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Galileo Galilei

Cartas copernicanas

 

(1615)

 

Carta del señor Galileo Galilei, Académico Linceo, escrita a la señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana

A la Serenísima Señora la Gran Duquesa Madre:

Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias. Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o destrucción. Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad, pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este error si hubieran prestado atención a un texto de San Agustín, muy útil a este respecto, que concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales referentes a los cuerpos celestes escribe:

«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).

Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamente a todos la verdad de lo por mí sentado. Quienes están al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natural quedaron persuadidos de la exactitud de mi primera posición. Y quienes se negaban a reconocer la verdad de lo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada novedad, o porque carecían de una experiencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pero los hay quienes, amén de su apego a su primer error, manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para con las cuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y como ya no tienen la posibilidad de negar una verdad por hoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y todavía más irritados que antes por mis afirmaciones que los otros aceptan ahora sin inquietud, intentan combatirlas de diversas maneras. No haría yo más caso de ellos que de los otros contradictores que se me han opuesto, seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá de ser por fin reconocida, si no viera que esas nuevas calumnias y persecuciones no se limitan a la cuestión particular de que he tratado, sino que se extienden hasta el punto de hacerme objeto de acusaciones que deben ser; y que son para mí más insoportables que la muerte. Es por ello que no debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida solamente por quienes me conocen, y los conocen a ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversarios tratan de desprestigiarme por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía me han llevado a afirmar, con relación a la constitución del mundo que el Sol, sin cambiar de lugar, permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y que la Tierra gira sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una posición semejante no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales que de otro modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos recientes, los que contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a maravilla el de Copérnico. Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan sólo en el terreno filosófico les resultará, dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento erróneo tras la cobertura de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas, con escasa inteligencia, a la refutación de argumentos que no han comprendido.

En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pública la idea de que tales proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son heréticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a aceptar los actos por los cuales el prójimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no las que se dirigen a darle un justo mérito, no ha sido difícil encontrar quien, por herético condenable lo haya acusado desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menos cauteloso agravio no sólo para la dicha doctrina y para los que la siguen, sino también para las matemáticas y los matemáticos. Al fin, con mayor confianza y esperando en vano que la semilla, que antes había enraizado en su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo, van murmurando entre el pueblo que por ser tal será juzgada en breve por la suprema autoridad y conociendo que dicha declaración no sólo destruiría estas dos conclusiones, sino que también convertiría en condenables a todas las otras observaciones y postulados astronómicos y naturales, con los cuales se corresponden y mantienen una relación de necesidad, intentan en lo posible, en aras a facilitar el asunto, que dicha opinión casi universal sea considerada como nueva y propia de mi persona, disimulando saber que fue Nicolás Copérnico su autor, o más bien su renovador y defensor. Hombre éste, no únicamente católico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado que, tratando en el Concilio de Letrán, promulgado por León XI, el tema de la reforma del calendario eclesiástico, fue llamado a desplazarse desde los confines de Alemania a Roma para llevar a cabo la citada reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió a que todavía no se tenía conocimiento exacto de la duración del año y del mes lunar. Encargado por el obispo Semproniense, entonces responsable de esta tarea, de proseguir estudios con miras a precisar la naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al trabajo, y a costa de considerable esfuerzo y merced a su genio admirable, obtuvo grandes progresos en sus ciencias, y logró mejorar la exactitud del conocimiento de los períodos de los movimientos celestes, mereciendo así el título de summo astronomo. Merced a sus trabajos se pudo resolver luego la cuestión del calendario y erigir las tablas de todos los movimientos de los planetas. Copérnico había de exponer esta doctrina en seis libros que publicó a requerimiento del cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó su libro acerca De las Revoluciones Celestes, al sucesor de León X, es decir, a Pablo III; dicha obra, publicada por aquel entonces, ha sido bien recibida por la Santa Iglesia, y leída y estudiada por todo el mundo, sin que jamás se haya formulado reparo alguno a su doctrina. Sin embargo, al mismo tiempo que se va comprobando, en base a exactos experimentos y necesarias demostraciones, la certeza de las teorías copernicanas, no faltan personas que, aun sin haber visto jamás el libro, premian las múltiples fatigas de su autor con la consideración de herético, y esto con el único objeto de satisfacer su propio desdén, dirigido sin razón alguna contra otro que, junto con Copérnico, no posee interés alguno que no sea la comprobación de sus teorías.

Por ello, ante las acusaciones que injustamente se trata de hacerme, y que ponen en tela de juicio mi fe y mi reputación, he considerado necesario enfrentar esos argumentos, que me son opuestos en nombre de un pretendido celo por la religión y echando mano de las Sagradas Escrituras, puestas al servicio de disposiciones que no son sinceras, y con la pretensión de extender su autoridad, y aun de abusar de ella, sobrepasando su intención y las interpretaciones de los padres, al hacerla terciar en conclusiones puramente naturales y que no son de Fe, reemplazando así los razonamientos y las demostraciones por algún pasaje de la Escritura, pasaje que muchas veces, más allá de su sentido literal, puede ser interpretado de diversas maneras. Espero demostrar que yo procedo con un celo mucho más piadoso y más conforme a la religión que ellos cuando propongo, no que no se condene a ese libro, sino que no se le condene, como ellos quisieran, sin verlo, leerlo, ni comprenderlo. Precisaría que se supiera reconocer que el autor jamás trata en él cuestiones que afecten a la religión o a la fe, y que no presenta argumentos que dependan de la autoridad de la Sagrada Escritura, que eventualmente podría haber interpretado mal, sino que se atiene siempre a conclusiones naturales, que atañen a los movimientos celestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas y geométricas y que proceden de experiencias razonables y de minuciosísimas observaciones. Lo cual no significa que Copérnico no haya prestado atención a los pasajes de la Sagrada Escritura, pero una vez así demostrada su doctrina, estaba por cierto persuadido de que en modo alguno podía hallarse en contradicción con las Escrituras, desde que se las comprendiera correctamente. Es por ello por lo que al terminar su prefacio y dirigiéndose al Soberano Pontífice, se expresa así:

«Si acaso existieran mataiológoi (charlatanes), quienes, pese a ignorar toda la matemática, se permitieran juzgar acerca de ella basados en algún pasaje de las Escrituras, deformado especialmente para sus propósitos, y se atrevieran a criticar y atacar mis enseñanzas, no me preocuparé de ellos en absoluto, de modo que despreciaré su juicio como temerario. Nadie ignora que Lactancio, célebre escritor, pero matemático deficiente, habla de la forma de la Tierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes declararon que ella tenía forma de esfera; de modo que los estudiosos no se asombrarán si aquellos me pusieran en ridículo. La matemática se escribe para los matemáticos, quienes, si no me equivoco, pensarán que mi trabajo será útil también a la comunidad eclesiástica, cuyo principado ejerce ahora Vuestra Santidad.»

De esta índole son quienes se ingenian para hacer creer que tal autor se condena, sin siquiera haberlo visto, y quienes, para demostrar que ello no solamente está permitido, sino que es realmente beneficioso, alegan la autoridad de la Escritura, de los teólogos y de los Concilios. Yo reverencio a esas autoridades y les tengo sumo respeto; consideraría sumamente temerario contradecirlas; pero, al mismo tiempo, no creo que constituya un error hablar cuando se tienen razones para pensar que algunos, en su propio interés, tratan de utilizarlas en un sentido diferente de aquel en que los interpreta la Santa Iglesia. Por ello, con una afirmación solemne (y pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no sólo me propongo rechazar los errores en los cuales hubiera podido caer en el terreno de las cuestiones tocantes a la religión, sino que declaro, también, que no quiero entablar discusión alguna en esas materias, ni aun en el caso en que pudieran dar lugar a interpretaciones divergentes: y esto porque, si en esas consideraciones alejadas de mi profesión personal, llegara a presentarse algo susceptible de inducir a otros a que hicieran una advertencia útil para la Santa Iglesia con respecto al carácter incierto del sistema de Copérnico, deseo yo que ese punto sea tenido en cuenta, y que saquéis de él el partido que las autoridades consideren conveniente; de otro modo, sean mis escritos desgarrados o quemados, pues no me propongo con ellos cosechar un fruto que me hiciera traicionar mi fidelidad por la fe católica. Además de eso, aunque con mis propios oídos haya escuchado muchísimas de las cosas que allí afirmo, de buen grado les concedo a quienes las dijeron que quizá no las hayan dicho, si así les place, y confieso haber podido comprenderlas mal; así pues, no se les atribuya lo que yo sostengo, sino a quienes compartieran esa opinión.

El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teoría de la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol es el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas Escrituras que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás mentir o errar, de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien pretenda postular que el Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva.

Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar equivocadas, siempre que sean bien interpretadas; no creo que nadie pueda negar que muchas veces el puro significado de las palabras se halla oculto y es muy diferente de su sonido. Por consiguiente, no es de extrañar que alguno al interpretarlas, quedándose dentro de los estrechos límites de la pura interpretación literal, pudiera, equivocándose, hacer aparecer en las Escrituras no sólo contradicciones y postulados sin relación alguna con los mencionados, sino también herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que dar a Dios pies, manos y ojos, y, asimismo, los sentimientos corporales y humanos, tales como ira, pena, odio, y aun tal vez el olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero. Así como las citadas proposiciones, inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desarrolladas en dicha forma por los sagrados profetas en aras a adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e indisciplinado, del mismo modo es labor de quienes se hallen fuera de las filas de la plebe, el llegar a profundizar en el verdadero significado y mostrar las razones por las cuales ellas están escritas con tales palabras. Este modo de ver ha sido tan tratado y especificado por todos los teólogos, que resulta superfluo dar razón de él. Me parece entonces que razonablemente se puede convenir en que esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevada a tratar cuestiones de orden natural, y principalmente las cuestiones más difíciles de comprender, no se aparta de este procedimiento, y ello con el fin de no llevar confusión a los espíritus de ese mismo pueblo, y de no correr el riesgo de apartarlo de los dogmas que atañen a los misterios más altos. Por ello, si como se ha dicho, y como claramente se ve, es con el solo objeto de adaptarse a la mentalidad popular que la Escritura no ha esquivado velar verdades fundamentales, no vacilando en atribuir a Dios cualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría sostener seriamente que esa misma Escritura, cuando se ve en el caso de hablar incidentalmente de la Tierra, del agua, del Sol o de otras criaturas, haya preferido atenerse con todo rigor a la significación estrictamente literal de las palabras? Y, sobre todo, ¿cómo habría podido ocuparse, con respecto a esas criaturas, de cuestiones que están alejadísimas de la capacidad de comprensión del pueblo, y que no se relacionan directamente con el objetivo primero de esas mismas Escrituras, que es el culto divino y la salud de las almas?