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ÍNDICE


PRÓLOGO


PARTE 1

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5


PARTE 2

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14


PARTE 3

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19


EPÍLOGO


Sello_calidad_AL

PRIMERA EDICIÓN
Enero 2019

Editado por Aguja Literaria
Valdepeñas 752
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: contacto@agujaliteraria.com
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram: @agujaliteraria

ISBN: 9789566039211

DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 298.916
R.J. Paredes
La orden de los mares

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

DISEÑO DE TAPAS
Imagen de portada: Alex Silva
Diseño de tapas: Josefina Gaete






LA ORDEN DE LOS MARES

R.J. PAREDES


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DEDICATORIA


A mi mamá, que me leía en las noches para que durmiera bien, y a mi hermana, que me contaba historias de terror apenas mi mamá apagaba la luz, y lograba todo lo contrario. 

A mi papá, a quien no le gustaba nada de lo que escribía, pero sí que lo hiciera. 

A mi Barcoiche, para que navegue por siempre.

A mi esposa, la primera persona que leyó esta historia; ella tejía en su telar, en las tardes de lluvia, mientras yo escribía al lado de la estufa. 

A nuestra vida en Chiloé.



PRÓLOGO


El camarote estaba en penumbras. La efímera luz de una vela tiritaba dibujando extrañas sombras entre los muebles viejos y cubiertos de polvo. Antiguos tomos ocupaban los estantes y, a través de las escotillas, se observaba la irregular superficie del mar, un cielo negro y nada más. Sobre un altar, una biblia abierta.
Dos figuras encapuchadas se recortaban en la danza de la flama. Mientras tanto, perfumadas serpientes de incienso reptaban las figuras suspendidas en el aire, arrastrándose perezosas, perdiéndose en rincones de negrura vacilante. De rodillas ante la biblia, una frente a otra, las figuras murmuraban, evitando destruir la paz creada por las olas. 
Tras el altar, la vela, y tras esta, una imagen de Cristo coronado sobre un trono de oro, un manto púrpura sobre sus hombros y finas ropas blancas talladas con gran detalle sobre la madera. Su mirada era seria.
―¿Y qué si estamos mal? Nuestro Señor podría estar en contra de nuestra misión ―dijo uno, el temblor en su joven voz denotaba miedo. 
―¿Por qué preguntas eso? ¡Por supuesto que estamos mal! Dios no podría estar a favor nuestro. Caminamos directo al infierno, Humberto ―dijo el mayor. Su voz grave era segura y carente de humor―. Pero es este, precisamente, el motivo por el cual nos movemos. La humanidad está perdida, Dios está enviando sus plagas y nosotros, conocedores de las escrituras, sabemos que el fin está muy cerca.
Una ola meció la embarcación e hizo que la luz de la vela temblara. El rostro de Cristo se deformó al cambiar la iluminación, dándole un aspecto sombrío, como si los estuviera juzgando.
―Lo sé ―respondió Humberto―. Aun así, Maestro, ¿es realmente necesario?
―Mira dentro de tu corazón y dime, ¿es que acaso no lo deseas?
El joven guardó un silencio culposo. Muy dentro de él, sabía que así era. 
―Ahora, sal de aquí y ayuda a nuestros hermanos, el camino al terreno sagrado requiere de todos los hombres posibles. 
―A la orden, Maestro. 
Humberto se levantó con lentitud y avanzó por la recámara, ayudado por un bastón. Al llegar a la puerta se volvió para mirar la imagen tras el altar. Suspiró y salió al frío de la intemperie. 
El Maestro no volteó a verlo salir. Sus ojos, ocultos bajo la capucha de su túnica, permanecían clavados en el ídolo que proyectaba macabras sombras sobre la pared tras el altar.
―Señor, por ti enfrentaremos las llamas. Pecamos siguiendo nuestro destino, un destino descrito por vuestro padre. Te agradezco, Señor, por darnos esta tarea. Te agradezco, Señor, porque tu palabra nos ha inundado. Te ruego que ilumines nuestro camino… y elimines las dudas de nuestros corazones.
Una nueva ola meció la embarcación, un crujido perezoso cortó el silencio y la flama volvió a manipular las sombras de la imagen. El Maestro observó con detención los cambios y, meditando, asintió. 
Afuera, la tripulación caminaba por la cubierta atareada en los quehaceres de la navegación. La noche estaba fría y en cualquier momento comenzaría a llover. Una gélida brisa comenzó a soplar en el canal justo al momento en que el Maestro salía del camarote. El capitán del barco manipulaba el timón de manera ceremoniosa, no parecía importarle la tripulación de personajes encapuchados que caminaban sin dirigirle la palabra, mucho menos la carga viviente que llevaban bajo la cubierta, en una jaula de barrotes oxidados. La Orden de los Mares pagaba bien, eso era todo lo que él necesitaba.
El Maestro se irguió en sus 2,30 metros y, desde su altura real, observó a su gente realizando sus tareas. Uno de ellos estaba afirmado en la baranda contemplando el mar. Reconoció a Humberto y caminó hacia él. 
―Aún no lo entiendo, Maestro ―dijo el joven sin mirarlo, se había quitado la capucha, su rostro enjuto y avejentado no concordaba con la edad sugerida en su voz―. Dios quiere que cumplamos con nuestra tarea y así lo hacemos. ¿Por qué debemos ir al infierno entonces?
El Maestro advirtió las lágrimas deslizándose por sus pronunciados pómulos.
―Todos los seres humanos van hacia el mismo lugar ―respondió el Maestro y suspiró saboreando el aire salino―, el cielo cerró sus puertas hace años, hermano. ―Puso una dura mano sobre el hombro de Humberto―. Pero quienes ayudan a cumplir su misión, como tú, tendrán un lugar especial. ―Una bruma comenzó a aparecer sobre el canal, el barco avanzó adentrándose en ella. La vegetación de las orillas de las islas oscurecía aún más el paisaje y el silencio ancestral que envolvía el universo, fue pinchado de pronto por el chillido de una lechuza―. Dime ―continuo, el rostro oculto entre las sombras―, ¿no fue acaso nuestro Señor quien te salvó cuando eras un niño, de una enfermedad que debió matarte y tan solo te dejó algunas secuelas al caminar? ¿No consideras acaso que has sido bendecido con un milagro, como prueba de su inmensa bondad? 
Un sollozo fue la única respuesta que recibió. 
―Y sobreviviste… 
―…Y pude ver a Dios ―asintió el joven.
―Te encomendó una misión. Al igual que a todos aquí. Eres la justicia…
Una ráfaga meció la embarcación, su humedad auguraba tormenta y, a pesar de ello, la niebla seguía apareciendo, densa. 
El Maestro esperó una respuesta y al no oírla la comenzó por él:
―Pero…
―¡Pero tengo miedo! ―escupió el joven, brotaban ríos de sus ojos―. Creo que mi fe se ha marchado. Lo que he hecho en nombre de mi Señor… ¡las cosas que he hecho!… ―su voz quebrada luchaba por contener el aliento―. Mi conciencia no está tranquila y tengo miedo, Maestro… tengo miedo.
El Maestro ya no podía verlo, la niebla había trepado por la proa donde ellos se hallaban y unas tenues luces verduzcas se encendieron para evitar la completa negrura; el efecto conseguido era espectral. El llanto de Humberto se hizo más intenso cuando el anciano tomó su mano y lo observó a través de la oscura máscara que escondía su rostro.
―Está bien tener miedo, Humberto, pero jamás debes perder tu fe. Qué mal agradecido has sido… después de todo lo que se te ha dado. ―Apretó la mano del joven, un quejido se coló entre los sollozos―. Todos los seres humanos irán al infierno, Humberto, pero tú irás primero. 
Resplandecientes y amargos se reflejaron los faroles del puente sobre el filo de un cuchillo. El Maestro lo sostenía con su mano libre.
Humberto dejó escapar un chillido y se soltó de la enorme mano que lo tenía asido, pero sus piernas débiles lo traicionaron y cayó pesadamente al suelo. Comenzó a arrastrarse mientras su Maestro lo observaba. 
Algunas imágenes de su vida aparecieron frente a él: sus padres, su educación, el encuentro con su Señor en sueños diurnos. Todos, incluso aquellos a quienes él había dado justicia, le observaron a los ojos.
Sabía que lo seguían y por eso intentaba no mirar atrás. El miedo al frío acero sostenido en las manos del gigante le cortaba la respiración. El suelo estaba resbaloso, la humedad transformaba su patético intento de escape en una penosa demostración de impotencia y cobardía. 
Algunos de los tripulantes soltaron sonoras carcajadas cuando lo vieron esconderse tras unas cajas. Burlas en su camino al patíbulo. Burlas como siempre. Cerró los ojos, el vaivén del barco lo embriagó y vomitó.
Uno a uno se acercaban los pesados pasos de su verdugo. Los escuchó hacer eco sobre la proa, por sobre las olas, por sobre el viento que comenzaba a aullar y traía consigo las primeras muestras de la tormenta. Pronto lo sintió más cerca, las tablas temblaron bajo los firmes pasos y el temblor se propagó hasta su carne, se acercaban a un ritmo lento, pero continuo; como un reloj que avanzara inexorable.
Humberto temblaba incontrolablemente con las manos aferradas a un rosario de madera que pendía de su cuello y los ojos apretados, mientras recitaba un rezo incomprensible entre suspiros entrecortados. Seguía viendo los ojos de quienes había ajusticiado, “¿acaso han venido a buscarme?”, pensó.
Un paso más, dos, tres… estaba tan cerca. Y no había dónde ir. 
Sus lágrimas se perdieron en el aguacero que lo empapaba sin piedad. Sintió que su alma se congelaba con cada espasmo de terror. El repentino calor que escurrió sobre sus piernas no fue ninguna ayuda, menos cuando sintió el hedor de su orina en contraste con la lluvia, limpia y fría.
Más pasos, cuatro, cinco… no hubo un sexto. El reloj se detuvo. Sintió que lo tomaban de los brazos, cerró los ojos con tanta presión que le dolieron los párpados. Le hablaron y escuchó risas y burlas, “¡burlas, igual que siempre…!”. No quiso mirar. La atmósfera se llenó de ruidos. Quería que se detuvieran. “¡Cállense, por favor!”, quiso gritar, mas las palabras jamás cruzaron sus labios.
Lo habían sujetado entre dos tripulantes, sus hermanos. Lo desnudaron y afirmaron su pecho sobre la baranda de la proa. La húmeda madera barnizada contra su carne le produjo una sensación extrañamente agradable. 
Dejó escapar un alarido cuando el gigante lo tomó del pelo y le jaló la cabeza hacia atrás. Sintió la mordida del filo en su piel. 
―¡P… por favor! ―sollozó.
Pero el cuchillo ya había comenzado su camino abriéndose paso por su cuello. Un sabor a hierro inundó su boca de pronto y sintió que se ahogaba.
El sonido de su sangre cayendo al agua desde el barco interrumpió los ruidos que antes le parecieran ensordecedores. Luego, en un segundo de ingravidez, escuchó el pesado sonido de algo que se zambullía en el mar; era él. 
Si hubiera podido escuchar lo que vino después, habría oído música. Dos de los tripulantes comenzaron a rasgar alegres melodías en rabeles, acompañando el rugido de la tormenta invocada, como un dios exigiendo más después de haber recibido un sacrificio.
En la oscuridad de la noche, la embarcación siguió su camino dejando atrás el cadáver de Humberto, aún tibio y con la garganta abierta cual sonrisa escarlata, flotando a la deriva por los pasadizos laberínticos de los canales de Chiloé. 



PARTE 1




Antes de nacer, Ana ya había cobrado la vida de su hermano.
Al surgir a la luz, escuchó su voz por primera vez: “Bienvenida”.


NOTAS


[1] Destacado personaje de la Mitología chilota, al sur de Chile.

[2Personaje femenino de la mitología chilota, relacionada al Millalobo.

[3Qué Diablos! Esto es una mierda, ¡ESTO ES UNA MIERDA!

[4] Esto es una locura.

[5Kemp. Jules Kemp, mi vecino.

[6El imbécil se folló a mi esposa… se lo merecía. Debí haberla matado a ella también.

[7Sí, sí…y me hice un tatuaje de eso… ellos me desollarán vivo… eso es lo que dijeron.

[8Vigía.

[9]Ese.

[10¡Dispara!

[11Deberíamos nadar entonces, ¿no?

[12] ¡Necesitamos nadar, llegar allá AHORA!

[13] No podemos.

[14] ¿Entonces?

[15] Nos esconderemos en el bosque.

[16] ¡Por la mierda!

[17] ¡Hay uno vivo!

[18] Interrogarlo.

[19] Todo.

[20] Lo que sea.

[21Deberíamos haberlo matado.

[22Personaje de la mitología chilena conocido por abusar sexualmente de las mujeres.

[23¡El perro!

[24]¡Ayuda!