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28 de diciembre


Querido diario:


Acabo de darme cuenta de que el mundo de la publicidad se puede resumir en una palabra: «Mierda».

En efecto, la palabra que se esconde detrás de todos los eslóganes publicitarios, incluso los más famosos, como «Just do it» de Nike, «I’m lovin’ it» de McDonald’s o «Porque tú lo vales» de L’Oreal, es «mierda».

Se trata de conseguir que el cliente piense que esas zapatillas deportivas de cien dólares son mucho mejores que las de veinte dólares, a pesar de que están fabricadas con los mismos materiales. Se trata de hacer creer a la gente que el Big Mac es la hamburguesa más rica del mundo, aunque lleve demasiados alimentos procesados, esté algo seca y rezume esa sustancia de color rosa. Y, por último, pero no menos importante, se trata de conseguir que todas las mujeres piensen que usar el último lápiz de labios de L’Oreal y su rímel waterproof conseguirá que se parezcan a una celebridad famosa por sus ganancias millonarias.

Como directora de marketing de Statham Industries, la compañía de software número uno del país, tengo el privilegio de oír mierdas como esa todos los días. La empresa en la que trabajo produce móviles, portátiles, tablets…, etcétera, y cada producto necesita un lema inteligente, así como una campaña de promoción a lo largo de muchos meses antes de que lo lancen de forma oficial.

Mi trabajo consiste en asegurarme de que solo las campañas con las mejores ideas llegan al comité de aprobación, así que, en realidad, no debería enviar nada. Nunca.

Mi equipo está formado por universitarios recién graduados y futuros editores —Dios bendiga sus pobres y desgraciadas almas—; algunos tienen potencial, pero la mayoría son solo cabezas huecas. Cada vez que rechazo sus propuestas —llenas de notas escritas con tinta roja— se empiezan a quejar: «¿Por qué no puedes aprobarla? ¿Por qué no la envías de todas formas?». ¡Tengo un cum laude en el máster de Marketing!, y, al parecer, eso no significa nada en el mundo real.

Esos genios de los que hablo me han presentado los siguientes eslóganes para el próximo modelo de móvil de Statham Industries (que será el mayor competidor del iPhone), sPhone (porque la S va después de la I):

«El nuevo sPhone. Porque podemos».

¿Lo ves? Tengo que escuchar —¡y sin reírme!— este tipo de mierda durante horas y horas.

Para empeorarlo todo, el director general de la compañía —que nunca aparece en ningún sitio— no hace más que enviar memorandos sobre políticas empresariales sin sentido. Hace poco, por ejemplo, se le ocurrió dividir el aparcamiento por horas para conseguir que sus empleados regresen a casa lo más rápidamente posible, aunque la verdadera razón es para que nadie haga horas extra, ya que los coches que permanecen aparcados son retirados por la grúa cuando exceden en más de quince minutos el tiempo estipulado.

¿No es ridículo?

También se le ha ocurrido pagar dos millones de dólares a un idiota para que hable con todos los empleados de la compañía, un imbécil que ha prohibido las bolsas de cacahuetes y las galletas energéticas para impulsar la creatividad de los trabajadores.

Ahora tenemos que asistir semanalmente a sesiones zen, asistir a grupos de terapia mensualmente y pasar al menos treinta minutos al día escribiendo en el «Diario zen», es decir, en ti.

Sí, puedes creerlo o no, pero casi acabas en la basura hace unos segundos, con el resto de esa inútil mierda zen. Sin embargo, algo me ha impulsado a reconsiderar la idea una vez que he hojeado tus páginas vacías…, así que he decidido utilizarte como dispositivo terapéutico.

Te odio, y odio también mi patética carrera profesional.


Claire.


P. D.: Te juro que por lo general no maldigo tanto…, al menos a propósito…

1,5

Claire

En verano ya estaba divorciada, pero no sabía qué hacer de mi vida. Todo lo que conocía, todo lo que era, estaba entrelazado con Ryan. Era una gran parte de mí, un pedazo de mi identidad, y no sabía cómo demonios vivir sin él.

Quería comportarme igual que la protagonista de esa película, Come, reza, ama: viajar por el mundo tratando de encontrarme a mí misma mientras probaba nuevos alimentos, absorbiendo otras culturas y follando de forma imprudente con un joven y guapísimo brasileño. Sin embargo, sabía que era imposible: tenía deudas, me aterraba ir en avión y si estaba demasiado tiempo sin ver a mis hijas acabaría loca.

Así que opté por dar largos paseos por el parque, caminatas en las que solía terminar acurrucada contra una roca, sollozando hasta que me dolían los costados.

Por mucho que intentara fingir que estaba bien, siempre había algo que desencadenaba un recuerdo de mi matrimonio fallido: una pareja joven jugando con sus hijos en el parque, un vendedor de flores ofreciendo rosas rojas, un grupo de universitarios con sus camisetas de la universidad de Pittsburgh…

Me puse a leer libros sobre cómo superar un divorcio, esperando que eso me inspirara o iluminara, pero solo me hicieron sentirme más deprimida. Empecé a salir con amigos, pensando que eso me distraería de mi agonía, pero parecían más interesados en compadecerme.

Después de meses llorando sin parar, decidí enfrentarme al dolor por fases.

Pasé la «fase del helado de menta y chocolate viendo al doctor Phil», en la que me sentaba a ver cómo el famoso médico despedazaba a las parejas infieles. Grabé todos los programas y me los puse una y otra vez. Incluso llegué a imitar el tono de su voz cuando decía: «¿Por qué has hecho eso?», y me recompensaba con una cucharada cuando no gritaba «¡Mentiroso!» al ver al marido culpable tratando de justificarse.

Luego atravesé la «fase de los grupos de ayuda para divorciados», donde probé a conectar con otras mujeres en mi situación en la iglesia local. Era una especie de Alcohólicos Anónimos, pero, para mi sorpresa, mucho más deprimente. Ninguna de esas mujeres era capaz de hilar dos frases seguidas sin sollozar; y, cuando me tocaba a mí, me sentía demasiado entumecida para hablar.

Tenía planeado terminar esa fase algunas semanas después, pero al finalizar una sesión en particular, el terapeuta me dijo que no regresara. Al parecer, había notado que cada vez que una de aquellas afligidas divorciadas me pedía una sugerencia sobre qué camino seguir con un exmarido, siempre le decía: «Deberías matarlo».

Supuse que mi tono seco y la expresión seria con que hablaba les impedía darse cuenta de que estaba de broma.

Incluso tuve una fase «Soy una mujer, escucha mi grito», donde tomé las siguientes decisiones drásticas:


1) Cortarme el pelo, que llevaba por la cintura, a la altura de los hombros.

2) Fumar, un hábito que me duró solo un día.

3) Hacerme un tatuaje con la fecha de mi libertad (es decir, la de mi divorcio) en el pie y agujeros en las orejas, a los que, ya en la tienda, acompañé con un piercing.

4) Cantar himnos feministas cada vez que me subía al coche, estaba trabajando en el despacho o limpiando la casa. (Estoy segura de que fueron mis hijas las que destrozaron el cd de Shania Twain…).

5) Vender todas mis posesiones mundanas; salvo el televisor, el lector electrónico, el iPod y…


Vale, solo me deshice de lo que pertenecía a Ryan.

Mientras atravesaba esas fases, mi carrera como directora de marketing para Cole & Hillman Asociados sufrió de una forma brutal. Un producto del último cliente se acabó llamando «Infidelidad», e insistí en que usaran la frase «Algunos votos están destinados a romperse».

Pero hasta que no me pasé un día entero llorando en un baño público, no me di cuenta de que tenía que cortar con todo.

Tenía que marcharme. Tenía que seguir adelante.

Así que dejé mi trabajo, saqué a mis hijas del colegio y metí todas mis pertenencias en el suv. Utilicé parte del dinero que recibí por el divorcio para trasladarme desde Pittsburgh a la ciudad natal de mi madre. San Francisco, California.

Compré una pequeña casa en un barrio pintoresco, en lo alto de una cuesta. Vi varios programas de hgtv y terminé varios proyectos de mejora de mi hogar como terapia, como una forma de mantener mi mente ocupada: me deshice de la moqueta y la sustituí por suelo de madera y elegantes azulejos. Pinté cada habitación de un color: marrón topo suave, marfil, café con leche, rojo inglés…

Durante los tres meses que duró la mudanza, tuve numerosas entrevistas de trabajo, pero me seleccionaron pocas veces. Cuando fui consciente de lo limitadas que eran mis opciones, acepté a regañadientes un trabajo como directora de marketing en Statham Industries, con un importante recorte de sueldo en relación con mi empleo anterior.

Me dije que ganar menos dinero no era, necesariamente, una mala cosa, sino algo diferente, y eso era lo que necesitaba para seguir adelante.

A pesar de que nunca me había dado por correr, empecé a levantarme temprano y me obligué a salir a hacer footing. Al principio solo hacía un kilómetro, hasta que, por fin, llegué a recorrer cinco.

Me corté el pelo todavía más, al estilo Bob. Además, reservé dos días al mes en un salón de belleza, algo que siempre había soñado hacer pero para lo que nunca encontraba tiempo. Incluso me compré ropa nueva, para sustituir mis conjuntos negros por blusas de seda, faldas tubo, vestidos y trajes de colores.

Un día, mientras estaba de compras, conocí a una mujer, Sandra Reed. Era una de esas personas con una personalidad agradable y optimista, alguien en quien sentí al instante que podía confiar, contarle cualquier cosa. Estaba segura de que su carrera como psiquiatra tenía algo que ver en ello.

Cuando meses más tarde le conté la verdadera razón por la que había huido a San Francisco, insistió en que empezara a ir a terapia. Para que no afectara a nuestra amistad, me recomendó a uno de sus compañeros de clínica, que me atendió de forma gratuita.

Sandra siempre me animaba a salir, a intentar conocer hombres en las fiestas para solteros; según ella, no podía encerrarme en casa. Sin embargo, después de cuatro años en San Francisco, todavía no había superado el divorcio.

No creía que muchos hombres estuvieran interesados en una divorciada de treinta y muchos, y dudaba que nadie pudiera curar las heridas que me habían infligido Ryan y Amanda.

2,5

Jonathan

Verano, diez años antes…

Estaba lloviendo con fuerza.

Los relámpagos bailaban en el cielo y las gotas de lluvia golpeaban el cristal de la ventana.

Cuando miré hacia fuera, vi los reflejos de mi triste vida en el aguacero: a mis padres les habían denegado la provisional, y a mi hermana pequeña la habían enviado a vivir con otra familia de acogida. En mi caso, mi propia familia adoptiva estaba tratando de convencerme de que no saliera del estado para ir a la universidad; sabía que, si me matriculaba, recibirían un cheque extra de servicios sociales por haber criado con éxito a un chico que se asistiría a la universidad local.

Sin embargo, yo era consciente de que mi vida sería terrible si me quedaba más tiempo en aquel agujero del infierno que era Ohio, así que tenía planes que incluían huir esa misma noche.

Les había contado a mis padres adoptivos que me había decidido por la universidad de Dayton, y que, justo después de la ceremonia de graduación, quería ir a un buen restaurante para celebrarlo. La mirada codiciosa que apareció en sus ojos casi me llevó a darme la vuelta, pero seguí actuando como tenía previsto.

Sonreí y les dije que agradecía muchísimo todo lo que habían hecho por mí a lo largo de esos años, dejando a un lado la parte en la que habían retenido las cartas que mis padres me enviaron desde prisión, que me compraran la ropa en una tienda de segunda mano como Goodwill mientras a sus hijos biológicos los vestían en tiendas «de verdad», o que me hubieran recordado día tras día que algún día terminaría como mis padres, dependiendo del crack, y que entonces merecería pudrirme tras las rejas.

Cuando llegó el día de mi graduación, puse en marcha mi plan; metí mis mejores pantalones y camisas en una mochila junto con quinientos dólares que había ganado en un proyecto de programación desarrollado en clase de ciencias, en colaboración con la universidad y otras cosas esenciales para poder sobrevivir.

—¿Para qué es esa mochila? —preguntó Luanne, mi madre adoptiva, cuando entró en mi dormitorio.

—Llevo la ropa que voy a ponerme después de la graduación. Quiero ir más informal a la cena.

—¡Oh, claro que sí! A nadie le gusta ir con un traje tan viejo a la cena de graduación. —Me ajustó la corbata—. Es una pena que no hayas nacido en el seno de la familia. Podría haberte comprado un traje mejor, pero ya sabes lo que ocurre: el estado solo nos da dinero para tu alimentación, no para tu ropa.

Intenté no estremecerme mientras me pasaba un cepillo por los hombros.

—Esta graduación en el instituto va a ser el hecho más destacado de tu vida —dijo con cierta nostalgia—. Posiblemente no acabes los estudios en la universidad, pero no te preocupes: ni Bob ni yo esperamos que lo hagas.

—Muchas gracias…

—No quiero imaginar lo que puede suponer que tus padres fueran traficantes de crack. ¡Tiene que haber sido horrible! Cada vez que lo pienso, me siento mal por ti. —Retrocedió y me miró—. Luego me digo a mí misma: Luanne, gracias a Dios que has salvado a este chico, aunque solo sea temporalmente, de convertirse en un drogadicto como sus lamentables padres. ¡Por lo menos podrá recordar algo bueno cuando esté en prisión! —Sonrió—. Me voy a por la cámara.

Cuando desapareció, me dieron ganas de saltar por la ventana para escapar de allí. Aunque era inútil: vivíamos en medio de la nada, y necesitaba que me llevaran a la ciudad en el coche.

En ese momento entró Corey en mi dormitorio y cerró la puerta; era mi hermano adoptivo. Me miró durante un buen rato después de cruzarse de brazos.

Me sentí tentado de decirle que ese iba a ser el último día que nos veríamos, pero no fui capaz. Nos habíamos convertido en grandes amigos, a pesar del trato que recibía de sus padres, y si no hubiera estado tan destrozado por dentro, me habría quedado allí algún tiempo más, aunque solo hubiera sido por él y por su hermana.

—Lamento lo de mis padres —dijo—, pero necesito que sepas que me ha gustado mucho tener un hermano…, mucho. ¿Vas a olvidarte de Jessica y de mí cuando te largues y empieces en otro lugar? No puedo culparte si la respuesta es sí.

—¿De qué hablas? No tengo previsto…

—No te preocupes. —Me cogió la mochila y metió dentro una bolsa de papel marrón—. No se lo diré a mis padres. Me comportaré como si no conociera tus planes. Solo deseo que me prometas una cosa: que cuando demuestres que se equivocan contigo y hagas algo grande, me buscarás, y también a Jessica, y que vendrás a por nosotros.

—Prometido. ¿Sigues pensando en ir a Notre Dame en otoño?

—Sí. Pero tú no vas a ir a la universidad de Dayton, ¿verdad?

Me quedé helado. No supe qué contestar.

—Es que…

—Sé que no soy tan bueno como tú con los ordenadores…, sin embargo, soy un hacker estupendo, ¿verdad? —Se rio—. Entré en la lista de estudiantes matriculados en Dayton para el año que viene, y tu nombre no estaba entre ellos. De hecho, no estabas en la lista de ninguna de las universidades que te aceptaron. Así que empecé a pensar qué habría planeado yo si estuviera en tu pellejo, y…

—No quiero que creas que no confío en ti, Corey. Es que no he podido…

—Podemos mantenernos en contacto por correo electrónico. Y, hagas lo que hagas, no mires atrás cuando te vayas. Tienes que subirte a autobuses, taxis, elegir otras rutas, incluso aunque eso te obligue a salir del camino. Y… otra cosa: no abras la bolsa marrón antes de que estés fuera del estado. —Se levantó para darme un abrazo—. Ah, y Jessica también está al tanto, aunque se siente demasiado dolida. Dice que te entiende, y te quiere igual.

—¡Oh, Dios mío! ¡Míralos! —Luanne atravesó la puerta con la cámara—. ¡Haz una foto de mis hijos! Bueno, de mi hijo adoptivo y mi hijo de verdad. Más cerca… Uno, dos…

—¡Eh, chico! —El taxista me arrancó de mis pensamientos—. ¡Despierta! Esto es lo más lejos que puedo llevarte por cuarenta y cinco dólares.

Miré por la ventanilla y vi altos edificios de piedra, aunque no fui capaz de distinguir qué eran. Llevaba días de autobús en autobús, de taxi en taxi, y había perdido la orientación, porque en todos los sitios llovía.

—Gracias. —Le entregué el dinero y salí del coche.

En cuestión de segundos, la fina cazadora y los vaqueros gastados quedaron completamente empapados. Llevaba un paraguas en la mochila, pero era inútil sacarlo ya.

Recorrí lo que parecía un campus universitario donde la vegetación y las edificaciones se alternaban cada pocos metros. Sin embargo, todos los edificios en los que intenté entrar estaban cerrados.

Al parecer, se necesitaba una tarjeta de acceso; concretamente, una tarjeta de acceso de la universidad de Harvard.

La ironía era que me habían aceptado allí hacía algunos meses, pero nunca había confirmado la matrícula. En cuanto leí que el año anterior había obtenido la nota más alta en informática un alumno que había desarrollado un ordenador portátil, algo que yo había hecho con catorce años, decidí que no podían enseñarme nada.

Me fijé en un grupo de universitarios que se metían en uno de los edificios, así que me apresuré a acompañarlos. Recorrí el pasillo con acceso a las aulas, asomando la cabeza en cada una, aunque estaban todas llenas.

Cuando llegué al final del pasillo, había una sala a oscuras, así que solté un suspiro de alivio.

—Qué agradable por su parte que se haya unido a nosotros a la hora prevista. Ocupe un asiento en el fondo, por favor. —Se encendieron las luces, y un hombre rubio con un traje de tweed se levantó desde detrás de una mesa—. Esperaremos a que esté preparado, muchacho…

Los alumnos se rieron mientras subía los escalones para sentarme en la última fila.

Ignoré la sensación del denim húmedo contra la piel y levanté la vista para mirar la pizarra:

«Curso de verano de software avanzado 4100».

Todos los estudiantes tenían portátiles de última tecnología en los pupitres. Y todos parecían mayores que yo.

«Supongo que es un curso de nivel superior…».

—Sigamos… —El profesor movió la pantalla del proyector desde el centro de la habitación—. Hemos montado una compañía ficticia Beta Link, y hasta ahora tenemos tres personas luchando por construir el mejor ordenador: George Hamilton II, Lindsay Franco y William Dane. ¿Podríais acercaros los tres y enseñar a la clase lo que habéis llevado a cabo, por favor?

Ocuparon un lugar en el estrado y explicaron sus proyectos con el tono más simple que había escuchado nunca. Ya era malo ver aquellos ordenadores de mierda, pero la arrogancia y prepotencia de su actitud eran todavía más difíciles de soportar.

«Tienen acceso a la mejor tecnología del mundo y ¿solo son capaces de hacer esto?».

—¡Impresionante! —aplaudió el profesor—. Y a los demás: es una lucha encarnizada por obtener la mejor nota, pero cualquiera puede participar. ¿Alguna pregunta para George, Lindsay o William?

Nadie levantó la mano.

—¿Ninguno de vosotros quiere preguntarles algo sobre cómo han desarrollado los procesadores? ¿Vais a dejar que se queden con las mejores notas sin más? Ya sabéis que hay un número de matrículas estipulado en este curso, y esta clase tiene mucho nivel.

Levanté la mano.

—Tú —me señaló—, ¿qué quieres preguntar?

—Esos no son los mejores trabajos en realidad, ¿verdad? Solo los usa de ejemplo para motivar al resto de la… clase, ¿no?

Hubo un montón de murmullos en el aula. Todos me miraron a mí antes de clavar la vista en el profesor.

—No. No uso esos métodos —aseguró—. Esos son, de hecho, los mejores ordenadores de la clase, y, dado que no has traído uno tú con el que competir, sin duda son mejores que el tuyo. Pero, por supuesto, pareces pensar que…

—El ordenador de George no funcionará ni seis semanas. —Me crucé de brazos—. La ram petará, porque está utilizando más cable del necesario. Un día se apagará y no volverá a encenderse. El proyecto de Lindsey, por llamarlo de alguna manera, está construido con materiales malos. A menos que volvamos a la Edad de Piedra, un ordenador compuesto de bobinas recicladas y cableado reutilizado no puede considerarse bueno. La tecnología actual todavía no puede producir ordenadores ecológicos. Y con respecto al proyecto de William, aunque me parece impresionante cómo ha copiado el primer modelo de Dell reelaborando algunos mecanismos, es algo que está en la mano de cualquier alumno de secundaria.

La habitación se quedó en silencio.

El profesor se quitó las gafas y se frotó la frente.

—La clase ha terminado. —Realizó un gesto con la cabeza y los alumnos salieron atropelladamente de la sala, como si les asustara lo que estaba a punto de explotar.

Me levanté y bajé los escalones, ignorando las miradas intensas que me lanzaban los tres cerebritos, que estaban guardando sus juguetes.

—¡Eh, tú! Espera… —Me dijo el profesor—. Quiero hablar contigo un segundo cuando se vaya todo el mundo. —Esperamos a que eso ocurriera—. ¿Cómo te llamas?

—Bill Gates.

—Tu nombre de verdad.

—Jonathan Statham —murmuré.

—No eres alumno de esta clase, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—¿Por lo menos estás matriculado en esta universidad?

—No.

—¿Qué te ha llevado a venir hoy aquí? —Me hizo señas para que me sentara en la primera fila—. Pareces un alumno de secundaria. ¿Todavía estás en el instituto? —Esperó a que le respondiera, pero me limité a parpadear—. De acuerdo… —Se sentó a mi lado—. Explícame cómo es posible que alguien se presente en Harvard sin pensar, sabiendo más sobre ordenadores que mis mejores alumnos.

Pensé en inventarme una mentira, decirle que solo era alguien que quería entrar en una clase de nivel alto, pero estaba cansado de mentir, cansado de huir.

—Mis padres solían… —«¿Aceptar cacharros electrónicos viejos a cambio de la droga que vendían a veces?»—, usaban…, traían componentes electrónicos y los dejaban por toda la casa, y me gustaba destriparlos. Y cogía…, es decir, pedía libros en la biblioteca sobre hardware y software.

—¿Nunca has asistido a un curso de tecnología?

—No.

—Mmm… —Se frotó la barbilla—. Entonces, ¿tu objetivo es colarte en Harvard?

Puse los ojos en blanco.

—Si quisiera estudiar aquí, habría aceptado la beca. —Me di cuenta de que seguramente llamaría a la policía por invadir aquel espacio, así que forcé una expresión de disculpa—. Lamento lo de hoy. No volveré a intervenir en una clase de guardería. Me iré…

—No pienso llamar a seguridad —se rio, aunque de repente estaba serio de nuevo—. ¿De dónde eres?

No respondí.

—Vale… ¿Tus padres saben que has venido aquí? Seguramente están preocupados por ti.

—Mi padres se hallan en la cárcel.

Me miró con simpatía.

—Bueno, tus tutores legales deben de estar buscándote.

—Ya he cumplido dieciocho años. —Ya no era tutelado del Estado. No pertenecía a nadie, y si en aquella aula no hubiera hecho tanto calor, me habría largado en cuanto me preguntó mi nombre.

—Debes de haber obtenido muy buenas notas en el instituto para que te hayan dado una beca aquí, Jonathan. ¿Qué media sacaste?

«¿Por qué tengo la sensación de que puedo confiar en este tipo?».

—La más alta de la clase. Di el discurso de graduación y todo. —Metí la mano en la mochila y saqué el arrugado discurso para arrojárselo. Esperaba que lo leyera, no como mis padres adoptivos, que parecían completamente ajenos a que era el alumno con las mejores notas de mi curso.

Mientras él leía el discurso, fui consciente de que no había abierto la bolsa de papel que me había metido Corey. Eché un vistazo al interior y vi una imagen enmarcada de Jessica, él y yo, una unidad usb con el mensaje «Léelo» escrito en un Post-It y un montón de cartas sin abrir que mis padres me habían enviado desde prisión. Además, había un cheque de mil dólares a mi nombre con una nota pegada por detrás:

«Puedes hacerlo efectivo en cualquier sitio, como en una tienda de licores o un banco, para que yo pueda seguir tu pista y saber dónde lo has cobrado.

Tu amigo.

Corey.

P. D.: Por favor, si encuentras la fuente de la eterna juventud en tus viajes, dímelo. Yo estoy convencido de que está en Nueva York…».

—Jonathan, ¿y si te dijera que llevo mucho tiempo buscando a alguien con tu potencial para ayudarme en el desarrollo de un nuevo ordenador? —dijo el profesor—. ¿Un ordenador que lo cambiaría todo?

—Diría que no le creo. Luego añadiría que espero que no sea uno de los que he visto hoy.

—Normal… —Se rio entre dientes—. Vale, ¿y si dijera que quiero participar?

«¡Ja!».

—No, gracias. He tenido apoyo suficiente para toda la vida. —Cogí mi discurso de sus manos, me levanté y fui hacia la puerta, pero el profesor se interpuso antes de que pudiera abrirla.

—Me han otorgado una beca para un proyecto universitario de un año que puedo asignar al estudiante que quiera. Se supone que es para los de posgrado, aunque, si no posees fondos, te servirá para pagar un año de matrícula, así como una habitación pequeña y la comida. Es probable que debas buscar un empleo para cubrir el resto de los gastos. Sinceramente, creo que sería una elección magnífica, y que te convertirás en un buen programador algún día. Si trabajas lo suficiente durante el primer año, sería fácil convencer al comité académico para que te tenga en cuenta para otras becas.

«¿Qué?».

—Esta noche revisaré tus antecedentes. —Se subió las gafas—. Si eres quien dices y aceptas colaborar conmigo, estudiarás en Harvard de forma gratuita, y es una oportunidad única para participar en un proyecto de ámbito nacional. ¿Me das tu número de teléfono para que…?

—¿Tengo pinta de poseer un móvil?

—Lo siento… —Me miró, notando seguramente que estaba empapado y que mi mochila presentaba un estado lamentable—. Entonces…, ¿dónde pensabas dormir esta noche?

No le respondí. Solo miré el aula. Supuse que, como no tenía planes para subirme a otro autobús hasta mañana, hoy me escondería en el edificio y dormiría bajo una escalera cuando terminaran de hacer la limpieza.

—Soy el señor Lowell, Jonathan. —Se acercó al escritorio y cogió el maletín—. Si no tienes ningún compromiso previo, la señora Lowell hará pasta de cena, y hay una habitación de invitados que puedes usar durante los próximos días, mientras lo arreglamos todo.

Miré hacia otro lado y negué con la cabeza. Me sentía avergonzado. Había roto las reglas por las que había regido toda mi vida en solo unos minutos: no debía hablar con nadie, no debía confiar en nadie. Se suponía que debía seguir solo hasta llegar a Nueva York…, hasta que atravesara la puerta de las oficinas centrales de ibm y los obligara a escuchar mis ideas. Sin embargo, el profesor parecía un hombre honesto, y un proyecto de ámbito nacional con acceso a la mejor tecnología del mundo resultaba demasiado tentador para dejarlo pasar.

Durante un año, utilicé cada minuto libre en el proyecto del señor Lowell. Además, asistí a todas las clases y busqué empleo en tres sitios distintos para cubrir los gastos que no pagaba la beca. Lo ayudé a conseguir una concesión de setecientos mil dólares para construir el ordenador portátil más impresionante del mundo.

Justo después de recibir el dinero de forma oficial, me entregó un sobre con un cheque de veinte mil dólares, diciendo que con eso podría pagar la matrícula del segundo curso.

Estaba a punto de correr al banco para hacerlo efectivo cuando me lo volvió a quitar.

—¿Sabes qué, Jonathan? Aspiras a algo mejor. —Negó con la cabeza—. Así que, en vez de este cheque, te voy a dar algo mejor.

—¿Un cheque más grande?

—Muy gracioso… —resopló—. Seré el primer inversor en tu empresa. Incluso organizaré una cena en casa este fin de semana, con mi esposa, para conseguirte más inversores. No creo que tengas que perder el tiempo recibiendo clases de personas que no son tan inteligentes como tú. Tienes que abandonar los estudios y empezar a trabajar en tu propia empresa. Te ayudaré todo lo que pueda durante el primer año.

—¿De qué habla? No tengo ninguna empresa, señor Lowell…

«¡Quiero que me devuelva el cheque!».

—¿Statham Inc.? ¿Compañía Statham? ¡Statham Industries! Suena bien, ¿no crees? —Puso mi cheque en su maletín y lo cerró—. Confía en mí: dentro de cinco años tendrás una cantidad equivalente a cien cheques como este. A partir de ahora, solo trabajarás en esto… —Me dio una palmada en el hombro y salió de la habitación.

3

Claire

Sinceramente, estaba siendo uno de esos días en los que sentía que había desperdiciado los mejores años de mi vida. Me había pasado la mañana viendo el canal Lifetime, mirando álbumes de fotos antiguas y hablando con otra de mis amigas en San Francisco, Helen, a quien habían nominado a «Abogado del año». Me había explicado cómo iba a ser la ceremonia en Las Vegas, que los premios los entregaría una celebridad y que se moría de ganas de utilizar la piscina que había en la terraza del hotel. Todos los nominados podían disfrutar del trato de un hotel de cinco estrellas, que incluía disponer de una suite en el ático.

Aunque estaba feliz por ella, también estaba celosa. Helen tenía treinta y nueve años, pero, a diferencia de mí, parecía totalmente satisfecha con su manera de vivir: poseía su propio bufete de abogados, viajaba todos los meses a un lugar nuevo y excitante y las historias que me contaba sobre sus encuentros sexuales hacían que deseara haber experimentado más con el sexo antes de atarme a Ryan.

De hecho, siempre que programaba una noche de chicas con Helen y Sandra, ella nos abrumaba con comentarios picantes sobre el nuevo amante del momento. Al principio, pensaba que solo era para presumir; después de un tiempo me di cuenta de que me estaba haciendo un favor: me obligaba a ver lo patética que era mi inexistente vida sexual, tratando de ayudarme a entrar en sintonía con algo llamado «mi diosa interior». Pero, dado que yo me negaba a salir, ese trabajo se lo confiaba a un amiguito secreto: era eficaz y fácil de usar, y no tenía que preocuparme de que me engañara.

Cuando puse fin a la conversación con Helen, decidí ponerme a trabajar; revisé algunas de las últimas presentaciones de mis subordinados y las ideas publicitarias que se les habían ocurrido. Cerré la carpeta en cuanto leí tres, y me tomé un descanso.

«Para superar esto voy a necesitar una copa de vino…», pensé.

Me acerqué al supermercado y fui a la sección de prensa, con la idea de comprar algunas revistas y mostrarle a esa gente la diferencia que hay entre los buenos y los malos anuncios. Elegí InStyle, Vogue y Us Weekly, aunque me detuve cuando leí una que ponía «Edición para divorciados» en la portada. La cogí y eché un vistazo a las páginas, negando con la cabeza ante los estúpidos consejos que daba ante lo que llamaba «experimentos para divorciados»: «Perdonar y pasar página: esa es la parte fácil» o «Reservar un tiempo para llorar en privado» o «Viajar en solitario y ver mundo en cuanto se seque la tinta en los papeles». «Cualquier mujer engañada dice que su autoestima no se ha sentido afectada por todas las mentiras…».

Dejé de leer el artículo «Cómo mantuve intacta mi autoestima después del divorcio» y fui hacia el pasillo de las especias.

«Pimienta, laurel, perejil, páprika…». ¿Páprika? Era la favorita de Ryan.

Cogí la pimienta y me quedé paralizada. Se suponía que debía dejar de pensar en él en cuanto apareciera en mi mente. Se suponía que debía repetir el mantra: «No soy la culpable del fracaso de mi matrimonio», respirar hondo y pasar a otra cosa…

Pero no estaba funcionando.

Noté un nudo en la garganta y ahogué un sollozo. Cerré los ojos, buscando un recuerdo feliz, pero a mi mente solo acudió el peor de todos.


Temblaba, me estremecía de una forma tan violenta que no estaba segura de cómo me mantenía en pie. Me encontraba en la cocina, mirando a Ryan fijamente, observándolo mientras recogía del suelo aquellas fotos incriminatorias.

—Claire… —Cogió la última con un suspiro—. ¿No podemos hablar de esto?

—¿De qué? —siseé.

—De que yo tenga… un romance.

—¡Oh, sí! Mi marido se está tirando a mi mejor amiga! ¡Desde hace más de un año! ¡Vamos a hablar sobre eso, ¿verdad?!

—No es necesario que grites así, Claire. Estoy tratando de…

—¡Gritaré todo lo que me dé la gana! ¡Estás liado con Amanda! ¡Fue mi dama de honor, por el amor de Dios! ¡Ni siquiera sé por dónde empezar, Ryan! ¿Cómo has podido?

—Las niñas están arriba. Debemos…

—¿Las niñas? ¡Nuestras niñas! ¡No te pongas a actuar como si de repente te importara la familia! No estabas pensando en ninguna de nosotras cuando hundías la polla en su…

—¡Basta! —Se puso a llorar y se acercó a mí—. Lo siento. Lo siento mucho… Me he equivocado…

—¿Te has equivocado? —El corazón se me encogió en el pecho.

—Sí…, me he equivocado y…

—Ryan… —me puse la mano en el pecho para evitar que el corazón se me escapara—, equivocarse es recoger a las niñas tarde en el colegio. Es dejar el pollo demasiado tiempo en el horno. Equivocarse es olvidarte de nuestro aniversario, que, por cierto, es dentro de dos semanas… Tú me has engañado. Te has acostado con mi mejor amiga, y eso es joderlo todo. Y es imperdonable. ¿Cuándo surgió todo esto?

Hipó, y yo retrocedí lentamente hasta la mesa.

—¿Ryan? Dime, ¿cuándo empezó lo de Amanda?

—Claire, escúchame…

—¡Dímelo! ¡Dímelo ahora mismo! —Miré a otro lado y no a sus ojos, porque, en el fondo, no quería saberlo.

—Siempre he sentido algo por Amanda…

El corazón se me rompió dentro del pecho. Me fallaron las rodillas y me caí al suelo.

—Tenía sentimientos hacia ella —continuó él—, pero jamás hice nada al respecto porque… —se sentó a mi lado en el suelo— porque estaba enamorado de ti. De hecho, jamás se me pasó por la cabeza liarme con ella. Sin embargo, el pasado mes de enero habíamos estado bebiendo y una cosa llevó a otra hasta…

—¿Hasta que follasteis?

—Sí…

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

Respiré hondo.

—¿Dónde te acostaste con ella esa vez? ¿Dónde ocurrió?

Evitó mi mirada.

—Aquí… Estabas fuera de la ciudad, en una conferencia de Parker Brother… Sé que debería haberle puesto fin ese día. Que debería habértelo dicho, pero no pude. Sinceramente, no sabía cómo sacar el tema, porque entre nosotros hay algo más que sexo. Soy…

—¿Eres el padre de su hijo? —Tenía que oírlo.

No respondió.

—¡¿Eres el padre de su hijo?! —repetí a gritos.

—Sí. —Se le quebró la voz—. Siento que te hayas enterado de esta manera y lamento haberte puesto en esta situación… Haré lo que sea necesario para volver a ganar tu confianza. Tendré que pagar la manutención, pero la dejaré. Voy a buscar un terapeuta, y podremos…

—¿Estás enamorado de ella?

—Claire, no hagas…

—¡Respóndeme! ¿Estás enamorado de ella?

—Sí.

—¿Todavía me amas?

—Por supuesto que te amo, Claire. ¿No ves que…?

—¿Sigues enamorado de mí?

Su silencio fue la respuesta más elocuente de la noche. Su falta de palabras me afectó de tal manera que me desmoroné delante de él.

Comenzó a decirme algo por encima de mis gritos, a soltar algunas frases, pero yo solo podía oír el rugido de la sangre en mis oídos mientras se me rompía el corazón, literalmente.

Me encogí en posición fetal, sin poder reprimir las lágrimas.

—Aléjate de mí —le dije—, se acabó. —Pero me rodeó con sus brazos, negándose a soltarme.

Quería creer que podríamos superar aquello juntos, que él volvería a enamorarse de mí de nuevo, que podríamos dejar todo eso atrás. Pero cuando me acarició los hombros con los dedos, supe que ya no confiaba en él. Y no quería sufrir más por obligarme a aprender a confiar en él de nuevo.

Por la mañana, con la poca dignidad que me quedaba, le pedí tranquilamente el divorcio.


—No he tenido la culpa de que mi matrimonio fracasara. —Solté el aire y abrí los ojos. Noté que me vibraba el móvil y me lo llevé a la oreja—. ¿Hola?

—Mamá, necesito Pop-Tarts.

—Caroline, tienes coche y un trabajo por horas. Ve a la tienda a comprártelas tú misma.

—¡Me he gastado el sueldo en un iPod! Además, Ashley me ha dicho que estabas en el supermercado; ya sabes que no puedo ponerme a estudiar sin Pop-Tarts. ¿No puedes comprármelas y dejármelas en la biblioteca? ¿Porfa?

En ocasiones podía jurar que mis hijas no eran mías en realidad. No era posible. Habían cumplido dieciséis años, y eran unas cracks en los estudios, pero el porcentaje de su sentido común era negativo, sin duda.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.

—Dieciséis —repuso con un suspiro—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Viene el camión de los helados por la calle… ¡Voy a por un Elmo-sicle! Hablamos más tarde.

Justo cuando estaba metiendo el móvil en el bolso, me llamó mi otra hija.

—¿Qué quieres, Ashley?

—¿Cuánto tiempo se suponía que debía estar ese pan en el horno?

—Lo que se suponía era que no debías tocarlo, Ashley. Te he dicho que era para la cena. Íbamos a tomarlo con los espaguetis…

—¡Estaba hambrienta! ¿Qué querías que comiera?

—Lo que sobró de la ensalada de pollo, sushi…

—¡Mamá! Soy vegana desde ayer por la noche, ¿no te acuerdas? —soltó, lanzando uno de aquellos gemidos suyos de «¿es-que-no-me-entiendes?»—. ¡No puedo tomar carne! ¿Puedes comprarme algo a base de soja, ya que estás en la calle? Y lo siento mucho, pero he quemado el pan… ¿El horno no debería pitar o algo? ¿Por qué se queman todos los recipientes que pongo en el horno? ¿Por qué?

«¡Oh, Dios mío!».

—Ashley, ya hablaremos cuando llegue a casa. —Colgué.

Mis hijas no se parecían a mí en lo más mínimo. «Si yo tuviera dieciséis años y un trabajo y dispusiera de un coche aunque fuera compartido, no andaría llamando a mi madre». Una vez más, encendí el móvil y busqué el número de mi madre.

—Mamá, ¿sigues pensando en venir a cenar esta noche?

—Claro. ¿A qué hora voy?

—A las siete. Y trae pan. Había preparado un poco, pero Ashley lo ha quemado en el horno.

—No haces nada bueno de esas chicas, Claire. Te he dicho siempre que no tienen cabeza.

—¡Qué me vas a decir…! Nos vemos por la noche…

—¡Espera! Robert Millington me ha dicho que todavía no lo has llamado. Quiere salir contigo, y creo que sería bueno para ti.

Traté de no soltar un gemido. Robert era el hijo de la mejor amiga de mi madre. Me llevaba dos años, pero no lo encontraba atractivo, sino sumamente aburrido. Todavía peor: lo consideraba antipático y brusco. Su idea de una conversación divertida era discutir las diferencias que existían entre la política americana y la británica.

—No, gracias, mamá. No me interesa.

—¿Por qué? Es muy buen chico…, y tiene su propio bufete de abogados. Además, está en forma…

—Y es aburrido. Paso. Nos vemos esta noche, mamá. —Colgué.

Recorrí el pasillo de bebidas para coger un paquete de leche. Luego fui a la carnicería, donde añadí a la compra algunos kilos de carne de soja.

Mientras andaba, levanté la vista hacia el espejo que había sobre las neveras del pollo. Todavía me costaba reconocerme, todavía estaba acostumbrándome a la nueva y mejorada mujer que disfrutaba maquillándose y que dedicaba más de veinte minutos a peinarse.

«Lo conseguiré…, lo conseguiré…, lo conseguiré…».

En ese momento, choqué contra un montón de cajas de cereales con las que habían hecho una escultura en mitad del pasillo.

«Lo que faltaba…».

Me agaché y empecé a colocarlas de la mejor manera posible. Quería arreglarlo todo antes de que llegara el gerente y soltara aquel infame: «Accidentes como este son los que suben los precios».

—¿Necesita ayuda? —me preguntó la voz profunda de alguien a mi espalda.

—Claro. —No levanté la vista, y me dediqué a seguir apilando las cajas, asegurándome de que cada una estuviera perfectamente colocada.

Mientras ponía la última arriba del todo, me volví para mirar al tipo que me había ayudado.

«Oh-Dios-mío».

Tenía cara de modelo de Ralph Lauren, con brillantes ojos azules que refulgían bajo la luz, mandíbula perfectamente cincelada, cubierta por la leve sombra de la barba incipiente, y unos labios llenos y bien definidos que parecían hechos para besar.

Iba vestido con vaqueros azules y una camiseta negra con un «San Francisco» bordado en la parte delantera. Y, por alguna extraña razón, me estaba sonriendo.

«Posiblemente sea un universitario… Ojalá pudiera retroceder en el tiempo…».

—Mmm…, gracias por tu ayuda. —Me di la vuelta, hacia mi carrito.

—Espera un minuto —me detuvo—. No me has dicho tu nombre.

«Qué mono…».

—Claire.

—Encantado de conocerte, Claire. Yo soy Jonathan. —Me tendió la mano—. Estoy seguro de que te voy a parecer un poco lanzado, pero no puedo irme de aquí sin preguntarte si podemos quedar esta noche…

«¿Qué? ¿Acaba de invitarme a salir esta noche?».

—Mmm…

—Puedes elegir el lugar. —Su sonrisa era blanca y perfecta cuando se pasó una mano por el pelo negro—. Podemos quedar allí si no quieres que te recoja yo.

«Deja de mirar su sonrisa y desvía la mirada más abajo… ¡No tan abajo!».

—Lo haría, pero… —No podía, literalmente, apartar la mirada de él. Era el hombre más sexy que hubiera visto nunca; su rostro debía de haber sido esculpido por dioses, y yo empezaba a sentir esa extraña corriente de calor corriendo por mis venas—. Pero no puedo…

—¿Es porque estás saliendo con alguien? —Clavó los ojos en mi mano desnuda—. ¿Estás casada?

«Debe de estar tomándome el pelo…».

—No. No estoy casada ni salgo con nadie. Soy…

—Entonces, ¿te va bien a las ocho? ¿A dónde quieres ir? —Me miró a los ojos directamente, y casi me caí redonda. La forma en la que estaba estudiándome debería estar reservada para una escena seductora en una película de romance, y su sonrisa era letal.

—Mira, me halagas mucho, pero me pareces un poco joven para mí.

Frunció el ceño.

—Muy amable al señalarlo, pero eso no responde a mi pregunta. ¿A dónde quieres…?

—¿Cuántos años tienes, Jonathan?

—Veintiocho —repuso con los ojos brillantes.

«¡¿Veintiocho?! ¿Por qué sigo hablando con él? ¡Le llevo once años! No, gracias…».

—Bueno, pues eres demasiado joven para mí. Tengo una prima que es más de tu edad. Está estudiando Derecho, pero, si quieres, la llamo y le pregunto…

—¿No quieres salir conmigo?

—No. Soy demasiado mayor para ti; no soy una asaltacunas ni una cougar. Tengo dos hijas, y no me sentiría cómoda si salieran con alguien que se llevara con ellas los mismos años que nos llevamos nosotros.

—¿Que se llevara los mismos años que nosotros?

—Sí. Yo tengo treinta y nueve años, lo que significa que cuando tú tenías ocho años y estabas aprendiendo a encender fuego con los boyscouts, yo tenía diecinueve y empezaba a estudiar en la universidad. Que cuando tú tenías diecinueve y elegías lo que querías estudiar, yo había cumplido treinta y me labraba una carrera en el mundo del marketing. Y, por si todavía no te has dado cuenta, nos llevamos once años. ¿No le ves ningún problema a eso?

—En realidad no. —Sonrió—. Pero no puedo obligar a nadie a salir conmigo, ¿verdad? ¿Puedo, al menos, darte mi teléfono por si cambias de opinión?

—Claro. —Saqué el móvil, jurándome que borraría su número más tarde.

—Es… —Y me dictó las cifras—. Espero que lo pienses mejor, Claire. —Me lanzó otra de esas miradas seductoras antes de alejarse.

—¿A qué estás esperando? ¡Llámalo, Claire! ¡Esta misma noche!

—¡Shhh! ¡No quiero que se entere todo el mundo de mi vida, Sands!

—Vale —susurró—. ¿Por qué no puedes salir con él?

—¡Tiene veintiocho años!

—Lo que significa que está a punto de llegar a los treinta. ¿Cuál es el problema? No te ha pedido que te cases con él, solo que quedéis para cenar. E incluso te ha dicho que sugieras tú a dónde.

—¿Y no crees que eso me convertiría en una cougar? ¡Es once años más joven que yo! Espera; doce años más joven a partir del viernes… ¿Qué pensaría mi madre? ¿Qué pensaría la suya?

—Claire, es solo una cita. Por lo menos, podrías quedar con él un par de veces; así, tendrías un poco de sexo. ¿Cuánto hace que no follas?

Todos mis compañeros clavaron los ojos en mí.

—¡Volved al trabajo! —Esperé a que miraran hacia otro lado antes de volver la vista a Sandra—. Solo llevo aquí unos años. ¿Podrías intentar que la gente que está a mis órdenes no ande hablando luego sobre mí?