Cubierta

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Sobre Lev Tolstói

Lev Tolstói nació el 9 de septiembre de 1828, en la propiedad de su familia, Yasnaya Polyana, en Rusia. Es considerado por muchos como el mejor novelista del mundo, y un gran pensador moral y reformador social. Publicó en 1852 su primera novela, la autobiográfica Infancia. Entre sus obras más reconocidas se encuentran Los cosacos (1863), La guerra y la paz (1865-1869), Anna Karénina (1875-1877), La muerte de Iván Ilich (1886), Sonata a Kreutzer (1889) y Resurrección (1899).

Estudió leyes y sirvió en el ejército, como oficial, durante las guerras del Cáucaso y Crimea (1853-1856). Por causa de neumonía, murió en 1910 a la edad de 82 años.

Índice

Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.

 

Mateo 5, 28.

 

Le dijeron sus discípulos: «Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse».

Entonces él les dijo: «No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado. Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba».

 

Mateo 19, 11-12.

 

III

—Bueno, entonces se lo contaré… Pero ¿está seguro de que quiere?

Le repetí que tenía muchos deseos. Pózdnishev guardó silencio unos momentos, se frotó el rostro con las manos y comenzó:

—Si lo cuento, debo hacerlo desde el principio; debo contarle cómo y por qué me casé y cómo era antes de casarme.

»Vivía antes de casarme como viven todos, es decir, los de nuestro círculo. Soy terrateniente y egresado de la universidad y he sido decano de la nobleza. Vivía antes de casarme como viven todos, es decir, depravadamente y, como todos los de nuestro círculo, seguro de que esa depravación era lo debido. Me tenía por alguien adorable, íntegro. No era seductor, no tenía gustos antinaturales, no hacía de ello el objetivo principal de la vida, como hacían muchos de mis coetáneos, sino que me entregaba a la depravación con moderación y decoro, para mantenerme saludable. Evitaba a las mujeres que con el nacimiento de un niño o con su afecto pudieran ligarse a mí. Por lo demás, puede que hubiera habido niños y afectos, pero yo fingía que no los había. Y eso no solo lo consideraba moral, sino hasta un motivo de orgullo.

Se detuvo y emitió su sonido, como hacía, por lo visto, siempre que se le ocurría una nueva idea.

—Y esa es en esencia la principal infamia —exclamó—. La depravación no consiste en algo físico, porque ningún desarreglo físico es depravación; la depravación, la auténtica depravación, consiste precisamente en librarse de vínculos morales respecto a la mujer con la que uno entabla un contacto físico. Y esa liberación yo la tenía por un mérito. Recuerdo cuánto sufrí una vez que no hice a tiempo a pagar a una mujer que, al parecer habiéndose enamorado de mí, se me entregó. Solo me tranquilicé cuando le envié el dinero, demostrando con eso que no me consideraba moralmente ligado a ella. No mueva la cabeza como si estuviera de acuerdo conmigo —me gritó de súbito—. Conozco ese truco. Todos ustedes, y usted, usted también, a no ser que sea una rara excepción, comparte el parecer que yo tenía. Bueno, es igual, perdóneme —continuó—, ¡pero ocurre que eso es terrible, terrible, terrible!

—¿Qué es lo terrible? —pregunté.

—Esa vorágine de extravíos en la que vivimos con respecto a las mujeres y al trato con ellas. Sí, no puedo hablar tranquilo de esto, y no porque me haya ocurrido aquel episodio, como ese señor decía, sino porque desde que me ocurrió aquel episodio se me abrieron los ojos y vi todo bajo una luz completamente diferente. ¡Todo del revés, todo del revés!...

Encendió un cigarrillo y, acodándose en las rodillas, empezó a hablar.

En la oscuridad no veía su rostro; todo lo que se oía, sobreponiéndose al ruido del tren, era su persuasiva y agradable voz.

I

Sucedió al comienzo de la primavera. Llevábamos dos días de viaje. En el vagón entraban y salían pasajeros que recorrían breves trayectos, pero tres viajaban, al igual que yo, desde el punto de partida: una señora fea, de mediana edad, fumadora, de rostro extenuado, con un abrigo semimasculino y un gorrito; su conocido, un hombre locuaz de unos cuarenta años con pertenencias nuevas y pulcras y un señor de pequeña estatura que se mantenía aparte, de movimientos bruscos, no viejo aún, pero con rizos canosos a todas luces prematuros y unos ojos extraordinariamente brillantes que pasaban con rapidez de un objeto a otro; llevaba un abrigo viejo, caro y hecho a medida, con cuello de piel de cordero, y un gorro alto de la misma piel; bajo el abrigo, cuando se desabrochaba, se veía una poddiovka1 y una camisa rusa bordada. La peculiaridad de ese señor era además que, de tanto en tanto, emitía extraños sonidos, similares a un carraspeo o a una risa interrumpida.

El señor ese, durante todo el viaje, había evitado cuidadosamente entablar relación y conocimiento con los pasajeros. A los intentos de conversación de sus vecinos respondía con brevedad y brusquedad; leía, fumaba mirando por la ventanilla, sacaba provisiones de su viejo saco y tomaba té o picaba algo.

Me parecía que le pesaba su soledad y en repetidas ocasiones quise hablar con él, pero cada vez que nuestros ojos se encontraban, lo que sucedía a menudo porque íbamos sentados en diagonal uno frente al otro, se volvía y tomaba el libro o miraba por la ventanilla.

Al atardecer del segundo día, durante una parada en una estación importante, ese nervioso señor fue a buscar agua caliente y se preparó té. Por su parte, el señor con pertenencias nuevas y pulcras —un abogado, según supe después— se dirigió a tomar té a la estación con su vecina, la fumadora de abrigo semimasculino.

Durante la ausencia del señor y de la dama subieron al vagón varias personas nuevas, entre ellas un viejo alto, rasurado y con arrugas, mercader por lo visto, con pelliza de cibelina y una gorra de paño de enorme visera. El mercader se sentó frente al asiento de la dama y del abogado y enseguida trabó conversación con un joven, cuyo aspecto era el de un empleado de almacén, que también había subido en aquella estación.

Yo estaba sentado en diagonal a ellos y, como el tren no se movía, pude oír, en los momentos en que nadie pasaba, fragmentos de su conversación. El mercader primero explicó que viajaba a su hacienda, que distaba tan solo una estación; después, como siempre, se pusieron a hablar de los precios, del comercio; hablaron, como siempre, de cómo se comercia hoy en Moscú; después se refirieron a la feria de Nizhni Nóvgorod. El empleado contó sobre las juergas que armaba en la feria un rico mercader que ambos conocían, pero el viejo no lo dejó terminar y se puso a contar a su vez sobre las viejas juergas de Kunávino, en las que había participado. Al parecer, se enorgullecía de haber formado parte de ellas, y con visible alegría relató cómo, junto con aquel mismo conocido, estando borrachos, habían hecho en Kunávino una cosa tal que solo podía contarse en voz baja y que hizo lanzar sonoras risotadas al empleado; el viejo también se echó a reír, enseñando dos dientes amarillos.

No esperando oír nada interesante, me levanté para caminar por el andén hasta que partiera el tren. En la puerta me encontré con el abogado y la dama, que venían hablando animadamente de algo.

—No hará a tiempo —me dijo el sociable abogado—, acaba de sonar por segunda vez la campanilla.

Y, en efecto, no llegué hasta el final de la formación cuando sonó el tercer campanillazo. Cuando regresé, la dama y el abogado continuaban su animada conversación. El viejo mercader iba callado frente a ellos, mirando severo hacia delante y, de tanto en tanto, masticando con aire de desaprobación.

—Después le declaró sin más a su marido —decía sonriendo el abogado cuando pasé junto a él— que no puede ni desea vivir con él, ya que…

Y se puso a contar algo que no pude oír. Tras de mí pasaron otros pasajeros, pasó el revisor, entró corriendo un miembro de una cooperadora y el bullicio se mantuvo bastante rato, por lo que la conversación no se oía. Cuando todo se calmó y volví a oír la voz del abogado, la conversación, por lo visto, había pasado ya de un caso particular a consideraciones generales.

El abogado comentaba cómo la cuestión del divorcio ocupaba ahora la opinión pública en Europa y cómo tales casos eran cada vez más frecuentes entre nosotros. Al advertir que su voz era la única que se oía, interrumpió su discurso y se dirigió al viejo.

—Antes eso no pasaba, ¿cierto? —dijo con afable sonrisa.

El viejo quiso contestar algo, pero en ese momento el tren arrancó y el viejo se quitó la gorra y empezó a santiguarse y a susurrar una oración. El abogado apartó los ojos a un lado y aguardó con cortesía. Después de rezar y de persignarse tres veces, el viejo se caló bien la gorra, se acomodó en su sitio y comenzó a hablar.

—Antes también pasaba, señor, solo que menos —dijo—. En los tiempos que corren no puede ser de otro modo. Todos se han vuelto la mar de instruidos.

El tren avanzaba más y más rápido, tronaba en las junturas, y me costaba oír; pero, como aquello era interesante, me senté más cerca. Mi vecino, el nervioso señor de ojos brillantes, al parecer también se interesó y, sin levantarse de su sitio, aguzaba el oído.

—Pero, ¿qué tiene de malo la instrucción? —dijo la dama con una sonrisa apenas perceptible—. ¿Acaso es mejor casarse a la antigua, cuando el novio y la novia ni siquiera se veían? —continuó, siguiendo la costumbre de muchas damas de responder no a las palabras de su interlocutor, sino a aquellas que pensaba que este diría—. No sabían si amaban, si podían amar, se casaban con cualquiera y después sufrían toda la vida. ¿Eso es mejor, en su opinión? —dijo dirigiéndose más bien a mí y al abogado que al viejo con quien hablaba.

—Todos se han vuelto la mar de instruidos —repitió el mercader, mirando con desdén a la dama y dejando su pregunta sin respuesta.

—Me gustaría saber cómo explica usted la relación entre la instrucción y la desavenencia en el matrimonio —dijo el abogado con una sonrisa apenas perceptible.

El mercader quiso decir algo, pero la dama lo interrumpió.

—No, esos tiempos quedaron atrás —dijo.

Pero el abogado la detuvo:

—No, permítale expresar su idea.

—Tonterías son las que provoca la instrucción —dijo resuelto el viejo.

—Casan a personas que no se aman y después se sorprenden de que vivan en desavenencia —se apresuró a decir la dama, echando un vistazo al abogado, a mí e incluso al empleado, que se había levantado y, sonriente, escuchaba la conversación con los codos apoyados en el respaldo de su asiento—. Porque solo a los animales se los puede aparear como el dueño desee, pero las personas tienen sus inclinaciones, sus afectos —añadió, con la clara intención de zaherir al mercader.

—Hace mal en decir eso, señora —dijo el viejo—. Los animales son bestias, pero a los hombres les ha sido dada la ley.

—Pero, ¿cómo vivir con una persona cuando no hay amor? —seguía dándose prisa la dama en expresar sus juicios, los cuales probablemente le parecían muy nuevos.

—Antes no se paraban a pensar en eso —dijo el viejo con tono persuasivo—; es tan solo una costumbre de hoy. A la menor cosa, la mujer agarra y dice: «Te dejo». Hasta los campesinos siguen ahora esa moda. «Toma, aquí tienes tus camisas y calzones; me voy con Vañka, tiene el pelo más rizado que tú». A ver, explique eso. Lo primero que debe sentir la mujer es temor.

El empleado nos miró al abogado, a la dama y a mí conteniendo visiblemente una sonrisa y dispuesto a ridiculizar o aprobar las palabras del mercader según como fueran recibidas.

—¿De qué temor habla? —dijo la dama.

—Pues de este: ¡temor al ma-ri-do! De ese temor.

—Bueno, padrecito, pero esos tiempos quedaron atrás —dijo hasta con cierta malicia la dama.

—No, señora, esos tiempos no pueden quedar atrás. Así como Eva, la mujer, fue creada de la costilla del hombre, así seguirá siendo hasta el fin del mundo —dijo el viejo, sacudiendo tan severo y victorioso la cabeza que el empleado enseguida decidió que este se había alzado con la victoria y lanzó una sonora risotada.

—Son ustedes, los hombres, los que razonan así —dijo la dama, sin rendirse y echándonos miradas—; se han dado la libertad a sí mismos y quieren tener encerrada a la mujer. Ustedes se lo permiten todo.

—Nadie se da permiso, solo que el hombre no aporta nada a casa, mientras que la mujer es un recipiente frágil —continuó persuasivo el mercader.

La persuasiva entonación del mercader, por lo visto, conquistaba a los oyentes, y la dama hasta se sentía agobiada, pero, pese a ello, no se rendía.

—Sí, pero creo que convendrá en que la mujer es una persona y tiene sentimientos, al igual que el hombre. Entonces, ¿qué debe hacer si no ama al marido?

—¡No ama al marido! —repitió amenazante el mercader, moviendo las cejas y los labios—. ¡Pues ya lo amará!

Ese inopinado argumento gustó particularmente al empleado, que emitió un sonido de aprobación.

—Pues no, no lo amará —dijo la dama—, y cuando no hay amor, no se puede obligar a sentirlo.

—Bueno, y si la esposa engaña al marido, ¿entonces qué? —dijo el abogado.

—Eso no corresponde —dijo el viejo—, hay que velar por que no suceda.

—Pero y si pasa, ¿entonces qué? Porque suele ocurrir.

—Les ocurrirá a otros; a nosotros, no —dijo el viejo.

Todos callaron. El empleado se movió, se acercó un poco y, con el aparente deseo de no ser menos que los demás, dijo sonriendo:

—Sí, un amigo mío también tuvo un escándalo. También es un caso muy difícil de juzgar. También tropezó con una mujer libertina. Y esta hizo de las suyas. El muchacho es serio e instruido. Primero fue un oficinista. El marido la convenció por las buenas. Ella no se calmó. Hacía todo tipo de marranadas. Empezó a robarle dinero. Y él le pegó. ¿Y qué?, se puso peor. Con permiso sea dicho, se metió con un pagano, con un judío. ¿Qué iba a hacer él? La dejó. Y ahora vive como un soltero, y ella callejeando por ahí.

—Porque es un estúpido —dijo el viejo—. Si desde un principio no la hubiera dejado hacer, si la hubiera amansado como corresponde, ahora viviría con él. La libertad hay que quitarla desde un principio. Como dice el dicho, no creas a tu caballo en el campo ni a tu esposa en la casa.

En ese momento vino el revisor a pedir los boletos a los que viajaban hasta la siguiente estación. El viejo entregó el suyo.

—Sí, al sexo femenino hay que amansarlo de antemano, si no todo se va al traste.

—Pero ¿y lo que usted mismo acaba de contar sobre cómo se divertían esos hombres casados en la feria de Kunávino? —dije yo, sin poder contenerme.

—Eso es un capítulo aparte —dijo el mercader, y se sumió en el silencio.

Cuando sonó el silbato, el mercader se levantó, sacó de debajo del asiento un saco, se arropó, se alzó la gorra y salió del vagón.

1 Prenda exterior de paño típica de Rusia que llega hasta las rodillas y se sujeta a un lado. [N. del T.]

II

En cuanto el viejo salió, se inició una conversación a varias voces.

—Un padrecito del Antiguo Testamento —dijo el empleado.

—Un Domostrói2 viviente —dijo la dama—. ¡Qué salvaje concepto de la mujer y del matrimonio!

—Sí, estamos lejos de la mirada europea sobre el matrimonio —dijo el abogado.

—Lo principal que no entiende la gente así —dijo la dama— es que el matrimonio sin amor no es matrimonio, que solo el amor consagra el matrimonio y que solo es auténtico el matrimonio consagrado por el amor.

El empleado escuchaba y sonreía, deseando recordar cuanto más pudiera de las conversaciones inteligentes para valerse de ello llegado el caso.

En medio del discurso de la dama se oyó a mis espaldas el sonido como de una risa o de un sollozo interrumpido y, al volvernos, vimos a mi vecino, el canoso y solitario señor de ojos brillantes, el cual, por lo visto interesado en la conversación, se había acercado a nosotros sin que nos diéramos cuenta. Estaba de pie con las manos apoyadas en el respaldo del asiento y, al parecer, era presa de la agitación: tenía el rostro colorado y se le contraía el músculo de una mejilla.

—¿Cuál es ese amor… amor… amor… que consagra el matrimonio? —dijo a duras penas.

Al percibir la agitación de su interlocutor, la dama trató de responderle con la mayor suavidad y claridad.

—El amor auténtico… Si existe ese amor entre el hombre y la mujer, es posible el matrimonio —dijo la dama.

—Sí, pero ¿qué se entiende por amor auténtico? —dijo con torpe sonrisa y azorado el señor de ojos brillantes.

—Cada cual sabe lo que es el amor —dijo la dama, deseando, por lo visto, terminar la conversación.

—Pues yo no lo sé —dijo el señor—. Habría que definir lo que usted entiende…

—¿Cómo? Muy fácil —dijo la dama, aunque caviló un momento—. ¿El amor? El amor es la exclusiva predilección de uno o de una por sobre todos los demás —dijo.

—¿Predilección por cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Dos días? ¿Media hora? —dijo el canoso señor y se echó a reír.

—No, permítame, pero usted, evidentemente, se refiere a otra cosa.

—No, me refiero a lo mismo.

—La señora dice —intercedió el abogado señalando a la dama— que el matrimonio debe derivar, en primer lugar, del afecto, del amor, si usted quiere, y que, si tal amor existe, solo entonces el matrimonio constituye algo sagrado, por así decir. Después, que todo matrimonio no fundado en afectos naturales (el amor, si usted quiere) no conlleva ninguna obligación moral. ¿La entiendo bien? —se dirigió a la dama.

La dama, con un movimiento de cabeza, aprobó la explicación de su pensamiento.

—Después… —continuó su discurso el abogado, pero el señor nervioso, con ojos ahora ardientes, apenas lograba contenerse y, sin dejar terminar al abogado, comenzó: