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Francisco de Quevedo y Villegas

Execración contra
los judíos

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-148-9.

ISBN ebook: 978-84-9897-758-5.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

La conjura judía 7

Execración contra los judíos (1633) 9

Libros a la carta 39

Brevísima presentación

La vida

Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580-Villanueva de los Infantes, Ciudad Real, 1645). España.

Era hijo de Pedro Gómez de Quevedo, noble y secretario de una hija de Carlos V y de la reina Ana de Austria. Francisco de Quevedo estudió con los jesuitas en Madrid, y luego en las universidades de Alcalá (lenguas clásicas y modernas) y Valladolid (teología). Tras su regreso a Madrid tuvo la protección del duque de Osuna, con quien viajó a Sicilia en 1613. Osuna fue nombrado virrey de Nápoles y Quevedo ocupó su secretaría de hacienda y participó en misiones políticas contra Venecia promovidas por su protector. Cuando éste cayó en desgracia Quevedo sufrió destierro y prisión, pero regresó a la corte tras la muerte de Felipe III.

Durante años tuvo buenas relaciones con Felipe IV, aunque no consiguió ganarse la simpatía de su favorito, el conde-duque de Olivares. Se especula que dejó bajo la servilleta del monarca el memorial contra Olivares titulado «Católica, sacra, real Majestad», lo que motivó su detención en 1639. Se cree, en cambio, que terminó en un calabozo del convento de San Marcos de León, donde permaneció hasta 1643, víctima de una conspiración.

Murió en Villanueva de los Infantes.

La conjura judía

La Execración contra los judíos es un texto de un racismo radical. Fue escrito por Quevedo mientras ejercía como secretario de Felipe IV, según parece, inspirado por las sospechas de que ciertos miembros de la comunidad judía europea estaban financiando a fuerzas adversas al monarca español.

Resulta interesante como testimonio de las fuerzas en conflicto durante la Europa del siglo XVII, inmersa en la Guerra de los Treinta Años.

Execración contra los judíos (1633)

Execración contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués y en Madrid fijaron los carteles sacrílegos y heréticos, aconsejando el remedio que ataje lo que, sucedido, en este mundo con todos los tormentos aún no se puede empezar a castigar. (1633).

Escríbela don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago y Secretario de su Majestad.

A la Majestad Católica del Rey Nuestro Señor don Felipe IV desde nombre.

«Deus, iudicium tuum regi da, et iustitiam tuam filio regis.» (Salmos, 71, 2).

Señor:

Si el sentimiento pudiera ser consuelo al horror de que toda España está poseída en este sacrilegio, al que vuestra majestad ha mostrado, lleno de religión y celo católico, se debiera este remedio. Mas las circunstancias de tal delito a Vuestros buenos vasallos niegan el consuelo en Vuestro dolor, y a Vos, Señor, el que tuviérades en consolar su dolor con el Vuestro. Yo, como Job, «hablaré en la amargura de mi alma» por ser fiel, y nada callaré por ser leal, pretendiendo no ser reo a entrambas majestades: a la eterna, como su criatura; a la Vuestra, como Vuestro criado que reverencia el juramento que al servicio de vuestra majestad ha hecho.

De dos maneras ha castigado Dios Nuestro Señor siempre y de entrambas nos castiga: la una es castigar los pecados; la otra, castigar con los pecados. No sé si acierto en temer la postrera por mayor, pues cuanto es peor el pecado que el castigo, tanto es peor castigo el pecado. Castiga Dios nuestras culpas con permitir que nuestros regocijos sean nuestras lágrimas; lo que se vio en dos fiestas de toros en la Plaza, adonde, en la primera, quemándose de noche hasta los cimientos una acera, no pereció nadie, y la segunda, no cayéndose nada ni ardiéndose una madera, murieron miserablemente tantas personas. Castiga Dios con permitir en Cádiz que nuestros puertos sean cosarios de nuestras mercancías y las anclas de nuestros navíos sus huracanes. Da a los rebeldes las plazas en Flandes. Da la flota, sin resistencia nuestra ni gasto de pólvora, a los herejes. Entrégales en el Brasil los lugares y puertos y las islas. Ábreles paso a Italia. Dales victorias en Alemania y socorros. Castigos son de Su mano, satisfacciones son de Su ira grandes y dolorosas. Mas, permitir que en la corte de vuestra majestad azoten y quemen un crucifijo, que repetidamente fijen en los lugares públicos y sagrados carteles contra Su Ley sacrosanta y solamente verdadera, esto es castigar con los pecados. Y pecados tales, que en esta vida no pueden tener proporcionado castigo.

Señor, el vernos castigados de la mano de Dios no debe afligirnos, sino enmendarnos, porque su azote más tiene, por su bondad, de advertencia que de pena. Así lo enseña el grande doctor y padre San Agustín: «Quien se alegra con los milagros de los beneficios, alégrese en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exhortación; si no amenazara, no hubiera ninguna corrección».