Cubierta

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Sobre Alejandro Baravalle

Alejandro Baravalle nació un Sábado Santo de 1981, sin otro don —nadie esperaba más— que su patológica inclinación al terror y al fantástico. Estudió incontables carreras, todas muy alejadas de la literatura —ejemplos más extremos: Licenciatura en Letras, Profesorado en Lengua y Literatura—. Pese a las tentaciones del sentido común y la madurez, salió indemne de todo título. Aun así, dio clases en la escuela secundaria.

Le editaron en España el libro Utopía (y otros encierros oscuros); apareció en antologías y publicó en revistas web. Hoy tiene su propio taller de escritura y canal de YouTube: El sur, taller literario. Esta actividad le resulta casi tan grata como la de escribir.

Índice

CULPA DE ÉL

Marina tuvo que mirarse las palmas brillantes de sudor para tomar consciencia de su nerviosismo. Pensó que, por antigua y recurrente, aquella corriente de inquietud ya le resultaba difícil de percibir. Se le había metido en la carne, como a los habitantes de la ciudad el ruido de los coches o el aire viciado.

Y, hablando de ruidos y coches, ojalá que Mateo aflojara con ese autito de lata. El crujir de las rueditas contra el piso la ponía más tensa.

Nerviosismo. Tensión. Inquietud. Basta de eufemismos, Marina: lo que te pasa se llama miedo.

—¿Y papá? —Mateo, todavía arrodillado y sin dejar de raspar el suelo con ese condenado autito, parecía haber adivinado exactamente en qué pensaba ella. O, mejor dicho, en quién pensaba.

—Todavía está trabajando, mi amor. En un ratito llega.

—¿Tuvo un accidente?

—No, Mateo, papá no tuvo un accidente.

Ayer habían visto un choque por televisión. Rodolfo, hablando con Marina, usó la palabra “accidente”, y Mateo preguntó qué significaba.

Marina sacó la tabla y la cuchilla. Puso un tomate en la tabla y lo cortó en pedazos muy chicos. Volvía a decirse lo mismo que anoche, mientras Rodolfo fungía como diccionario parlante ante su hijo: resultaba irónico que Mateo los interrogase justamente sobre esa palabra, tan descriptiva de su llegada al mundo.

Y pensar que, hasta ese momento —hasta que Mateo nació—, Rodolfo no había provocado en Marina este temor que le hacía sudar las manos. Cierto que ya habían existido insultos, y algún que otro empujón; pero nada que una mujer enamorada no pudiese tolerar.

Vamos, Marina, si hasta te calentaba que te zamarreara o diera órdenes a lo macho alfa.

Pero nació Mateo, y con él nació otro Rodolfo. O acaso se trataba del mismo, aunque potenciado: un Rodolfo más irritable.

Irritable. Otra vez recurría a los eufemismos. Aquel resultaba un término muy liviano para describir al Rodolfo actual. Y tampoco era cierto que Rodolfo hubiera potenciado algo latente en él. No: sin dudas la paternidad lo había cambiado.

—Tengo hambre, ma.

Mateo andaba pesado hoy, pero al menos ya la había cortado con el autito. Ahora hacía pelear entre sí a dos de sus muñecos, y con la boca simulaba el estruendo de los golpes: un ruido mucho más tolerable que el chirriar de las rueditas.

—Llega papá y comemos, hijo, ya te dije.

Sí, papá llegaría pronto. Papá leería el resumen de la tarjeta de mamá, y se enteraría de que mamá anduvo gastando más de lo establecido por papá.

Mientras hacía caer con fuerza la cuchilla, ahora sobre una cebolla, tragó saliva y le puso un dique imaginario a las lágrimas. Lo peor no eran los golpes, no: lo peor era esta expectación helada, la certeza del castigo inminente. Y todo por esa tarde de shopping con Gabriela: de tanto empeño en mentirse feliz ante su amiga, ella misma se había olvidado de la verdad y, animada por la propia Gaby —qué sabría ella, pobre— se compró un feliz y hermoso vestido en felices cuotas. Para colmo, sólo lo usó una vez: esa misma feliz tarde. Apenas llegó del shopping se lo puso y se miró al espejo, y lo que vio no fue lo lindo que le quedaba, sino las marcas futuras en sus pómulos, las represalias que acababa de adquirir junto al vestido.

Y además, qué tontita: ¿para qué comprarse ropa que no podría usar delante de Rodolfo sin delatar el excesivo gasto? Encima, él leía el resumen el mismo día en que les llegaba, todos los meses sin excepción.

Sin dudas, más que tontita había sido una idiota.

Hacía años que venía siendo una idiota. Una reverenda imbécil venía siendo.

—Ma, tengo hambre. ¿Qué comemos?

Iba a decirle a Mateo que tuviese paciencia, y qué comerían fideos con tuco, cuando oyó la llave girando en la puerta de entrada. Se restregó las manos en el repasador, forzó la sonrisa de siempre y se dispuso a actuar con la mayor felicidad posible.

 

Un par de horas después, lavando los platos, oyó por fin los pasos de Rodolfo subiendo las escaleras con Mateo, cada cual yendo a dormir a su pieza. El nene no soltaba el autito: dormía con él como si se tratara de un oso de peluche.

Marina se dijo que Rodolfo, a su manera, era un buen padre: más allá de algún bife o patada, nunca lo había lastimado.

En cuanto a ella, hoy no había cobrado tan duro. Un poco de maquillaje en la mejilla izquierda, y la cara luciría impecable. Salvo para un observador demasiado atento. Las piñas en el estómago —bueno, en realidad no eran lo que se dice piñas— dejarían de dolerle pronto, ya lo sabía bien.

Se detuvo. Repasó sus propios pensamientos. Detenidamente. Palabra por palabra.

Y cada palabra se volvió plena de significado. Y cada significado implicaba un corte más en la venda que le cubría los ojos.

Y todo se le hizo claro.

Cómo llegaste al punto de festejar que te dieran una “paliza leve”, Marina. Cómo te dejaste arruinar así.

¿Era culpa de ella, acaso? A lo mejor había sido una mala esposa. ¿Por sus errores había desaparecido ese Rodolfo fascinante de los primeros años?

Sus pensamientos combatían unos contra otros, y ella estaba harta de justificar lo injustificable, de negar lo evidente.

Y, al final, llegó a un veredicto.

El culpable rondaba en la pieza de arriba, dispuesto a dormir el sueño de los justos como si fuera el más inocente. Pero las marcas, el dolor, el miedo —esa incesante anticipación del dolor—, todo era culpa de él.

La salsera —bien roja— temblaba en las manos de Marina: no era la primera vez que fantaseaba con liquidarlo.

¿Se acobardaría, igual que siempre?

Al fin y al cabo, Marina era como esos depresivos crónicos que viven amagando a suicidarse pero la palman a los noventa de un paro cardíaco, bien cómodos en la cama o en el sillón.

Bien cómodos, en la cama.

Igual de cómodos que él ahora.

Se pasó la lengua por el labio, y advirtió un tajo que hacía unos minutos no estaba ahí. El nudo helado que le oprimía el pecho empezaba a acalorarse. Recordó esos primeros años junto a Rodolfo, los proyectó en su cabeza bajo la oscura luz de los últimos. Sin dudas, un contraste sangriento. Sangre como la que ahora le brotaba del labio mientras se lo mordía. Aquellos años, aquellos sueños rotos: recordaba y clavaba más y más los dientes en el tajo, y lamía la sangre y se le nublaba la vista. Y, sin saber cómo, ya empuñaba la cuchilla que acababa de lavar. Y mientras la cuchilla fulgía bajo la lámpara, y temblaba junto a la mano que la sostenía, el odio le quemaba a ella en el pecho.

Toda su vida sucede ahora mismo, como si la temporalidad acabara de desgarrarse: la noche en que Rodolfo —Rodolfo, aquel irresistible Rodolfo, mezcla de vikingo y de dandy; cuántas ganas de encontrarte hambriento, Rodolfo, de volverme tu manjar y de que me devores viva—, sí, la noche en que Rodolfo la conquista a la salida del cine; la luna que los encuentra desnudos en la cama; el papelito del test en el inodoro y la raya que da positivo. Y Mateo brotando de la panza. Y la primera trompada de verdad —son momentos de estrés, no se puede tirar una relación por eso, ya la cosa va a mejorar, cuando asimile esto de ser padre tan joven—, y la segunda y la tercera trompada, y el primer cinturonazo —me pasa por puta, por puta de mierda desobediente—, y salir muy cada tanto a pasear con amigas y perfeccionar el arte de hacerse la idiota delante de ellas —Rodolfo tiene su carácter, Gaby, pero vos no sabés lo distinto que es cuando estamos nosotros dos solos—, y la rutina de maquillarse las marcas o vivir calculando cuándo desaparecerán: el vil trabajo diario de acostumbrarse a una existencia infernal de dolor y de miedo.

Y ahora se sorprende a sí misma frente a la puerta de la habitación: con una mano empuña la cuchilla, y con la otra acaba de empujar la puerta. Todo es una pátina nebulosa en la que flotan las formas difusas del mobiliario, pero Marina ve con claridad a ese a quien quiere destruir. Se jura que, esta vez, él nunca va a despertar: ella no dejará que le siga robando los sueños.

 

A la mañana siguiente, dos policías se la llevan esposada. Inmóvil, catatónica. Marina apenas mueve los labios para escupir balbuceos. Uno de los oficiales acerca el oído y la oye decir “Culpa de él, culpa de él”.

Atrás, bajo el sol ríspido, los camilleros cargan el cadáver. Lo han cubierto con una sábana, pero una mano entreabierta sobresale ahora, como queriendo atrapar el aire.

Más atrás, llorando, viene Rodolfo, el autito ensangrentado temblando entre sus dedos.

…la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.

 

Marcel Proust

 

 

Desde la llegada del diablillo, la casa prospera. El marido lo quiere tanto como la mujer, o quizás más aún. Él comprende que el travieso geniecillo hace la dicha del hogar.

 

Michelet, La bruja

LA EXPIACIÓN

La culpa le carcome las entrañas mientras prende la última vela: ojalá funcione el ritual, ojalá él pueda volver para perdonarla.

Sosteniendo la vela, mira al espejo en penumbras. Dice tres veces el nombre:

—Pablo. Pablo. Pablo.

Evoca el accidente: la juguetona negligencia de ella, la sangre sobre el asfalto y el casco roto de él.

El espejo tiembla. La casa entera tiembla.

Y un dolor punzante en el estómago, y algo en sus entrañas que intenta salir. Y la carne que se abre, y el chorro de sangre contra el espejo.

Y, antes de la absoluta oscuridad, las letras rojas en el vidrio:

 

NO TE PERDONO

LA MUÑECA

Nunca la veía parada a la muñeca, pero sabía que era más alta que yo y más baja que papá. A veces, me parecía que me miraba, pero papá me dijo que eso era una ilusión. Yo le pregunté qué quería decir ilusión, y él me contestó que estaba todo en mi cabeza —lo de la muñeca mirándome—, y que cuando a uno le pasaba eso se llamaba ilusión. A las ilusiones, me dijo, se dedican los magos que sacan conejos de la galera. Yo todavía no entendía bien, pero no le pregunté más.

La muñeca sí mueve la boca, de eso estoy seguro: ayer la torció un poco cuando papá se sentó con ella en la cocina y jugaba a que le daba de comer. A mí no me sorprende, porque Mariela trajo al jardín, el otro día, una muñeca que mastica y llora si le apretás un botón, y también cierra los ojos. Era mucho más chica, pero también más completa que la nuestra. La nuestra sí cierra los ojos, pero no llora. Y a veces tampoco mueve la boca ni para comer: se queda quieta, y papá le mete la cuchara entre los labios y le pide que mastique. Una vez le dije: Papá, es una muñeca, no mastica. Y él se tapó los ojos con la mano y agachó la cabeza, no sé por qué. Se quedó un ratito así, y movía la cabeza para arriba y para abajo, y le agarró como cuando te tiembla el cuerpo. Después fue al baño, y salió con la cara mojada.

Ya lo había visto así a papá, un par de veces. La primera fue cuando yo era más chiquito y le pregunté por mamá, y él me contó del accidente que la mandó al cielo. Mientras me contaba, la muñeca justo movió los ojos —pero no los movía igual que la de Mariela—, y papá la miró. Y después se tapó los ojos de él y se frotó la mano por la cara.

Y yo le dije:

—Papá: ¿cómo era mamá?

—Es mejor que la imagines como vos quieras, hijo —me contestó en voz baja, como si hubiera alguien durmiendo—. Pensá que durante toda su vida fue una mujer hermosa, sonriente, que irradiaba alegría.

Yo no entendía eso de irradiaba, igual que no entendí lo de la ilusión. Cuando sea grande supongo que los voy a entender. A los adultos, digo.