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Índice

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Sofia, la mujer invencible

El secreto del fuego

Unas palabras antes de que leas este libro…

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Jugar con fuego

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Epílogo

La ira del fuego

Antes de empezar la historia…

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Epílogo

Notas

Créditos

Sofia, la mujer invencible

En febrero de 1997 coincidí con una niña de trece años que cambiaba por segunda vez de prótesis en el Centro Ortopédico de Maputo, capital de Mozambique, uno de los países más pobres del mundo que intentaba superar un tiempo de guerras, muertes y silencios que había durado décadas.

Llevaba diez días buscando una historia mozambiqueña que añadir a mi proyecto Vidas Minadas, un intento de documentar el drama de los mutilados en los países más minados del mundo, un proyecto que todavía prosigo con la intención de publicar la última fase en diciembre de 2022 cuando se cumplan veinticinco años de la firma del Tratado de Ottawa contra las minas y del Premio Nobel de la Paz a la Campaña Internacional que se organizó en todo el mundo en contra del uso de estas armas mortíferas.

Después de confirmar con los técnicos protésicos que aquella niña había sido herida por la explosión de una mina me senté a su lado y le detallé cuáles eran los objetivos de mi trabajo fotográfico. Le conté que mi intención era crear una especie de armazón gráfico que sirviera para denunciar cómo las minas tenían mayor efectividad al finalizar las guerras, convirtiéndose en pequeños soldados metálicos que vivían agazapados a la espera de sus víctimas durante años y décadas.

Me sorprendió su madurez. «A mí me gustaría participar, pero usted tendría que pedirle permiso a mi mamá», me dijo con una gran sonrisa. Parecía una muñeca articulada acostumbrada a sufrir y sabía que su andar con piernas artificiales solo adquiriría soltura y naturalidad con la continua repetición de los movimientos.

Con el permiso de los responsables del centro la trasladé en mi coche a Massaca, la aldea donde vivía, a 42 kilómetros de la capital. Su madre Lydia y su entonces padrastro Benedicto aceptaron mi propuesta y me permitieron dedicar los siguientes diez días a documentar su vida cotidiana.

Se levantaba temprano, desayunaba y se lavaba, iba a la escuela, regresaba a la hora de comer, dormía la siesta, hacía los deberes y cosía a máquina. Esa era su rutina diaria. Se organizaba según el horario de una campesina africana. De luz a luz, vivía. Entre tinieblas, dormía.

Sofia Elface Fumo tenía once años cuando pisó una mina un sábado de noviembre de 1993 sobre las cinco de la tarde. Sus piernas quedaron cercenadas en el lugar de la explosión. Su hermana Maria, de ocho años, fue alcanzada por varias esquirlas en el estómago y resultó malherida.

Ambas desconocían la existencia de un campo de minas en el lugar donde solían recoger leña. Aunque la guerra civil ya había concluido, el corredor minado se mantenía con la intención de proteger un campamento de ingenieros italianos. Miembros de organizaciones humanitarias habían insistido en la necesidad de desactivarlo.

Lo lógico hubiese sido que Sofia muriese desangrada. Los trabajadores de una ONG, que casualmente pasaban por allí en una zona donde todavía hoy apenas hay tránsito vehicular, vieron la nube de polvo levantada por la explosión, consiguieron llegar a tiempo de parar las hemorragias de las pequeñas que yacían destrozadas en el suelo y las trasladaron al Hospital Central de Maputo. Un equipo de cirujanos españoles operó a las dos niñas de las graves heridas. Pero la pequeña Maria murió de una infección múltiple un mes y medio después del accidente.

En la primera visita a su casa me sorprendió que Sofia tuviera una máquina de coser nueva con la que se hacía sus bellísimos vestidos y los de sus hermanos en los ratos libres que le quedaban cuando regresaba de la escuela primaria. Me contó que se la había comprado una especie de padrino extranjero, un escritor de origen sueco que la había conocido en el hospital durante su convalecencia y había escrito un libro sobre ella.

Me enseñó la edición en sueco y apunté el nombre, Henning Mankell. En el prólogo el escritor hablaba de «palabras que son expresivas y hermosas» como «invencible» y aseguraba que «el libro trata de una persona invencible llamada Sofia».

En aquel tiempo no sabía quién era Mankell. Luego leí que era un novelista y dramaturgo sueco reconocido internacionalmente por su serie de novelas negras sobre el inspector Kurt Wallander, que estaba casado con Eva Bergman, hija del cineasta Ingmar Bergman, cuya obra al completo conocía desde mis años universitarios, y que pasaba la mitad de su vida en Mozambique al frente de Teatro Nacional Avenida de Maputo.

Me enteré de que era un gran escritor que siempre estuvo pendiente de la pequeña Sofia a la que ayudaba económicamente y ni siquiera se olvidó de ella en el testamento que se conoció cuando en octubre de 2015 murió de cáncer.

La niña invencible, tal como la describió Mankell en El secreto del fuego, el primer libro de esta maravillosa trilogía acta para todos los públicos, la adolescente invencible que se enamora o que se desespera con la muerte de su hermana por sida (se llamaba Anita y murió el mismo día que Sofia cumplió los quince años en 1998) en el segundo libro Jugar con fuego, la mujer invencible que abandona su hogar y decide irse por su propio camino junto a sus tres hijos en La ira del fuego, el tercer relato que el propio autor reconoce que escribió con «una parte de verdad y otra de fantasía» y que le leyó «en voz alta a Sofia al lado del fuego en las cálidas noches africanas», es un hoy la madre coraje de un hijo, Leonaldo, de dieciocho años, y tres hijas, Alia de trece años, Karena de cinco años y Ana Maria de un año, nacidos de tres padres distintos que se han desatendido de sus obligaciones familiares y han forzado a Sofia a multiplicarse como madre, mujer y trabajadora.

Sofia tenía dieciséis años cuando se quedó embarazada de un técnico del centro ortopédico mientras a finales de 1998 se cambiaba de prótesis por tercera vez. La adolescente se hizo cargo de la educación de su hijo, nacido en julio de 1999, sin la ayuda de su pareja, y siguió estudiando en la escuela primaria situada a dos kilómetros de su casa, un recorrido que cada día tardaba una hora en recorrer.

En 2003 empezó la educación secundaria en Boane, la capital del distrito del que dependía su aldea. Era un largo camino de 9,6 kilómetros que hacía dos veces al día en una silla de ruedas con un manillar especial donado por dos organizaciones humanitarias españolas. Sus dos principales deseos eran conseguir un trabajo y estudiar medicina en la universidad mientras sobrevivía en la casa de su madre Lydia de una pequeña parcela agrícola y una ayuda mensual que le enviaba Henning Mankell.

En noviembre de 2004 fue de nuevo madre de una lindísima hija llamada Alia. Vivió un año con el padre de la recién nacida en la casa de sus suegros. Hasta que en abril de 2006 el muchacho decidió irse a Sudáfrica a trabajar. Nunca recibió ayuda económica ni noticias suyas. Tuvo que regresar a casa de su madre, a una familia reducida a mujeres y niños.

La lógica se había impuesto: mujer mutilada es igual a mujer abandonada en la mayoría de los países afectados. Los hombres se quejan de que «sus mujeres ya no son completas y, por tanto, no sirven», tal como me comentó un trabajador social en Maputo al explicarme por qué las mujeres sufrían un mayor trato discriminatorio cuando se quedaban sin piernas por culpa de las minas.

En mayo de 2005 viajó a Barcelona con Alia, que ya tenía seis meses, para cambiar sus prótesis por quinta vez desde que sufrió el accidente. El Institut Desvern de Protética S. L., un pequeño centro fundado por un grupo de amputados en Sant Just Desvern, se había ofrecido a cambiarle las prótesis de forma gratuita. DKV Seguros, compañía muy implicada en las labores sociales y asistenciales, había financiado los viajes y la estancia de madre e hija en la localidad situada a unos pocos kilómetros de Barcelona.

La joven había resistido dos embarazos y una larga etapa de siete años con el mismo par de prótesis ya destrozadas. Los ortopedistas que le atendieron admiraron su capacidad de resistencia. «Ha tenido que sufrir lo inimaginable», me explicó Gustau Correa, el encargado de realizar las mediciones y los moldes de las nuevas prótesis. Los muñones hinchados y llagados tenían que encajar a la fuerza en unas prótesis hechas para una mujer quince kilos más delgada. La propia Sofia me confesó que el dolor que sentía durante los embarazos era difícil de describir.

Muy contenta con sus nuevas prótesis que le permitían andar sin utilizar los bastones regresó a su país un mes y medio después. Ya había despertado de su sueño imposible de estudiar en la universidad y se enfrentaba a un futuro incierto con muchas dificultades para conseguir un trabajo al vivir a decenas de kilómetros de la capital y muy limitada por su doble amputación. Pero Henning Mankell se mantuvo a su lado y la ayudó económicamente a construirse una sencilla casa al lado del hogar de su madre, a quien Sofia siempre ha cuidado con esmero.

Un dinero sobrante de un proyecto de ayuda a mutilados realizado por las Ong Intermon-Oxfam, Manos Unidas y Médicos sin Fronteras le permitió iniciar un negocio de ultramarinos a partir de febrero de 2012 en la aldea en la que vive desde que era una niña. Invirtió en neveras y congeladores, compró un motor para superar los habituales cortes de luz, se centró en adquirir productos básicos por sacos de cincuenta kilos en la capital y a venderlos al por menor a sus vecinos, aprendió algunas claves de economía básica y doméstica para rentabilizar su negocio y se puso al frente de él con gran disciplina y sin horarios.

Nunca he avisado a Sofia de mis visitas a Mozambique. Sé que la encontraré en el mismo lugar aunque pase años sin verla. Con otros protagonistas de Vidas Minadas mantengo el contacto por Facebook y en los últimos años por WhatsApp. Aunque vivan en lugares lejanos y difíciles de acceder, recibo mensajes con asiduidad. Algunas veces en tiempo real. Pero en la aldea de Sofia sigue habiendo muchas limitaciones telefónicas.

El año pasado elegí una fecha a voleo en el calendario y volé a Maputo el 29 de junio de 2017. Hacía cinco años que no veía a Sofia. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la visité el día después de mi aterrizaje. Tenía una tercera hija que había nacido hacía cuatro años y, además, estaba embarazada de nueve meses.

Horas después de mi llegada se puso de parto y tuve que llevarla en mi coche al centro médico más cercano. Allí me aconsejaron que la trasladara al hospital distrital ante la posibilidad de un parto de alto riesgo.

En las últimas semanas había echado de casa al padre de su última hija y del bebé todavía sin sexo que estaba a punto de nacer. «Siempre estaba bebiendo, no aportaba un salario en casa y no quería perder los ahorros de toda mi vida que quiero dedicar a la educación de mis hijos», me había contado Sofia esa misma mañana en su casa.

He visto muchos partos duros en mi vida. En campos de refugiados, a la luz de las velas en ciudades bombardeadas, he visto nacer a niños ya muertos, he estado presente en el nacimiento de mi hijo por cesárea y he mantenido la calma cuando el bisturí rajaba el vientre de mi pareja.

Pero el desenlace del cuarto parto de Sofia fue muy especial. Dilató dando grandes gritos de dolor junto a otra media docena de parturientas, entre ellas una menor de quince años, en una habitación por la que volaban mosquitos Anopheles del género Plasmodium, causantes de la malaria humana, y en un ambiente de profunda soledad porque su madre Lydia y su hermana menor Anastasia no pudieron acompañarla. La comadrona y el resto del personal médico no entraron en la habitación hasta que la cabeza del bebé empezó a asomar.

Imagínense un parto de una mujer sin dos piernas, empapado todo su cuerpo desnudo por el sudor vertido en una atmósfera irrespirable. Imagínense sus gritos de dolor y sus llamadas a una madre que estaba a decenas de kilómetros. Imagínense al bebé saltando al mundo y chapoteando en el líquido amniótico hasta que la comadrona consigue recogerlo, cortar el cordón umbilical, verificar su sexo, pesarlo en una báscula y entregárselo a Sofia para que lo envuelva en una bellísima capulana, una tela multicolor que oficia de vestimenta esencial en las mujeres mozambiqueñas y que son utilizadas también para arropar y cargar los bebés a la espalda.

Imagínense a Sofia agotada abrazando a su bebé recién nacido a las once de la noche de aquel 30 de junio de 2017, temblando de frío después de sudar la gota gorda, acompañada en su soledad por un hombre, el fotógrafo que sigue sus pasos desde hace veinte años, que la ve llorar de cansancio y de alegría, pero también de preocupación ante la incertidumbre que provoca tener que velar por otra hermosa niña sin el respaldo de una pareja.

«¿Qué nombre le vas a poner a tu bebé, Sofia?», le pregunté quizá para centrar su atención en algo más concreto que el presente precario. «No lo sé», me dijo con un timbre de voz agónico. «Quizá podrías ponerle el nombre de Maria o de Anita», le insinué poco antes de que una enfermera me dijera que la iba a trasladar a otra sala a la que no podía acceder.

A la mañana siguiente fui a buscar a sus otros hijos y los llevé al hospital para que vieran a su madre y a su nueva hermanita. Me encontré a una Sofia muy recuperada, los surcos de cansancio y dolor que la noche anterior serpenteaban por su rostro habían desaparecido, y su bebé parecía un bombón listo para comérselo.

Se me acercó al oído y me susurró: «Ya he decidido que mi hija se llamará Ana Maria. Gracias por ayudarme a encontrar su nombre». La besé como si fuera una hija y le dije que me parecía un gran homenaje a sus dos hermanas ya desaparecidas, Maria en la explosión de la mina y Anita por culpa del sida.

Aquel día entendí por qué Henning Mankell había definido a Sofia en el prólogo del primer libro de esta trilogía como «una persona invencible» que «no se deja pisar» y que «nunca se rinde». Entendí por qué el gran escritor sueco necesitó escribir tres grandes relatos aquí reunidos para contar la historia de una niña que tuvo la desgracia de pisar una mina cuando apenas levantaba un metro del suelo.

En los relatos de Henning Mankell está la sal de la vida de Sofia, su capacidad de superación para enfrentarse a las situaciones más difíciles, la dignidad con la que pasea su cuerpo mutilado por culpa de la violencia de la guerra, su valentía y arrojo para mejorar la vida de sus cuatro hijos, su sueño de que alguno de ellos consiga llegar a la universidad y romper el ciclo de pobreza y violencia que sufre su familia desde hace generaciones. En los relatos se condensa la vida de una mujer invencible llamada Sofia, que el autor conoció cuando era una niña y que acompañó hasta su muerte hace dos años y medio. Mankell la quería como una hija y estaba muy orgulloso de ella. Como lo estoy yo.

Gervasio Sánchez, fotoperiodista autor de Vidas Minadas,

un proyecto fotográfico empezado en 1995 que tiene a

Sofia Elface Fumo como una de sus protagonistas

EL SECRETO DEL FUEGO

Unas palabras antes

de que leas este libro…

Hay muchas palabras en la lengua sueca que son expresivas y hermosas.

Una es la palabra invencible.

Cuando te la dices en voz alta puedes oír lo que significa.

Que no te dejas pisar.

Que no te rindes.

Este libro trata de una persona invencible llamada Sofia. Existe en la realidad y tiene doce años. Vive en uno de los países más pobres del mundo, Mozambique, que está situado en la costa este de África.

En realidad es una tierra rica. Pero se ha vuelto pobre debido a una guerra que duró casi veinte años. Hasta 1975 Mozambique había sido colonia portuguesa. Cuando el país obtuvo la independencia y quiso ir por su propio camino hubo muchos que trataron de impedirlo. En particular los portugueses acomodados que veían desaparecer su antiguo poder. Muchos de ellos se mudaron a Sudáfrica. Tampoco los racistas de Sudáfrica veían con buenos ojos lo que ocurría en el país vecino, en Mozambique. Dieron dinero y armas a los mozambiqueños pobres e insatisfechos y les animaron a empezar una guerra civil. Y, como en todas las guerras, la peor parte se la llevó el pueblo. Murieron muchas personas, y otras muchas huyeron. Sofia fue una de ellas. Pero sobrevivió.

Este libro trata de ella y de algo que ocurrió. Algo que cambió toda su vida.

HENNING MANKELL

A la memoria de Maria Alface.

Una chica africana

que murió cuando era muy joven.

El libro trata de su hermana

Sofia.

Que sobrevivió.

Esta es mi historia,

que quiero que permanezca viva

en vuestra memoria.

El corazón africano

es como el sol,

grande, rojo,

una tela de seda de color sangre.

El amanecer africano baila.

Con el sol naciente

se alzan los primeros sonidos,

primero susurrantes, rumorosos,

y luego, al final, más y más fuertes.

Pero todavía es de noche.

Y Sofia sueña…

1

Sofia corre a través de la noche.

Está oscuro y tiene mucho miedo.

No sabe por qué corre, ni por qué tiene miedo, ni adónde se dirige.

Pero hay algo ahí, detrás de ella, algo en lo profundo de la noche que la asusta. Sabe que tiene que ir más deprisa, que tiene que correr más rápido: porque eso que hay ahí detrás, que ella no logra ver, está más y más cerca.

Tiene mucho miedo y está muy sola, y lo único que puede hacer es correr.

Corre siguiendo un camino que serpentea entre arbustos y zarzales. No ve el camino pero se lo sabe de memoria, sus pies saben dónde tuerce y dónde sigue recto. Es el camino por el que pasa cada mañana con su hermana Maria hasta llegar al pequeño campo en el que cultivan maíz, lechuga y cebolla. Cada mañana al amanecer va allí, y cada tarde, poco antes de que se ponga el sol, vuelven ella y Maria, acompañadas entonces también por su madre Lydia, a la pequeña choza en la que viven.

Pero ¿por qué corre ahora por ahí, cuando es de noche y está oscuro? ¿Qué es lo que la persigue en la oscuridad? ¿Un monstruo sin ojos? Puede sentir su respiración en la nuca, así que intenta ir más deprisa todavía. Pero no tiene fuerzas. Piensa que tiene que esconderse, salirse del camino y acurrucarse, hacerse pequeña entre la maleza. Da un salto como ha visto hacer a los antílopes y se separa del suelo.

Y entonces se da cuenta.

Eso era precisamente lo que el monstruo de la oscuridad quería que hiciera.

Dejar el camino. Lo más peligroso de todo.

Cada mañana su madre Lydia decía:

—No te apartes nunca del camino. Ni tan siquiera un metro. Nunca cojas atajos.

Prométemelo.

Sabe que hay algo peligroso en la tierra. Soldados armados que nadie puede ver. Enterrados, invisibles. Que esperan y esperan a que un pie los pise. Intenta desesperadamente mantenerse en el aire. Sabe que no puede poner los pies sobre el suelo. Pero no logra sostenerse en el aire, no tiene alas como los pájaros, así que cae hacia el suelo, las plantas de los pies ya acarician la tierra seca.

Entonces se despierta.

Está empapada en sudor, el corazón le late con fuerza en el pecho y al principio no sabe dónde está. Pero luego oye la respiración de sus hermanos dormidos y de su madre. Están pegados unos a otros en el suelo de la pequeña choza. Con cuidado alarga su mano y la pasa por encima de la espalda de su madre. Se mueve pero sin despertarse.

Sofia está tumbada con los ojos abiertos en el silencio de la noche.

La respiración de su madre Lydia es suave e irregular, como si ya estuviera despierta y preparando la papilla que comerían por la mañana. A su izquierda están Alfredo y Faustino, que es tan pequeño que aún no ha aprendido a andar.

Sofia piensa que pronto habrá uno más durmiendo sobre el suelo de la choza. Su madre Lydia parirá dentro de poco tiempo. Sofia la ha visto gorda varias veces antes. Sabe que no pueden faltar muchos días.

Piensa en el sueño. Ahora que se ha despertado se siente relajada y contenta, pero también triste.

Piensa sobre el asunto del sueño. Sobre lo que ocurrió aquella mañana de hacía un año.

Piensa en Maria, cuya respiración ya no puede oír más en la oscuridad.

En Maria, que ya no está.

Se queda tumbada en el suelo en medio de la oscuridad durante un rato. Un búho ulula en algún lugar ahí fuera, se oye una rata que rasca con cuidado la cara exterior de la pared de paja de la choza.

Piensa en lo que ocurrió aquella mañana, cuando todo era como de costumbre, y ella y Maria se fueron a ayudar a Lydia a limpiar de malas hierbas el campo, que está donde el poblado acaba.

Y piensa en todo lo que ocurrió antes.

2

Fue la vieja Muazena quien les habló del secreto del fuego.

Cada llama guarda un secreto. Si te sientas a la distancia oportuna de las llamas puedes ver en lo profundo de su danza lo que ocurrirá en la vida, en el futuro, en todos los días que reposan como en una línea y por estrenar delante de una persona. Muazena señalaba con el dedo de su mano arrugada y temblorosa hacia un campo donde había diferentes plantas en fila.

—Así es la vida —dijo Muazena—. Cada día es una planta. Que debéis cuidar y regar, limpiar de malas hierbas y cosechar alguna vez. Cada planta es un día de vuestra vida que aún no habéis vivido.

En el fuego están incluso todos los recuerdos.

También de eso les había hablado Muazena a Sofia y Maria cuando todavía eran muy pequeñas. Mirando el fuego atentamente uno puede recuperar recuerdos que quizá un día creerá haber olvidado para siempre.

Sofia pensaba a menudo en Muazena. Pero Muazena ya no estaba. Igual que Maria. Cuando Sofia recordaba a Muazena pensaba en aquel tiempo en que todavía no se habían visto obligados a huir. Eso era antes del largo viaje, antes de haberse asentado aquí junto al río. Eran los buenos tiempos, cuando apenas sabía lo que era el dolor. O la tristeza. O el hambre. O lo peor de todo: la soledad.

Por aquel entonces vivían donde siempre lo habían hecho. Lo que Sofia recordaba mejor era el poblado con sus chozas, todas redondas y con los techos de hoja de palmera trenzada con maestría. Allí fue donde ella nació, igual que Maria y Alfredo. Su padre, Hapakatanda, la había levantado hacia el cielo para dejar que saludara al sol. Había estado atada a la espalda de su madre Lydia, que por entonces era la mujer más bella y más fuerte de todo el poblado. Sofia había estado sentada en su espalda mientras ella picaba en la tierra seca inclinada hacia delante. Siempre oía música en su interior cuando pensaba en esos tiempos. Los tambores y la monótona melodía de un timbila*. Sofia guardaba en su cuerpo el eco del vaivén de su madre cuando bailaba con las demás mujeres. No recordaba haber pasado nunca hambre en aquellos días. Ni haber tenido miedo. Habían sido los tiempos felices.

También eso lo había explicado Muazena.

Había hablado del paraíso. Y había dicho que la felicidad solo está allí donde sabemos que hemos estado, una vez la hemos perdido.

Luego ocurrió aquello que más tarde trataría siempre de olvidar. Pero el recuerdo era como una cicatriz en la piel que nunca se iba.

Era de noche.

Sin luna, sin estrellas.

De repente toda su vida explotó. Una luz blanca y acerada iluminó la choza, seguida de una serie de ruidos muy fuertes. En su recuerdo, que era lo que más deseaba olvidar de toda su vida, veía caras de persona desencajadas en el resplandor del fuego. Eran personas pero parecían monstruos, y enseguida comprendió que estaban allí para matarla a ella y a todos los del poblado.

Eran los bandidos.

Se habían acercado con sigilo hasta el poblado, protegidos por la oscuridad de la noche, y habían quemado las chozas y matado a las personas. En algún momento de ese horrible caos de fuego y muerte, de cuerpos ensangrentados, de gritos y llantos, su padre Hapakatanda había intentado esconderla junto con Maria.

Luego hubo un gran silencio. Entonces pudo comprender lo que se quería decir con el Silencio de la Muerte. Aunque su padre había logrado, a cambio de su vida, lo que se había propuesto: protegerlas a ella y a Maria de los cuchillos, las hachas y los rifles.

Por la mañana, cuando el sol hubo vuelto, se atrevieron a salir del escondite. Su padre estaba muerto y habían llorado mucho. Muazena también estaba muerta, estaba boca abajo sobre el fuego apagado. Pero Lydia no estaba allí, y tampoco Alfredo. Sofia y Maria no se atrevían a gritar y lloraban en silencio mientras salían a gatas de la choza. Vagaron por el poblado, por todas partes había personas muertas, todas a las que conocían y de las que eran parientes, personas con las que habían jugado, trabajado, reído. Los monstruos que habían aparecido por la noche se habían traído consigo el Silencio de la Muerte, habían transformado el poblado en un cementerio. Por todas partes había personas muertas que se habían quedado en posturas retorcidas; incluso habían matado a los perros. Varios tenían las piernas y los brazos amputados, alguno incluso la cabeza. Caminaron por el poblado muerto a través del Silencio de la Muerte hasta que llegaron a la última choza quemada. Sofia había pensado que Lydia tenía que estar en alguna parte, igual que Alfredo. No podían estar todos muertos. No podía ser que solo quedaran ella y Maria. Era lo que había contado Muazena, que lo primero que podía atemorizar a una persona era ser la última sobre la Tierra.

«No quiero ser la última persona», había pensado tras su silencioso llanto. «Si le pasa algo a Maria me quedo sola».

Lydia estaba allí. Los habían encontrado en las afueras del poblado, escondidos entre la maleza. Alfredo también estaba vivo. Eran Lydia, Alfredo y dos mujeres y tres niños. Sofia y Maria no podían gritar de alegría, los bandidos podían estar cerca y oírlas. Solo se agarraron entre sí y siguieron escondidos todo el día entre la maleza, sin agua, sin comida, esperando a que volviese a oscurecer.

Luego huyeron. La primera noche caminaron por la rasgadora maleza todo lo que pudieron aguantar. Después de eso se atrevieron también a caminar durante el día. Como no sabían adónde dirigirse simplemente caminaron en línea recta por el paisaje tórrido, hacia las lejanas montañas que se asomaban en el horizonte. Sofia podía recordar el hambre que sentía. Pero la sed la había afectado mucho más.

El tercer día Lydia discutió con las otras mujeres sobre la dirección que debían tomar. Se separaron y Lydia, Sofia, Maria y Alfredo siguieron hacia las montañas, mientras las otras mujeres torcieron en otra dirección.

Siguieron caminando y nunca se dieron la vuelta.

En algún lugar del camino hacia lo desconocido se encontraron con una mujer mayor. Era muy pobre, su ropa colgaba hecha trizas y tenía las piernas hinchadas y con heridas. Sofia pensaba que era igual de mayor que Muazena. De repente estaba delante de ellos y cuando su madre Lydia habló con ella se pudieron entender, ya que sus lenguas eran muy parecidas. Lydia explicó lo que había ocurrido.

—Fueron los bandidos —dijo—. Llegaron de noche y mataron a mi marido.

—¿A quién más? —preguntó la anciana—. Los bandidos son bestias y nunca matan a una sola persona. Matan a cuantas pueden.

—Mataron a todos los del poblado —contestó Lydia.

—Y a los perros —dijo Sofia—. También mataron a todos los perros.

La mujer comenzó a mecerse, a sacudir la cabeza y a soltar lamentos. Lydia hizo lo mismo, y también Sofia, Maria y Alfredo. Mecían sus cuerpos y se atrevían a llorar y a gritar por la tristeza y el dolor sin miedo ya a ser descubiertos.

Luego siguieron caminando hacia las montañas. La anciana los acompañó y compartió con ellos la carne de un pájaro muerto. En un cauce de agua casi seco encontraron algo de beber.

Por las noches dormían junto al fuego bajo los baobab. Y fue entonces cuando Sofia despertó a Maria al oír el rugido del león en la oscuridad.

La anciana no había dicho su nombre. Pero tenía una sonrisa amable a pesar de que le faltaban dientes.

En los sueños de Sofia los monstruos habían vuelto. Cuando una de las bestias volvía a alzar un hacha sobre su padre, se despertó. Lydia dormía acurrucada, con Alfredo junto a su cuerpo. La mujer mayor dormía junto al fuego, que ahora no eran más que tenues brasas; Maria estaba a su lado. Sofia pensaba que quizá el alma de Muazena se había posado en la anciana que nunca dijo su nombre.

Temprano al amanecer continuaron su caminata hacia las montañas que todavía parecían seguir igual de lejos. De pronto a Sofia le pareció oír que su madre Lydia le preguntaba a la anciana acerca de la ciudad.

—Nunca he estado allí —contestó la mujer.

—¿Queda lejos? —preguntó Lydia.

—La ciudad está lejos para que gente como tú y yo y tus hijos puedan llegar. Mis piernas son viejas y están heridas, las de tus hijos son demasiado cortas y jóvenes. Ninguno de nosotros tiene las piernas hechas para ir hasta la ciudad.

Lydia no preguntó nada más. Siguieron en silencio. El calor era muy intenso. Intentaron protegerse del sol enrollando partes de sus capulanas* alrededor de la cabeza. La anciana aún tenía un poco de agua en un sucio recipiente de plástico. Pero bien entrada la madrugada todavía no habían visto ni rastro de árboles ni bosquecillos, ni indicio de agua cercana.

En el crepúsculo de la tarde la anciana se detuvo de repente y se sentó fatigada en la tierra seca.

—Hasta aquí he llegado —dijo después de un momento de silencio—. Ya he caminado bastante.

Lydia les dijo a Sofia y a Maria que recogieran leña para hacer fuego.

—Pero aquí no hay ningún árbol —dijo Sofia—. ¿Dónde vamos a dormir?

—Haced lo que os digo —contestó Lidia, y su voz sonó cansada—. Nos quedamos aquí esta noche.

Sofia quería preguntar más cosas. ¿Quién les protegería de los depredadores? ¿Qué pasaría si se apagaba el fuego y no había el espíritu de ningún árbol para velar por ellos? Pero no se atrevía a preguntar nada más. Había oído en la voz de su madre Lydia que por ahora no tenía más respuestas. Junto con Maria y Alfredo recogió hierba seca y palitos de madera. Sofia se mantenía todo el rato cerca de Alfredo. Podía haber serpientes y él era tan pequeño que todavía no sentía miedo cuando debía hacerlo.

Encendieron el fuego y Sofia vio que la anciana permanecía sentada sin moverse, con los ojos abiertos.

—¿No va a comer nada? —preguntó Sofia cuando comieron el último trozo de carne seca.

—No tiene hambre —contestó Lydia.

—¿No va a dormir? —preguntó Sofia en voz baja cuando se hubieron acurrucado junto al fuego.

—Ya está durmiendo —respondió Lydia—. No preguntes más. Duerme.

Al día siguiente, al amanecer, cuando Sofia se despertó, la mujer seguía sentada en la misma posición.

Su cuerpo estaba totalmente rígido. Sofia comprendió que ahora también ella estaba muerta.

Tocó a Lydia, quien se despertó al instante.

—Está muerta —dijo Sofia.

Lydia se incorporó y se acercó a la anciana. La miró sin decir nada. Luego despertó a Maria y a Alfredo y le dijo a Sofia que cogiera el recipiente de plástico de la mujer.

Cuando ya habían caminado un buen rato Sofia se giró. Como si fuera una sombra lejana vislumbró a la anciana. Quizá se hubiera transformado ya en una de las raíces muertas y retorcidas que se extendían sobre la tierra roja y seca.

Sofia tenía muchas preguntas. Se preguntaba por qué la habían obligado a pertenecer a este mundo compuesto solo de muertos.

«Mientras logre llegar a las montañas altas…», pensó. «Allí deben de estar las personas vivas».

Caminaron mucho tiempo, muchos días. Más tarde Sofia pensaría que había sido como un sueño. A lo mejor uno podía viajar en sueños. A lo mejor se podían escalar montañas y vadear cauces de agua medio secos sin despertarse.

Pero por las noches las caras desencajadas reaparecían. Los monstruos se inclinaban sobre ella, que se despertaba con un sobresalto. Entonces los monstruos desaparecían. Pero estaban todo el tiempo cerca de ella, lo sabía. La veían sin que ella los viera a ellos.

Caminaron mucho tiempo, muchos días.

Sofia le preguntó a Lydia adónde iban.

—Lejos —contestó Lydia—. Lejos de los que mataron a Hapakatanda y a tu familia.

Sofia trató de imaginar que aquello que Lydia llamaba Lejos era un lugar, quizá un pueblo, que ya existía en alguna parte y que les estaba esperando. Pero también podía pensar que al no ir colgada ya de la espalda de su madre no tenía derecho a ser infantil. Lejos era lejos, no un lugar.

Un día Sofia vio el mar por primera vez.

Habían subido a un monte, era bien entrada la tarde y los pies de Sofia estaban hinchados y tenían heridas.

Entonces vio el mar por primera vez. Un río sin playa al otro lado. Un agua brillante de color turquesa que ningún puente podía cruzar.

Aun sin haber visto nunca antes el mar, Sofia tuvo enseguida la sensación de haber llegado a casa. Era como si, a pesar de todo, hubiese algo familiar incluso en lo desconocido. Quizá era que acababa de descubrir uno de los secretos de los que le hablara Muazena, uno de los secretos del fuego. Quizá era que todas las personas que tenían que huir de sus hogares por culpa de bandidos o de monstruos tienen otra tierra esperándolas. Solo se trataba de no sentarse como había hecho la anciana. Justo antes de que las últimas fuerzas dejaran a una persona, esta llegaba al hogar que no sabía que tenía.

Continuaron hasta que llegaron al mar. La arena era diferente, más blanda bajo los pies. Lydia se hundió en la sombra de un árbol que había en la orilla. Sofia y Maria corrieron juntas hasta el agua. Cuando la probaron estaba salada. Caminaron mar adentro hasta que oyeron a Lydia gritarles que fueran con cuidado.

Luego Sofia preguntó si habían llegado a donde se dirigían.

Lydia sacudió la cabeza.

—¿Cómo íbamos a poder vivir aquí? —preguntó—. ¿Cómo íbamos a hacer crecer algo en la arena? ¿Cómo íbamos a plantar nada en el agua? Tenemos que seguir.

Sofia no se olvidó nunca del mar. Cuando al día siguiente reanudaron su camino y volvieron a adentrarse en tierra firme a menudo se giraba para ver aquel agua destellante que no parecía tener fin.

Después de mucho tiempo llegaron a un poblado en el que vivían unos parientes lejanos de Hapakatanda, el marido de Lydia. El jefe del poblado, un hombre viejo que estaba casi ciego, les dio permiso para quedarse. Con paja y barro construyeron una pequeña choza en las afueras del poblado y por las mañanas Lydia, Sofia y Maria iban con las demás mujeres a trabajar en los campos. Pero un día llegó un hombre corriendo y contó que un poblado vecino había sido arrasado la noche anterior por los bandidos. Esa misma tarde huyeron todos del poblado llevándose solo sus cabras. Durante más de un mes estuvieron escondidos temiendo constantemente que los bandidos los encontraran. Apenas tenían con qué alimentarse y sobrevivían a base de raíces, lagartos y ratas que lograban cazar.

Mientras tanto Alfredo se puso muy enfermo. Sofia creía que también él iba a morir. Cuando un niño empezaba a temblar de frío a pesar de que el sol luciera con fuerza, ella sabía que la muerte le había echado su peligroso aliento a través de sus fosas nasales. Pero Alfredo sanó. Cuando los aldeanos decidieron volver al viejo poblado Lydia dijo que no se iban con ellos, que iban a continuar su viaje.

—¿Adónde vamos? —preguntó Sofia.

—Allí donde los bandidos no están.

—¿Dónde está eso?

—No lo sé. No preguntes tanto.

Durante todo ese tiempo a Sofía le dio miedo que su madre hiciera lo mismo que había hecho la anciana: sentarse en el suelo y endurecer como la raíz de un árbol. Entonces Sofia se quedaría sola con Maria y Alfredo y no sabría dónde encontrar un hogar. Cada noche, cuando acampaban, Sofia miraba a hurtadillas a su madre. ¿Se sentaría y se quedaría dura?

Sofia pensaba que estaba rodeada de miedo. Los bandidos estaban lo mismo detrás que delante de ella. Para Sofia, que Lydia no se hubiese sentado y quedado dura como una roca esa tarde solo suponía temer que fuera a pasar al día siguiente.

Pero nunca ocurrió.

Un día la larga caminata también finalizó.

Llegaron a un poblado en el que solo había personas que habían huido de los bandidos. Hablaban diferentes lenguas. Un hombre blanco que era sacerdote las miró con cara de tristeza. Con ayuda de un hombre del poblado que hablaba su lengua, Lydia pudo explicar de dónde habían huido. Les contó la noche en que los bandidos habían aparecido para saquear, quemar y matar.

—También a los perros —dijo Sofia—. También mataron a nuestros perros.

Construyeron por segunda vez una choza de paja y barro en una pequeña cuesta. Por abajo corría un río. La primera noche que pudieron dormir de nuevo bajo techo, Sofia se quedó tumbada contemplando la oscuridad exterior. Se dio cuenta de que Maria, que estaba a su lado, tampoco se había dormido.

—Aquí vamos a vivir —susurró Sofia.

—¿Por qué no vienen los bandidos aquí? —preguntó Maria.

—A lo mejor no encuentran este sitio —contestó Sofia—. Piensa en todos los días que hemos caminado. Nuestros pies están hinchados y llenos de heridas.

—Puede que los bandidos tengan zapatos —dijo Maria, y Sofia pudo notar que tenía miedo.

—No creo que los monstruos lleven zapatos —dijo Sofia—. Vamos a vivir aquí. No va a pasar nada.

Maria se acurrucó más cerca de Sofia, que notaba el calor del cuerpo de Maria, cómo la iba llenando.

«Aquí viviremos», pensó. «Pero a mi padre Hapakatanda no lo volveré a ver nunca más. Ni a todos los demás que eran amigos míos, mi familia. Tampoco volveré a ver a los perros».

De pronto se dio cuenta de que estaba llorando. Era como si ahora se atreviera por primera vez a sentir toda la tristeza que llevaba dentro. Si toda la pena que sentía se pusiera en una cesta colocada en la cabeza, se derrumbaría sin remedio. Era demasiado pequeña para llevar una cesta tan pesada.

Aun así sabía que estaba obligada a llevarla. Siempre estaría ahí, la cesta de la tristeza. Toda su vida.

Al final se durmió y soñó con Muazena y con los secretos del fuego.

—Hemos llegado —le susurró a Muazena en el sueño—. Hemos llegado y seguimos vivos. Y he visto el mar.

Al día siguiente Sofia se despertó muy temprano. Pero Lydia ya se había levantado, por supuesto. Cuando Sofia salió de la choza y se frotó el sueño de los ojos, Lydia estaba sentada en cuclillas haciendo fuego. Miró a Sofia y sonrió. Sofia pensó que hacía mucho tiempo que no veía sonreír a Lydia. Aquello la llenó de una gran alegría. Ahora sabía que la gran caminata había terminado.

Por fin habían llegado.

Aquí empezarían a vivir otra vez.