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Tampoco se trata de ser perfectas

Le dedico este libro a mi hija, para que tenga en sus manos la voz y enseñanzas de mujeres a las que la vida ha hecho más sabias.

Adélie, nadie aprende en chipote ajeno, pero por lo menos queda aquí el testimonio de que no importa cuán grandes sean las adversidades, podemos luchar para salir adelante.

Estas enseñanzas nos pervivirán y tal vez sirvan a futuras generaciones. De ser así, probablemente puedas perdonarme los tiempos de disfrute contigo que me perdí al realizar este libro.

Recuerda: la vida es difícil, pero ÉSE NO ES PRETEXTO.

Agradecimientos

No es bien nacido quien no es agradecido. Este libro de verdad fue como dirigir una orquesta para que finalmente pudiera ver la luz de forma armoniosa. Debo agradecer a Arturito Tapia, quien no es mi hermano de sangre pero sí del alma… creo que es la única vez que ha tenido que perseguir mujeres en su vida. También su crítica oportuna a José Luis Guzmán Miyagui, a quien lo persiguen las mujeres. A Rolando Díez por escucharnos a todas la mujeres que le dábamos indicaciones para que este experimento tuviera forma. A Pedrito, mi marido, por saber escuchar y captar de forma tan sublime el sentido y la intención en el discurso de tantas mujeres. A mi abuela Josefina, mi madre Carmen y mi hija Adélie por hacer pervivir a esta casta de Gladiadoras Modernas. A grandes mujeres que participaron para que este libro pudiera ser compartido con todo el público: Guadalupe Ordaz, Guadalupe Reyes, Sofía López y por supuesto a todas la mujeres que tan amablemente nos abrieron las puertas de sus casas y oficinas. Y lo que es más valioso aún, las puertas de su corazón para compartirnos sus historias y enseñanzas.

óIntroducción

Editorial Océano me propuso una recopilación de entrevistas para crear un libro, y esperó casi dos años mi respuesta. Para mí, la encomienda resultaba algo delicado, e inclusive abrumador. La discusión comenzó desde la selección de mujeres a las que daríamos espacio y voz.

La lista interminable se redujo a unos cuantos nombres.

Lo que ustedes leerán a continuación es una colección de pláticas, sostenidas con mujeres de diversos ámbitos, en las que narran sus dobles, triples y múltiples jornadas. Sus peripecias por salir adelante en un país como el nuestro, en una época ensombrecida por la injusticia, la desigualdad y la violencia. Sin embargo, todas ellas lucharon y salieron airosas ante las vicisitudes de la vida.

No en la concepción que el neoliberalismo tiene del éxito, sino respecto a la sabiduría que obtuvieron de semejante trance. Ellas aprendieron, o están aprendiendo, su LECCIÓN DE VIDA, y amorosamente nos la comparten.

A estos diálogos he retirado mis preguntas e intervenciones para que ustedes se adentren en la narración de la protagonista y se hagan uno con ella. Sin más preámbulos, los dejo con estas mujeres que ya entendieron… que tampoco se trata de ser perfectas.

Concepción Cruz

Conchita es uno de esos personajes que agradeces que haya aparecido en tu programa como ángel salvador, generadora de rating y, sobre todo, como ejemplo de conciencia ante las masas mediatizadas que se debaten entre la obnubilación frente a la caja idiota y la tiranía del consumismo feroz. En pocas palabras, Conchita fue la neta en ese programa dedicado a las Mujeres en la Construcción.

Después del terremoto de 1985, muchas mujeres se integraron a la fuerza laboral, dedicada a la demolición de edificios en mal estado o a levantar las nuevas edificaciones que pretenderían dejar atrás la ausencia de los que se nos adelantaron y el dolor ante el terrible evento.

Concepción Cruz García fue la estrella de la transmisión. Nos explicó el A B C de la “maistriada” y dejó callados a los varones que quisieron humillarla en público, al ponerla en evidencia con preguntas técnicas acerca de cómo hacer un castillo, cómo colocar un andamio o cómo “amacoyar” el cemento. Ella respondió a las preguntas y demostró ingenio, empatía y sabiduría de esas que no confieren los títulos de las universidades y que sólo la experiencia del sufrimiento y la conciencia pueden tatuar en la memoria, no como rencor, sino como experiencia.

Saliendo del programa, Conchita recibió una invitación del Gobierno de Chiapas para ir a dictar una conferencia y, en ese momento, las cosas cambiaron para ella. Cumplió su sueño de subirse a un avión con su hermana y de ahí sucedieron los episodios más azarosos que jamás hubiera imaginado. Mujer que soportaba un marido macho, con los vicios de cualquier hombre que se precie como tal, Conchita se dio su tiempo para ser líder social, alma caritativa, paño de lágrimas, maquiladora, obrera, presidenta del Consejo de Participación Ciudadana (1997-2000), delegada municipal (2000-2003), líder seccional en la campaña de la presidenta municipal de Naucalpan, diputada, corregidora y hasta consejera de adolescentes embarazadas.

Cuando la volví a entrevistar, en 2008, era increíble verla despachando en un humilde cubículo, al lado del Palacio Municipal de Naucalpan. Una hilera de personas hacía fila frente a su puerta, como si esperasen las inscripciones de secundaria para sus hijos. Todos iban a solicitar la ayuda o el consejo de Conchita.

Bajita, de pelo muy chino y recortado de forma modesta, vistiendo ropa digna pero no cara ni ostentosa, fijando sus ojos negros como capulines, honestos y desafiantes, que dejan ver una mujer conservadora en muchas de sus creencias, excepto aquellas en las que la mujer debía resignarse. Concepción traiciona la vocación nacional de sufrimiento, le choca la pobreza y no soporta el “no se puede”. Concepción es de los pocos funcionarios que de verdad funcionan.

POLÍTICA

¿Por qué entré a la política? Yo entré a la política por un indigente. Estaba cosiendo, mis hijos eran muy pequeños, y yo estaba cosiendo unas batas y unas bolsas que me habían dado para maquilar. Eran como las diez de la mañana y le dije a mi sobrina: “Oye hija, ve a comprarme un kilo de tortillas”. Y se fue a comprar las tortillas. Cuando regresó de comprar las tortillas, me dijo: “Tía, allí afuera hay una Cruz Roja”. “¿Pues por quién vinieron?”, fue lo que le pregunté. Entonces salí, como nosotros decimos, al chisme. Me asomé a la puerta y vi que allí estaba una ambulancia de la Cruz Roja. Me acerqué. Estaba tirado un señor. Les dije a los de la Cruz Roja: “Oiga, perdón, ¿se lo van a llevar?”. Porque el señor gritaba, gritaba mucho que le dolía el estómago. Y sólo dijeron que “no”.

–¿Pero, por qué no se lo van a llevar? —pregunté.

–Porque no.

–A ver, a ver; explíquenme por qué no se van a llevar al señor —insistí.

–Porque es un indigente —sentenció el paramédico.

–Pero, a ver, independientemente de que sea lo que usted dice, es un ser humano y usted tiene que atenderlo. Además, acuérdese que nosotros, como ciudadanos, siempre aportamos para la Cruz Roja. Precisamente para que le regalen una pastilla, cuando menos, a este señor. Y se lo va a llevar —le advertí.

–Bueno, ¿y usted qué?, ¿qué le importa?

–¡Usted se lo va a llevar! —vociferé.

–¿Y usted se va a hacer cargo?

–¡Pus sí!

–Pus vámonos.

–Pus vámonos.

Y que me voy con el indigente a la Cruz Roja. Fíjate que el señor había tenido mucha diarrea. Me encerraron con él —por supuesto era un olor fatal; sin embargo, yo ahí iba con el señor. Llegamos a la Cruz Roja, bajaron al señor. Entraron unos camilleros. Por supuesto, le dieron la queja al director. Me dijo el director: “Oiga, mire usted: ¿se portó muy grosera con los señores?”. Le dije que no. No me porté grosera. “Señor director, con todo respeto, le voy a decir algo: nada más les dije lo que pienso que debe ser y se lo repito a usted. Nosotros anteriormente dábamos voluntariamente donaciones a la Cruz Roja. Hoy es voluntariamente a fuerzas. Porque de la escuela me mandan a mi hijo con mi goma, mi lápiz, mi quién sabe qué, y nada más paga para Cruz Roja”. También le dije: “Además, no se vale que si a nosotros nos obligan ‘voluntariamente’ —como dicen— a dar aportación a la Cruz Roja, ustedes no sean capaces de atender a un ser humano que está sufriendo, tirado en la calle. No, no estoy de acuerdo”. Entonces me acuerdo que el director se empezó a reír y me respondió: “Pues usted se va a ir con los zapatos al cielo”.

–¿Cómo se llama el señor?

–No lo sé.

–¿Qué edad tiene?

–No sé.

–¿Dónde vive?

–Tampoco lo sé.

–Bueno, entonces, ¿usted qué?

–Yo soy una vecina que vi que un señor necesitaba ayuda y ustedes lo tienen que atender y aquí estoy yo y…

–¿Quién se va a hacer cargo de él?

–Por supuesto que yo.

Había dejado todo: el almuerzo, todo se quedó. Yo nada más entré por mi monedero y una agenda y me fui con el señor. Es más, recuerdo que en ese tiempo pues ni siquiera “pedí permiso”. Yo, cuando recordé, ya estaba arriba de la ambulancia y vámonos. El señor estuvo internado en la Cruz Roja. El señor entró en estado de coma y no sabíamos cómo se llamaba. Me mandaron a comprar un medicamento que nunca se me va a olvidar, se llama lucosen. Y todo el tiempo estuve ahí con él. Yo no sabía quién era. Pero me fui a conseguir el medicamento. No lo encontraba por ningún lado. Fui a encontrarlo hasta el Centro. Hasta la farmacia París del Centro. Después de que cayó en estado de shock, volvió el señor a vivir. Se llamaba Marcelino. Y ya me platicó que él había venido de Oaxaca cuando tenía dieciséis años. Que le habían dicho que aquí en México había mucho dinero. Él no sabía leer, no sabía escribir y se vino a trabajar. Se le cerró el mundo en la capital y se dedicó a andar con el escuadrón de la muerte, con los pordioseros, con los borrachitos que se quedaban en la calle.

Un día me dicen en el hospital: “¿Usted es quien viene a ver al señor Marcelino?”.

–Sí.

–Ah, pásele por favor. Póngase esa bata —me puse la bata y me pidió que pasara. Yo dije:

–¿Pues qué me va a poner a curar o qué? —y me responde:

–Aquí está el jabón y va a bañar al señor.

Yo me quedé traumada y pensé: “¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?”. Pues mira que me armé de valor y fue más el coraje que me entró en ese momento que dije: “¡Sí lo hago, por supuesto que sí lo hago!”.

Y que me meto al cuarto y que le digo:

–Señor Marcelino —con aquel temor— Señor Marcelino…

–¿Qué?

–Oiga, a ver, párese por favor.

–¡Sí! —lo ayudé a levantarse.

–¿Qué pasó?

–A ver, Marcelino, vamos a ponernos de acuerdo. Ahorita que entré me dijeron que lo tengo que bañar. Le voy a pedir de favor que me ayude. ¿De acuerdo? Usted se va a estar tallando y yo le voy a estar echando el agua. No pasa nada.

–¿Y usted me va a bañar, así nada más? —preguntó

Pues lo bañé. En ese momento sentía que el sudor me subía y me bajaba de la pena, sentía ganas de llorar. Salió el señor del hospital y me lo llevé. Fui por él. El problema era que yo le decía a mi esposo que iba a ver a Irma, que iba a ver a una amiga, que iba a ver a todos.

Y entonces, le pregunté a Marcelino: “¿Dónde vive?”. Y me dice: “Aquí por la tolva”. Y le digo: “Ah, bueno, pues entonces váyase por favor”. Lo dejé en la esquina y le dije: “Mañana va a subir temprano a mi casa porque me dieron la receta y me dieron la dieta: cosas blandas, para dárselas”, y le expliqué cómo llegar.

Preparé todo y me preguntó mi esposo: “Oye, ¿y eso qué?”. Le dije que me iba a poner a dieta.

Y cuando ya iba a dar la hora de que subiera este señor, le pedí a mi esposo que fuera con mi suegra para traerme pan. Ésa era una manera para que él se saliera de casa y que yo pudiera entregarle la verdura a Marcelino cuando llegara.

Y así estuvimos como una semana. A la semana dejó de subir y me llamó mucho la atención que no lo hiciera. Y es que se volvió a poner muy malo. Él dejó de subir y yo no podía bajar. Además, no me había dicho dónde vivía, nada más me había dicho que por la avenida de la Torre y por la calle Laura Aguirre.

Le hablé a mi hermano. Él había sido alcohólico y llevaba veintiocho años sin beber. Él fue a buscarlo y lo trajo al Hospital General que está en las vías. Y me dijo: “Oye hermana, ¿pero pus cómo crees tú? ¡Si no tiene casa! Vive afuera de una casa”.

Y ya le había dado pulmonía. Llegaba yo a verlo al hospital y lloraba. Me daba un sentimiento.

Cuando él estuvo bien me había platicado su vida. De todo lo que había sufrido. Y él me decía: “Yo sí quiero trabajar, quiero salir adelante. Pero es que a veces no tenemos oportunidades. O me quiero regresar a mi pueblo aunque sea a sembrar. Ya tiene años que no veo a mi madre ni a mi padre. No sé cómo esté mi familia”. Eso a mí me causaba mucho sentimiento y yo decía: “Diosito, dale la oportunidad a Marcelino, cuando menos de que alcance a despedirse de su mamá y de su papá”. ¿Qué pensará su familia de él?

Después empeoró y yo empecé a investigar. Vino un hermano a verlo a la casa, porque cuando ya estaba muy malo, de plano me aventé la responsabilidad al cien por ciento y me lo llevé para la casa.

Mi marido y yo tuvimos serios problemas; y no nada más con mi marido, también con mi papá, con mis hermanos. “¡Oye! ¿Estás loca o qué te pasa?”, escuchaba todos los días. Mi papá me decía: “Hija, ese hombre se va a morir. ¡Qué problema estás trayendo a la casa!”. “No se preocupe, papá. No se va a morir. Dios nos va ayudar y se tiene que curar”.

Entonces tuve que hablar con ellos. Ya estaba al pendiente de él, le daba de comer y —algo que me encantó— el tiempo que estuvo en la casa, que duró un año dos meses, no tomó. No tomó ni una cerveza. Un día recuerdo que en el taller, en la parte de arriba, lo dejé. Ahí le acomodé una cama y ahí se quedaba. Compraba yo la escarola que utilizaba en rollo y la compraba por kilo. La escarola es un resorte que viene enredado, muy enredado. Yo le juntaba los conos y le decía: “¡Marcelino! ¿Me vas a ayudar?”.

–¡Sí!

–A ver, me vas a desenredar esto —y le enseñé cómo—. Y vas ir haciendo los rollos.

–¡Sí! —y lo hacía.

Una noche, que no me acuerdo para qué necesitaba el alcohol de 96, lo busqué en la vitrina y dije: “¡Ah! ¡Está con Marcelino!”. Subí corriendo porque lo necesitaba. El alcohol estaba intacto.

Cuando él se compuso empezó a ir al grupo de AA. De día se iba al tanque, con el Escuadrón de la muerte, y platicaba con ellos. Y les decía: “No, es que la jefa me está ayudando. ¡Ya no tomo! ¡Ya no tomo!”. Y los llevaba a la casa y yo les daba de comer. Les regalaba un taco.

Luego, a Marcelino lo intervinieron en el hospital. Tenía deshecho el hígado. Tenía cirrosis de alto grado. Me dijeron que ya no iba a vivir. Ya no le pedí mucho a Dios que viviera porque sufría mucho. Bajó muchos kilos, de repente perdía el conocimiento y ¡órale! Otra vez al hospital.

La última vez que salió del hospital le preparé las cosas. Le conseguí dinero y mandé a mi hermano a dejarlo a su pueblo, para que viera a su familia. Dios fue muy grande. La verdad yo siempre he sido muy creyente. Creo mucho en Dios. Marcelino llegó a Oaxaca, era de un pueblo llamado Chichiquila, adonde lo llevó mi hermano en su vehículo —mi hermano tenía mucho miedo de que Marcelino se muriera en el camino—, y yo le dije antes de que partieran: “¡No! Dios le va a dar la oportunidad de que llegue con su familia”. Llegaron al pueblo un jueves, dice mi hermano que lo vocearon —su familia hablaba en lengua indígena— y por fin salieron por él. Estuvo con su familia.

Estaba muy feo el pueblo. Lo bajaron y mi hermano se regresó. El viernes, Marcelino estuvo con su familia y el sábado falleció. Todos los sábados iba a Toluca a vender mi ropa, y cuando regresé me hablaron por teléfono a la casa. Me avisaron que el señor Marcelino ya había muerto, ¿que si me debían algo? Que tenían guajolotes, chivos y no sé qué tanto. Y una señora tradujo lo que la mamá decía. Que me daba las gracias por todo mi tiempo con su hijo, porque Marcelino le había dicho que yo lo estaba apoyando.

Sentí muy feo, de verdad, porque aprendí a estimarlo, a encariñarme con un ser que ni siquiera era de mi familia ni mucho menos, pero que, finalmente, merecía amor y respeto. Cada ser humano en la tierra tiene su historia. Cada ser humano tiene, a veces, algo que le duele y que nunca se ha logrado sacar y que además no cualquiera está dispuesto a ayudar a sacarlo.

Por ejemplo, mi infancia fue muy triste. Yo lloré mucho de niña. Nosotros somos ocho hijos. Mi padre y mi madre también son de Oaxaca. Mi mamá ya falleció. Mi papá ahorita tiene ochenta y ocho años.

Mi papá vino de Oaxaca igual que Marcelino, con esa idea de que en México se barría el dinero con la escoba y se levantaba con pala. Llegó aquí, a la Capital, a sufrir mucho. Trabajó de cargador de la Squirt —en ese tiempo era el squirt y el delawer—, y trabajó muchos años de obrero. Siempre vivimos rentando en algunos lugares.

La mayor es mi hermana Sofía; luego una niña que falleció que se llamaba Esperanza, y de ahí sigue mi hermano Lázaro, mi hermano Delfino, mi hermano Braulio, luego sigo yo, Alberto, Ángel y mi hermana Patricia. Somos ocho: cinco hombres y tres mujeres.

Recuerdo aquellos tiempos; nosotros vivíamos en un paredón de lodo sin láminas. Mi papá sembraba la milpa, y el terreno donde vivíamos era de un señor que se llamaba Bernardo Trejo, que siempre tuvo mucho dinero. Le daba a mi papá a sembrar los terrenos y a cambio de eso nos dejaba vivir ahí. A mí me tocó hacer hoyos en la tierra para acaparar el agua. No teníamos agua, teníamos que acarrear agua en aguantadores cuando crecí.

Mi infancia transcurrió por Naucalpan, cuando apenas se empezaba a poblar el municipio. Todavía mi mamá llegó a trabajar sacando la arena, el tepetate. Porque se sacaba de las cuevas y de las minas y se vendían los carros de tepetate para hacer el bloque de ladrillos que era el tabicón. ¡Y yo renegué siempre! ¡Yo tenía coraje! No sabía con quién pero ¡yo tenía coraje! Tenía coraje por dormir en el suelo. Tenía coraje por no tener qué comer. Lloraba cuando, en el Día de Reyes, no me traían nada; cuando iba a la escuela y, aunque sacaba puro diez, no recibía nada; yo preguntaba: “¿Por qué no vinieron los reyes?” Y mi mamá decía: “Porque te portaste mal”. Yo respondía: “¿Cómo que me porté mal? ¡No mamá! Si yo saqué puro diez”.

De mi infancia recuerdo que me ponían los zapatos que llegaban a encontrar en la basura. Mi papá, en algún momento, sí me llegó a comprar zapatos. Había una fábrica que se llamaba La Nava. Vendían puro zapato de plástico. De hule. Y a mí me sudaban mucho los pies. Eran huaraches. Cuando yo caminaba me sudaban los pies y se me salían los huaraches, me daba mucho coraje.

Empecé a ganarme la vida a los siete años con los basureros. Juntaba vidrio, cobre, hueso, fierro, plomo.

Ahí, donde estaba la barranca, empezaron a tirar desperdicio. Y la venían a rellenar desde varios lugares de la República: cascajo y todo lo que salía de las fábricas.

Me acuerdo que juntábamos las bolsitas de jabón —las que traían un poquito de polvo de jabón—, lo agrupábamos, lo sacábamos de las bolsas y lo poníamos en botecitos. A veces, venían en la basura muchas cortezas de jabón de pasta. Todo ese desecho nosotros lo juntábamos, lo hervíamos y lo poníamos en el bote de la leche Chipilo, dejábamos que se cuajara y lo cortábamos en rebanadas para ir a lavar. Nos íbamos al río a lavar o juntábamos el agua en la tierra, hacíamos hoyos y dejábamos que se llenaran cuando llovía, ya después que se asentaba sacábamos el agua y con ésa nos bañábamos.

Comíamos quelites, verdolagas, papas —que eran una maravilla—; el día que yo comía papas era como comer pavo.

Mi mamá siempre estuvo mala de la vista, casi ciega toda su vida. Si de por sí tenía mala vista, cuando hizo un coraje grande se le reventaron las retinas. Una de las vecinas le tiró los tendederos a mi mamá y eso la sacó de quicio. Dijo que solamente sintió cómo le picaron los ojos y ya, comenzó a dejar de ver. Cuando le hicieron los estudios le dijeron que era la retina. La operación era muy cara y mi papá nunca tuvo para eso. En el Seguro Social no se la quisieron hacer gratis y mi mamá así se quedó.

Antes de irme a la escuela le preparaba los ingredientes a mi mamá para que hiciera de comer, le calculaba el aceite, le doraba la sopa. Mi mamá nada más echaba el agua y la sal, y esperaba a que hirviera.

Entonces, todo eso que yo viví hizo que me rebelara y dijera: “¡No más!”.

Yo crié pollitos —me acuerdo que compraba pollitos de cincuenta centavos— que después eran unos gallotes. Criaba conejos, criaba muchos animales. Me iba a los basureros a recoger lo que hubiera de bueno. Me llegué a vestir con la ropa que me encontraba en la basura.

Hacía muchos mandados y la gente me daba veinte centavos —que era una moneda de cobre—. Para ver la tele tenía que ir con doña Margarita. Doña Margarita vivía como a tres cuadras. Si yo quería ver el programa que a mí me gustaba, que era el programa de Coster, el Caballo Loco, tenía que pagarle a doña Margarita veinte centavos. Pero como yo no tenía dinero para ver la tele, entonces doña Margarita me ponía a lavar los trastes, a tender las camas, a barrer y a trapear y cuando terminaba, tenía derecho de ver la tele. Y así lo hacía.

En aquel tiempo conocí a una señora que se llamaba Lupe. Esa señora se veía que tenía dinero. Mi papá me mandaba por el pulque; siempre iba a comprar un litro de pulque. Al ir a comprar ese litro de pulque, un día me caí en una zanja. Me puse a llorar, porque mi papá además era muy duro. Y pensé: “Me van a pegar”, y me puse a llorar. Llega la señora Lupe y me pregunta: “¿Qué haces?”. Estaba yo en la zanja. “Es que me caí y no me puedo salir”. La señora me dio la mano y me sacó. Me preguntó dónde vivía y le dije que arriba, por donde está la mallera. Y me preguntó si se me había caído el pulque: le dije que sí, y el cambio también. Después me preguntó: “¿Por qué lloras?”. “Porque me van a pegar.” “No. No te van a pegar. Vente.” Me llevó otra vez a la pulquería, me volvieron a dar el pulque y me regaló el cambio de cincuenta centavos. Me dijo la señora: “Yo vivo aquí todo derecho. Y cuando quieras ir a verme, ven”.

Al otro día fui a buscar a la señora. Encontré a una perra —que se llamaba Leida, ahí amarrada— y dije: “Aquí vive”. La ayudé a lavar los trastes, estuve platicando con ella y me regaló una muñeca. Pero una muñeca grandísima que no se veía en ningún lado. Regresé a mi casa ya tarde, como a las siete. Mi mamá le dijo a mi papá, por supuesto, que me había ido todo el día y que había llegado a esas horas y él me pegó. Me dio mis cinturonazos. Entonces vieron la muñeca y mi papá pensó que yo me la había robado. Y me dijo: “¡Párate, ahorita!”, y me volvió a pegar. Y le dije que me la habían regalado.

–¿Quién te va a regalar esta muñeca? ¿De dónde la tomaste?

–Es que me la regalaron.

–¡No, no, no te creo! Esta muñeca es muy cara; nadie te la pudo haber regalado. A ver, llévame a dónde te la dieron.

Primero me pegó y después tuve que llevarlo allá, con la señora. Llegamos como a las once de la noche y le toqué la puerta. Salió la señora:

–¿Quién?

–Yo, doña Lupe, Concha.

–¿Conchita?

–Sí.

–Ahí voy, hija, espérame. Ahí voy, ¿qué pasó?

–Es que mi papá quiere hablar con usted.

Y él dijo:

–Buenas noches, yo soy el papá de Concepción.

–¿Sí?

–Oiga, pues mire, yo vengo a regresar esta muñeca porque no sé por qué esta niña se tuvo que llevar lo que no es de ella, y yo no quiero problemas.

Entonces le dijo doña Lupe:

–Espérese señor. Yo le regalé la muñeca a su hija.

–¿Cómo qué usted le regaló la muñeca?

–Es que ella me ayudó a hacer mi quehacer y yo le regalé la muñeca. Yo se la quise regalar. Ella no se la robó. Y no me diga que ya le pegó.

–No, pus sí, le pegué.

–No, pues es que eso no se hace.

Y ya me regresé con la muñeca. Pero imagínate que estaba más grande que yo. A partir de ahí, visité con mucha frecuencia a la señora. Le iba a ayudar temprano. Después ya me iba a la escuela. Ella me regalaba ropa. Ella me llevó al cine a ver la película que hasta ahora, ya de grande, aún recuerdo; fue ésa de Los Andes donde se comen los pasajeros unos a otros, que se cae el avión en la nieve y todo eso. En aquella ocasión yo nada más veía la nieve, no entendía la película, porque además, déjame decirte, nunca había ido al cine —que estaba en el Molino—. Cuando salíamos del cine, yo le dije que iba al baño y ella me respondió que me esperaba afuera pero yo no alcancé a oír cuando me dijo eso, y cuando salí y no la vi, pensé: “¡Ya me dejaron aquí! ¿Y ahora, qué voy a hacer?”. Me puse a llorar, lloré y lloré y lloré. Después entraron por mí. “¡Ay hija! ¿Cómo crees que te íbamos a dejar? Ándale, vamos.”

Yo le ayudé mucho a la señora, porque además tenía un hijo con discapacidad que se llamaba Felipe. Ella era doña Lupe; su hija Rosa, tenía una niña que se llamaba Anel y su hijo Felipe. Desde aquel tiempo, yo empecé a ganarme la vida y a veces lloraba en la noche porque decía: “¿Por qué me tocó ser pobre?”. Además, déjame decirte, que yo oí a mi mamá y a mi papá —pero más a mi madre, que en paz descanse— decir que en otros tiempos todo era barato y el dinero valía. Y entonces yo pensaba: “¿Por qué no me compró muchos zapatos para cuando yo creciera?”.

A veces, en la milpa oía el vuelo de los aviones. Y cada que yo oía el ruido de un avión, me escondía entre la milpa, porque me daba miedo. Ya cuando pasaba el avión, yo salía y veía la raya de humo que dejaba. Me preguntaba qué se sentiría subirse a un avión. Yo decía: “Algún día yo me voy a subir a uno”. Pero pensaba que si no tenía para mis zapatos, ¿qué me iba a estar subiendo en un avión?

De todos mis hermanos, fui la hija a la que más le pegaron. Así me aventé como tres años, que diario me pegaban. Diario, diario, diario. Era por salirme. Y yo no entendía. Pero yo me iba. Les decía: “Yo tengo que trabajar. Yo tengo que trabajar”. ¿Pero, sabes qué? Nunca mis padres, con su educación, con sus conocimientos, nunca se sentaron a platicar conmigo acerca de por qué hacía eso. A lo mejor, si algún día se hubieran sentado a platicar conmigo yo les hubiera explicado: “Pues es que yo quiero ir a que me paguen y a trabajar”.

Mis lápices terminaban así, chiquititos. Yo no tenía derecho a perder ni un lápiz, porque entonces me ponían una cinturoniza; yo tenía que cuidar el lápiz. A veces, el lápiz terminaba de dos centímetros. Entonces, en verdad nos acabábamos los lápices. En verdad cuidábamos un cuaderno. Yo iba a la escuela y nunca tuve para el uniforme. Y mis calificaciones eran de diez, diez, excelente. ¡Siempre! Pero, a ver, no tuve el uniforme. Fui abanderada y no tuve ni para las calcetas. Yo recitaba cada ocho días, todos los lunes recitaba. Mi madre, enferma de la vista, nunca pudo ir a firmar una boleta.

Sin embargo, lo más difícil de todo —y todo lo que he hecho— ha sido aprender que, a veces, el ser humano no logra tomar la decisión para hacer las cosas y emprender algo. Eso es lo más difícil de todo.

A mí me costó trabajo salir de donde estaba. Quedándome con aquellas ganas de comerme el pedazo de pastel, el que nunca tuve para comprar. Todo mundo salía al recreo con sus tortas y yo me quedaba a estudiar adentro de salón, porque no tenía dinero para el almuerzo. Siempre me quedaba como la niña cohibida dentro del salón, porque además, sí era la más aplicada y la más admirada, pero también la más pobre y la más aislada. Por lo mismo, en esa etapa de la primaria, me fui con una amiga a las obras de Lomas de Chapultepec.

No había transporte. Me tenía que parar a las cuatro de la mañana; pasaba Genoveva por mí, chiflaba y nos íbamos a Chapultepec. Había un colononón de gente en el sitio de Chapultepec, y de ahí salían coches con seis personas. Cinco personas por chofer, para ir a Cuajimalpa. ¿Qué hacíamos ahí, en el cerro? No había comida. No había dónde comer y además, aunque hubiera, ni dinero teníamos. De vez en cuando llegaban las señoras a vendernos tacos y si no, nos subíamos al cerro a cortar nopales de los gruesototes y viejotes. Los asábamos enterrados con una varilla y luego los abríamos con la cuña y nos comíamos la pulpa con sal. Eso es lo que hacíamos.

En aquel momento yo no podía cargar la carretilla bien. No aguantaba el bulto de cemento. Y, sin embargo, lo hice muchísimas veces. Estuve en obra negra posteriormente. Me pasé con el que le decíamos el Abuelo, un maestro albañil. Genoveva había abusado porque yo trabajaba mucho y ella cobraba lo de las dos. Ella me decía: “A ver, ya quité lo de los pasajes, ya quité lo de la comida… Te toca tanto”.

Entonces yo me peleaba con el que nos contrataba. Y le preguntaba que por qué tenía que pagarle a ella mi dinero. Entonces le dije al Abuelo: “Abuelo, ¿por qué no me das trabajo?”. Y él se empezó a reír.

–Ay, mija, ¿qué quieres?

–Pus dame trabajo, porque ya no voy a trabajar de pintora.

–¿Qué vas a hacer?

–No sé. Pero ya no con Geno, ya no. Porque ella se queda con mi dinero. Todo me quita y nada más me deja lo que ella quiere. Además, ya le dije a Alfredo que me pagara a mí y le paga a ella.

Yo le dije: “Yo quiero que tú me pagues”.

–Ándale pues —me dijo el Abuelo.

Le empecé a ayudar al Abuelo a revolver la mezcla. Le ayudé a matar el filo de los ladrillos, porque además, a veces eran residencias de tipo colonial, de puro tabique rojo. Le empecé a limar el borde para darle forma al tabique refilado. No podía cargar los bultos de cemento, pero los partía a la mitad y los ponía en dos botes. Lo mismo la arena y la grava. Yo le eché ganas. Después le agarré la maña a la carretilla, porque cargar con la carretilla es maña. Al rato, ya olvídate. Trabajé muchos años.

Posteriormente, me pasé con el pintor. Aprendí a igualar colores. El pintor, el señor Ciro, después me mandaba a las obras como responsable. Y empecé a ganar bastante dinero. Pero mi círculo era de pobreza. Cuando cobraba, me iba con todo mundo y les compraba despensa. Le compraba a mi madre y le disparaba sus zapatos. A mis hermanos también. A todos los chiquillos me los llevaba al Molino y a cada quien le compraba sus zapatos, su ropa. A mi mamá le compraba zapatos de la Canadá, planos y anchos, porque tenía muy gordos los pies. Como ella fue de pueblo, desde muy joven caminaba descalza. Entonces, sus pies se deformaron. No cualquier zapato le quedaba.

Esas satisfacciones fueron muy importantes para mí. Desde hace muchos años aprendí a compartir las cosas y llegué a la conclusión de que todos nos vamos a morir. Todos, con dinero o sin dinero. Y, quizá, lo único que nos podemos llevar —o dejar— en la vida, es la satisfacción de haber dejado la huella de que algún día existimos. Nada más. Ése es un vacío en el que la gente todavía no ha logrado encontrarse. Cuando tú logras encontrar ese vacío que tienes en el alma y lo llenas con paz, satisfacciones y armonía, la vida se vuelve maravillosa.

Dios es tan grande, a mí me ha dado muchísimas satisfacciones. Yo, día a día, vivo agradecida con Dios. Me ha dado mucho; a veces, más de lo que merezco. Yo le decía a mi hermana: “Hermana, ¿sabes qué? No sé cuándo pero algún día me voy a subir a un avión”. Le decía que antes de morirme me iba a subir a un avión. Y a mi hermana le daba mucha risa. Y me respondía que estaba loca. ¡Sí!

Después del programa de Canal Once, donde me entrevistaron, pasó algo maravilloso. Recibí una llamada para dar unas pláticas en Tabasco. Me habló la esposa del candidato del PRD, no recuerdo el nombre, y me pagaron el avión para ir a dar una plática a Tabasco, pues estaban en tiempo de elecciones. Llegué a un hotel maravilloso, me llevé a mi hermana y a mi hijo. Tuve la gran dicha de que no sólo yo me subí a ese avión. También ellos.

Cuando uno quiere ayudar al ser humano, no es necesario tener muchos cargos. Nada más hay que tener voluntad y decisión de hacerlo. Yo he ayudado a la gente desde antes de que Dios me diera la oportunidad de tener puestos de poder. Claro que, cuando Dios me dio la oportunidad de tener dichos cargos, la pude ayudar más. Y hoy la puedo ayudar más todavía.

Muchas veces, los políticos nos hemos equivocado y hemos dicho: “Es que yo quiero llegar al poder para poder ayudar al pueblo”. No es cierto. Es una equivocación. Es un complemento llegar al poder. Cuando tú quieres ayudar a la gente, buscas los medios. Si nunca llegas a tener un cargo de alto rango, ¿entonces nunca vas a hacer nada? Sí lo podemos hacer. Fíjate que, a veces, ayudar a la gente incluso depende de escucharla de verdad, para poder conocer en dónde está el problema y de qué manera puede resolverse. Eso es lo más importante.

Aquí, la gente viene hasta para pedir un consejo: “Hola, Conchita, fíjese que mi hija se fue con el novio y quedó embarazada, ¿qué puedo hacer?”. “Oiga, fíjese que a mi hija le pegan mucho, la tratan mal, ¿qué me aconseja que hagamos?”. Yo les digo: “Tráiganmela. Tráigame a su hija y aquí platicamos”. Llega la hija:

–¿Cómo estás?

–Bien, bien.

–Oye, m’ija, pues yo soy la tercera regidora, Concepción Cruz García, todo el mundo me dice Conchita. Te quiero preguntar algo. A ver, mi amor, ¿quieres a tu marido?

–No, pus…

–Si quieres a tu marido, entonces lucha por él —y ya le digo las formas—. Y si no lo quieres, no te engañes. Dale las gracias; no esperes a llenarte de más niños, mi reina; ¿y sabes qué, amor? Lucha sola. La mujer tiene la fortaleza para salir adelante en la vida, con marido o sin marido. Con hijos o sin hijos. No serás la primera mujer en la tierra que se va quedar con uno, dos, tres hijos. ¡No! Aquí han venido señoras sin marido y con ocho hijos, y aquí estamos, echándoles la mano. Les digo: “¡Aguas, y ya cálmense! ¡Ya no más hijos!”. Y no porque yo sea egoísta, sino porque tener hijos es muy fácil. Pero vamos más allá: ¿qué queremos para nuestros hijos? ¿Qué vamos a hacer? No nada más es tenerlos por tenerlos. A veces, mando llamar al marido. Quiero platicar con los dos y decirles que no se trata solamente de ella, de él o de nuestra intervención. Se trata de ellos, de los niños que tienen bajo su responsabilidad. “¿Qué va a pasar? Háganlo por ellos. Ahora, háganlo por ellos en la medida que haya un amor entre ustedes. Y si no, no lo hagan ni por ellos. Nada más sean responsables con los niños y ya, cada quien su vida”.

Amar al prójimo debería ser el trabajo del político; esa parte es la que hemos olvidado. Yo siempre le he dicho a la gente: lo material, eso es lo de menos. Dios nos dio a nosotros, como seres humanos, todo para vivir bien. Nos dio inteligencia, nos dio fuerza, nos dio pensamiento, nos da motivación. Nos dio ¡todo! El problema es que no nos hemos enfocado. ¿Qué vamos a hacer con lo que Dios nos dio? Dios nos dio valores, nos dio principios, por naturaleza. No los hemos desarrollado. En la medida en que cada ser humano, aprenda a amar al prójimo y a respetarlo, ya no se necesitarán tantas leyes ni tantos policías ni tantas armas. ¡Te lo juro que no! La paz debe estar en nosotros mismos para poder estar en paz con nuestro prójimo. Mi política es esa. Yo no concibo la política para enriquecerme ¡no! La política debe utilizarse para cosas positivas.