos dos señores viejos, repantigados en sus sillones.

-Hija mía -dijo la señora Grégoire-, desempeña tu cometido.

Los señores Grégoire dejaban a Cecilia la tarea de dar sus limosnas. Aquello entraba en su plan de buena educación. Era necesario ser caritativo, y añadían ellos mismos que su casa era para los pobres la casa de Dios. Además, se alababan de hacer la caridad de un modo inteligente y cuidadoso, para no ser víctimas de engaños que pudieran alimentar el vicio. Así es que nunca daban dinero, ¡jamás!, ni dos céntimos, porque era cosa sabida que en cuanto un pobre cogía algunos cuartos iba a gastarlos en vino o en cerveza. Sus limosnas se hacían siempre en especie, y principalmente en ropas de abrigo, que distribuían en invierno a los niños indigentes.

-¡Oh, pobrecillos! -decía Cecilia mirando a Leonor y a Enrique-. ¡Qué pálidos están de haber andado al frío! Honorina, sube a mi cuarto, y tráeme un paquete que tengo allí.

Las criadas también miraban a aquellos miserables con la compasión poco profunda de gente que tiene la comida asegurada. Mientras la doncella subía al cuarto de la señorita, la cocinera, por curiosidad y haciéndose la distraída, continuaba de pie junto a la mesa, con las manos cruzadas y sin llevarse el pastel.

-Precisamente -continuó Cecilia-tengo todavía dos trajecitos de lana de mucho abrigo. ¡Ya verá qué bien les están a estos pobrecitos!

-Muchas gracias, señorita. Son ustedes muy bondadosos.

Las lágrimas le habían humedecido los ojos; se creía segura de conseguir los dos francos, y no la preocupaba más que la forma en que debía pedirlos, si no se los ofrecían antes. La doncella no bajaba, y hubo un momento de embarazoso silencio. Los dos chicos no quitaban los ojos del pastel.

-¿No tenéis más que estos dos? -preguntó la señora Grégoire, por romper el silencio.

-¡Oh no, señora; tengo siete!

El señor Grégoire, que había vuelto a emprender la lectura de su periódico, tuvo un sobresalto de indignación.

-¡Siete hijos! ¡Virgen Santísima!

-Eso es una imprudencia -añadió su esposa.

La mujer de Maheu hizo un vago ademán de excusas.

-¿Qué quiere usted? -dijo-. Esas cosas no se piensan, y los hijos vienen naturalmente. Además, cuando son mayores, ganan dinero y ayudan a los gastos de la casa. Su familia, por ejemplo, viviría regularmente, si no fuera porque tenían en casa al abuelo, que ya no estaba el pobre para nada, y si no existieran más que los dos hijos mayores y su hija Catalina, que podían bajar a la mina. Pero era necesario dar de comer también a los pequeños, que no servían aún para nada.

-Según eso -dijo la señora de Grégoire-, hace mucho tiempo que trabajáis en las minas. Una sonrisa silenciosa animó el lívido semblante de la mujer de Maheu.

-¡Ah! ¡Sí, sí, señora! Yo trabajé en ellas hasta la edad de veinte años. El médico dijo que me moriría si seguía trabajando, cuando tuve el segundo parto. Además, por entonces fue cuando me casé, y tenía bastante que hacer en mi casa. Pero la familia de mi marido trabaja en las minas desde tiempo inmemorial. Creo que empezó el abuelo del abuelo de mi marido; en fin, qué sé yo. Desde que se dio el primer golpe de pico en la mina Réquillart.

Otra vez el señor Grégoire había dejado el periódico, y contemplaba con expresión singular a la pobre mujer y a sus dos hijos, con aquella carne de color de cera, con aquellos cabellos despeinados, roídos por la anemia y con la fealdad triste de la gente hambrienta. Sobrevino otro momento de silencio, interrumpido tan sólo por el chisporroteo de la lumbre en la chimenea. En el comedor se disfrutaba de esa tranquilidad, de ese colorcito agradable, característico en el hogar de los burgueses ricos.

-¿Qué hace esa muchacha? -dijo Cecilia, impaciente-. Melania, sube a decirle que el paquete está en la última tabla del armario, a la izquierda.

El señor Grégoire terminó de formular en voz alta las reflexiones que le inspiraba la vista de aquellos pobres diablos.

-La verdad es que las cosas de este mundo andan mal; pero preciso es confesar también, buena mujer, que los obreros no suelen ser precavidos. Así, en vez de economizar algún cuarto, como hace la gente del campo, nuestros mineros beben, contraen deudas y acaban por carecer de lo necesario para mantener a sus hijos.

-El señor tiene razón -contestó tranquilamente la mujer de Maheu-. No todos andan por buen camino. Eso les digo a muchos cuando se quejan. Yo he tenido suerte, porque mi marido no bebe. Algunos domingos toma una copa de más; pero, en fin, eso sucede rara vez. La cosa es tanto más de agradecer, cuanto que antes de casarnos estaba siempre como una cuba, y ustedes perdonen la expresión. Y, sin embargo, maldito si adelantamos gran cosa con que sea hombre de bien. Hay algunos días, como hoy, por ejemplo, que no se encuentra en casa ni un cuarto, ni un mendrugo de pan.

Quería preparar el terreno para que le ofreciesen los dos francos, y continuó explicándoles la deuda fatal que habían contraído, pequeña al principio, más grande después, y por fin insoportable para sus escasos recursos. Mientras se cobraba puntualmente las quincenas, menos mal; pero en cuanto que por cualquier causa se retrasaba el cobro, aunque sólo fuera un día, no había ya medio de volverse a poner al corriente. La situación iba empeorando cada vez más, y los hombres se cansaban de trabajar, viendo que no sacaban ni lo indispensable para comer. Nada, no había remedio; no volvía uno a nivelarse en toda la vida. Además, era necesario comprender la razón: los carboneros necesitaban un jarro de cerveza de cuando en cuando para quitarse el polvo de la garganta. La cosa empezaba por ahí, y concluía por no salir el hombre de la taberna cuando estaba disgustado. Quizás fuera (y esto lo decía con el debido respeto y sin quejarse de nadie) que no pagaban a los obreros como era debido.

-Yo creía -dijo la señora Grégoire-que la Compañía les daba casa y lumbre. La mujer de Maheu miró oblicuamente la chimenea del comedor.

-Sí, sí; nos dan carbón, no muy bueno, pero, en fin, que arde. En cuanto a la casa, no nos hacen pagar más que seis francos al mes; parece que no es nada, y muchas veces no se pueden pagar. A mí, por ejemplo, aunque me hiciesen pedazos hoy, no me sacarían ni un cuarto. Donde no hay, no hay.

El señor Grégoire y su esposa callaban, cómodamente arrellanados en las butacas, y empezando a sentir cierto malestar ante el espectáculo de aquella miseria. Ella temió haberlos ofendido, y añadió con su aire tranquilo de mujer práctica:

-Todo esto no lo digo por quejarme. Las cosas están así, y es preciso aceptarlas como son, tanto más, cuanto que hiciéramos lo que hiciéramos estaríamos lo mismo. Así es que lo mejor, ¿no les parece?, es dedicarse a cumplir los deberes que Dios nos ha impuesto a cada cual.

El señor Grégoire aplaudió mucho la reflexión.

-Con tales sentimientos, está uno siempre por encima del infortunio.

Honorina y Melania entraron con el paquete. Cecilia lo deshizo, y sacó los dos trajecitos, unas medias y unos mitones para cada chico. Todo les iba a sentar muy bien, y la joven se apresuraba a ponerles la ropa, porque acababa de llegar su maestra de piano, y no era cosa de hacerla esperar. Así es, que empujaba suavemente a la madre y los chicos hacia la puerta.

-Estamos tan atrasados -balbuceó la mujer de Maheu-, que si tuviésemos siquiera una moneda de dos francos…

La frase quedó sin concluir, porque los Maheu eran orgullosos, y no mendigaban nunca. Cecilia, intranquila, miró a su padre; pero éste se negó rotundamente, como quien cumple un deber sagrado.

-No; dinero no damos.

Entonces la joven, compadecida de la cara descompuesta de la pobre mujer, quiso mimar a los niños. Las dos criaturas seguían mirando con ansia el pastel, y Cecilia cortó dos pedazos grandes y dio uno a cada uno.

- ¡Tomad, esto para vosotros!

Y bajo las miradas enternecidas del padre y de la madre, la señorita de Grégoire acabó de llevarlos hasta la puerta. Las pobres criaturas, que estaban muertas de hambre, salieron de allí, sin embargo, con el pastel en las manos, que apenas podían mover de frío.

La mujer de Maheu arrastró a sus hijos fuera de la casa, sin reparar en el camino lleno de barro, ni en el frío siquiera en los desiertos campos, ni en el cielo encapotado y triste. Decidida a entrar en casa de Maigrat al pasar de vuelta por Montsou, entró, y tanto suplicó, que acabó por sacarle dos panes, algunas otras provisiones, y hasta los dos francos que necesitaba, porque debemos advertir que aquel hombre era también prestamista, a una semana de plazo. No la quería a ella; a quien deseaba era a Catalina; la mujer de Maheu lo comprendió así, cuando le recomendó mandase a su hija por lo que les hiciese falta.

Pero eso ya se vería. Catalina era muy capaz de abofetearle si se propasaba con ella.